El Bolero del Senado; entre pasillos y silencios: Manuel Zárate
Por Ivonne Cárdenas
A las cinco de la mañana, cuando la Ciudad de México apenas bosteza entre neblina y asfalto, Manuel Zárate ya está en pie. Desde Chalco, recorre la ciudad hasta llegar al Senado de la República.
En su mochila no lleva mucho: cepillos, pomadas, trapos y una convicción silenciosa que no necesita proclamarse. Manuel es bolero. Pero no uno cualquiera. Es el bolero del Senado.
Tiene 35 años, Nació en San Cristóbal Amoltepec, en el distrito mixteco de Tlaxiaco, Oaxaca, tierra de montañas. Su madre, Eugenia Isabel Hernández, es ama de casa. Su padre, Feliciano Juan Zárate Hernández, fue quien le enseñó el oficio con la paciencia que solo un padre sabe dar.
“No me vine por gusto”, dice, con voz suave, mientras alista el banquillo.
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Así llegó a la capital
De joven se enfermó. “Me caí – comenta – me lastimé la espalda, y además me dio anemia”, Fue entonces cuando su padre tocó puertas en oficinas del ISSSTE, donde tenía algunos clientes doctores. Así llegó a la capital, hace quince años. Y se quedó.
Lo suyo no es solo bolear. Es un arte. Lo dice con orgullo, sin estridencias. “Cada zapato es distinto. Hay que saberlo leer, darle su tiempo. Como la vida”.
En el Senado ha aprendido a leer no solo el cuero, también los silencios, las conversaciones en voz baja, los rumores que no salen a los pasillos. Pero Manuel es discreto. “Lo que se escucha aquí, aquí se queda”, dice. Con una sonrisa que no revela más.
Cree en la Virgen de Guadalupe
Vive con su hermana y su sobrino. Es católico. Cree firmemente en la Virgen de Guadalupe. Y aunque su hogar está ahora en Chalco, su corazón sigue en Oaxaca. Vuelve a su pueblo tres o cuatro veces al año para abrazar a los suyos, saborear el pozole negro que tanto extraña y ver los cerros que lo vieron partir.
Su jornada empieza a las ocho de la mañana y termina a las siete de la noche. No tiene patrón. Su rutina es autoimpuesta, nacida del compromiso. “Por mi familia”, repite.
Y se nota. A Manuel lo espera su esposa, Maurilia Hernández, y su hija Ariadna, de ocho años. En unas semanas llegará su segunda hija: Hanna Ixchel.
Hay gratitud en sus palabras
A pesar del agotamiento, los trayectos largos, la lluvia que convierte en una odisea el camino de regreso a casa, Manuel no se queja, por el contrario, agradece.
“Los senadores me tratan bien, han sido amables conmigo”.
No hay sarcasmo en sus palabras. Hay gratitud.
En un país donde el zapato boleado parecía cosa del pasado, donde la prisa y la desmemoria arrasan con los oficios tradicionales, Manuel representa otra forma de estar en el mundo.
Una que brilla no por ostentación, sino por dignidad. Es como el cuero bien cuidado, porque a veces los héroes no usan capa, usan franela y pomada,