Signos y sentidos / Columna de Renán Martínez Casas
Hugo, ministro indígena justiciero, presidente de la Corte
E n algún punto de los tempranos años noventa, cuando el país vivía la efervescencia de las ONG y este observador apenas iniciaba su vida profesional en la capital, en algunos pueblos de Oaxaca sucedía un fenómeno interesante y correlativo. Muchos jóvenes de familias que por primera vez lograban terminar una licenciatura estaban regresando a sus comunidades como ilustres personajes que concitaban las esperanzas de progreso de sus paisanos. Comenzaron a involucrarse en la vida pública de sus comunidades, y fueron llamados, sin mayor ceremonia, “los licenciados”. Entre todos, destacaban “unos chamacos que andan haciendo travesuras en los Mixes”.
Pocos años después, cuando documentaleaba el movimiento zapatista, tuve la oportunidad de conocerlos. O, mejor dicho, de conocerlo. Era Adelfo Regino y sus amigos de SERvicios del Pueblo Mixe. Él fungía como asesor del EZ, no así sus compañeros que, sin embargo, en aquel desorden organizado, trabajaban como si también lo fueran. Entre ellos, Hugo, como su sombra, era el más cercano a Adelfo desde años atrás, de su época de estudiantes. Los unía ya desde entonces un lazo de confianza y visión compartida que no tardaría en trasladarse al ámbito institucional.
Reforma, radios y cuotas de poder
Hace una década, justamente por estas fechas, participé —en calidad de periodista especializado en análisis de medios— en una comisión convocada por la Secretaría de Asuntos Indígenas de Oaxaca, junto con asociaciones civiles y grupos de radialistas comunitarios, con el propósito de vincular a las radios con la discusión de las reformas en materia de telecomunicaciones y radiodifusión. Adelfo era el secretario, y Hugo, subsecretario. Participó en algunas reuniones. Sus intervenciones eran siempre brillantes exposiciones de cómo los derechos de los pueblos indígenas debían encontrar su lugar en las nuevas leyes. Brillantes, sí, especialmente si uno no sabía mucho de derecho.
Antes de ser gobernador, el panista Gabino Cué y el entonces perredista Salomón Jara llevaron de la mano a Andrés Manuel López Obrador por todo el estado. Ahí se fraguó la alianza que llevó al azul a la gubernatura. Adelfo, y Hugo como su sombra, llegaron a aquella secretaría como parte de una distribución de cuotas. Le tocaba al PRD que, al no tener un militante con el perfil adecuado, recurrió a las organizaciones de la sociedad civil e integró a varios de sus cuadros a su equipo. Andrés Manuel continuó frecuentando el estado y, con el tiempo, la presencia de Adelfo se volvió familiar en sus visitas. Cuando López Obrador ganó la Presidencia, puso a Adelfo al frente del Instituto Nacional de los Pueblos Indígenas, por recomendación de Cué. Y, como era de esperarse, se llevó consigo a su inseparable sombra.
Del activismo a la omisión institucional
Pero no es lo mismo el rancho grande que la patria entera. Como activistas, Adelfo, Hugo y compañía fueron más dinámicos que nadie. Desarrollaron múltiples proyectos que detonaron el desarrollo y mejoraron la calidad de vida de miles de indígenas. Desde el gobierno estatal, fortalecieron como nunca antes al movimiento indígena local, con repercusiones a nivel nacional. El gobierno de alianza encabezado por un panista fue, paradójicamente, un periodo dorado para los pueblos indígenas de Oaxaca. No así del todo para Adelfo, quien salió en medio de recriminaciones por no renunciar sino hasta casi el final del sexenio, pese a actos criminales cometidos por el gobernador Gabino Cué contra el pueblo. Al parecer, el poder comenzaba a pesar en sus consideraciones éticas, más que sus valores identitarios.
¿Cuántas veces hemos visto este dilema? ¿Cuántas veces el poder exige, con voz suave o imperativa, sacrificar los principios por los proyectos?
Ya en su renovado INPI, acaso su mayor aspiración, los ideales de Adelfo tuvieron que toparse con la realidad. La llamada austeridad republicana impuesta por el presidente no excluyó ni a los pueblos indígenas ni a su instituto. La lógica de los programas sociales clientelares y de las obras faraónicas se impuso. No sólo se transformaron en administradores de la decreciente disponibilidad de recursos, sino que —mediante los sutiles artificios del licenciado Hugo— el otrora ferviente defensor de las consultas a los pueblos indígenas no dudó en cometer y luego intentar ocultar violaciones sistemáticas en las consultas sobre el Tren Maya.
Y a veces, proteger a los amigos valiosos de sus “faltas menores” puede parecer un mal necesario para preservar la continuidad de los grandes proyectos. Eso, tal vez, debieron haber pensado Adelfo y Hugo cuando activistas denunciaron a varios trabajadores indígenas del Instituto por delitos relacionados con pornografía y violencia contra mujeres, y fueron acusados, además, de intentar comprar el silencio de las denunciantes.
¿Qué ocurre cuando la defensa de los pueblos se convierte en un velo para encubrir actos reprobables?
Justicia de fachada, poder sin frenos
A decir verdad, no me sorprendió ver a Hugo en primer lugar en todos los acordeones del país. Es, sin exagerar, el mejor abogado del poder, el más encumbrado, de bajo perfil, de la plena confianza de Adelfo, de Andrés Manuel y ahora también de Claudia. El único disponible. Con la orden presidencial y el desconocimiento generalizado, pasó calladito por todas las etapas. Ni una sola pregunta incómoda en los foros públicos, ni una demanda de explicación ante sus omisiones pasadas.
Y ya metidos en gastos, lo de menos es mentir un poco en el currículum si de lo que se trata es que Hugo llegue a la Suprema Corte. ¿Qué más da si fue asesor extraoficial del EZLN o si acudir como activista a dar conferencias cuenta como actividad académica? Si hay cuestionamientos, el propio INE puede encargarse de “bajar” la información. La instrucción es general: el régimen necesita a un indígena en la Corte para lucir inclusivo. Eso sí, la presidenta con “a” quiere que la primera presidenta de la Corte también sea con “a”. El populismo en el escaparate institucional.
El mixteco Hugo Aguilar será el próximo ministro presidente indígena de la Suprema Corte de Justicia de la Nación. Ascendió al poder por las rutas formales de la democracia para integrarse a un gobierno autocrático e iliberal, que ha abolido en los hechos la división de poderes mediante una elección popular fracasada, pero legal. Esa historia ya la conocemos y sabemos cómo termina. Una paradoja que interpela a todos los que creemos en la democracia como un régimen de equilibrios, no de aplausos. Sin mayor experiencia que el activismo y la función pública, resulta difícil imaginarlo organizando a todo un poder de la federación. Ni siquiera a su propia ponencia. Y mucho menos resolviendo conflictos entre particulares no indígenas.
Como declarado crítico de la Constitución y del derecho romano, desde una cosmovisión de justicia comunitaria que, en otros contextos, es rica, vital y necesaria, Hugo será un justiciero más que un juez. Como el resto de los nuevos ministros. Y hay una diferencia crucial entre ambos. El primero actúa desde la emoción, el segundo desde el derecho. El primero es vengador, el segundo es indispensable en la República.
¿Queremos un representante o un árbitro? ¿Un símbolo o una garantía?
No llega para defender el derecho
Su designación no es casual ni aislada. Es parte de una estrategia deliberada del régimen para avanzar en su misión de control total de los contrapesos institucionales. Se trata de un paso más hacia la consolidación de un modelo de poder sin frenos, donde incluso la Corte, último bastión de legalidad, se convierte en una oficina más del Ejecutivo.
Para quienes aún creemos que la democracia es más que votar cada seis años, que es diálogo, transparencia, legalidad, justicia con institucionalidad, esta designación debe alarmarnos. No por el origen indígena del designado, sino por el uso instrumental que se hace de ese origen. Tampoco por su biografía, sino por su obediencia. No por su cercanía con los pueblos, sino por su lejanía del derecho.
Y a ustedes, lectores, lectoras, ¿no les preocupa el rumbo que está tomando nuestra democracia?
¿No perciben que, mientras se alardea de justicia social, se cercenan las libertades institucionales que garantizan que esa justicia sea real y duradera?
Lo cierto es que Hugo no llega para defender el derecho, sino para justificar lo que ya está decidido. Y eso, digámoslo sin ambages, es profundamente antidemocrático.
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