Ni Huaraches ni huipiles (última): justicia
Desterrados en su propia tierra
Al menos desde 2018, México vive una crisis silenciosa: el desplazamiento forzado interno. No es un fenómeno abstracto ni generalizado: tiene rostro indígena. Aunque los pueblos originarios representan apenas el 10% de la población, han sufrido más del 40% de los episodios de desplazamiento en 2020. Entre 2018 y 2023, la Oficina en México del Alto Comisionado de las Naciones Unidas para los Derechos Humanos (ONU-DH) documentó 11 casos de desplazamiento de comunidades indígenas, sobre todo en Chiapas, Chihuahua, Guerrero y Oaxaca. En seis de ellos, la violencia intercomunitaria fue el factor principal; en el resto, la mano del crimen organizado.
Los ejemplos abundan y duelen. En Oaxaca y Chiapas, mujeres indígenas desplazadas han narrado cómo, además de perder su hogar, enfrentaron racismo en los servicios públicos, violencia sexual y matrimonios forzados. En Michoacán, entre 2018 y 2025, la violencia criminal obligó a maestros y familias indígenas a huir de sus comunidades bajo amenazas o intentos de reclutamiento forzado. La Comisión Mexicana de Defensa y Promoción de los Derechos Humanos (CMDPDH) ha sido clara: los asesinatos, desapariciones y ataques del crimen organizado provocan desplazamientos masivos, con Chiapas concentrando el 74% de las víctimas en 2017 y 2018. Nada indica que la tendencia se haya detenido.
Ser indígena en México es cargar con la doble condena de ser pobre y estar expuesto a una violencia que despoja del suelo, del hogar y del derecho básico a vivir en paz.
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La salud negada
No hay justicia donde no hay salud. Para los pueblos indígenas, los hospitales y clínicas suelen ser espacios de discriminación más que de cuidado. Entre 2018 y 2024, el número de personas sin servicios de salud se duplicó, y los más afectados fueron, otra vez, los pueblos originarios. En 2024, el 60.8% de indígenas en pobreza extrema carecía de atención médica.
Los casos concretos ilustran la crudeza de esta exclusión. En Veracruz, en este año, una mujer náhuatl sufrió negligencia en el Hospital Rural No. 12 de Zongolica: violencia obstétrica, violación a su derecho a la salud materna y reproductiva, y una afectación directa al interés superior del niño. En Guerrero, las denuncias de esterilización forzada a mujeres indígenas no son un recuerdo de los años noventa: siguen vigentes en 2025.
Human Rights Watch y Amnistía Internacional coinciden: la pobreza extrema puede haber permanecido estable, pero el acceso a la salud se deterioró de manera alarmante. Faltan médicos, intérpretes, medicamentos y un enfoque intercultural que atienda las necesidades específicas de estas comunidades. La discriminación es tan sistemática que incluso las estadísticas oficiales invisibilizan a los pueblos indígenas: altas tasas de mortalidad materna, enfermedades prevenibles y desnutrición son apenas notas al pie en los informes de gobierno.
La negación de la salud es, en realidad, una forma refinada de violencia estructural.
Escuelas cerradas, futuro cancelado
El derecho a la educación para los pueblos indígenas es más una promesa rota que una realidad. Este 2025, el 47% de niñas, niños y adolescentes indígenas no asisten a la escuela. El analfabetismo alcanza al 20% de la población indígena, alrededor de 1.3 millones de personas, y apenas el 17.2% logra llegar a la educación superior.
En regiones como la Sierra Tarahumara, la Montaña de Guerrero o las comunidades purépechas de Michoacán, el abandono escolar es norma. Durante la pandemia de 2020-2021, casi la mitad de los beneficiarios de programas educativos indígenas dejaron sus estudios por falta de apoyo. En Chiapas y Oaxaca, las escuelas indígenas reportan 69% sin internet, 23% sin agua potable y 3% sin electricidad. UNICEF lo resume con un dato brutal: apenas la mitad logra concluir la secundaria.
La educación para los pueblos originarios no es solo un derecho incumplido: es una deuda que hipoteca el futuro.
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Megaobras, megapretextos
Si hay un terreno donde la injusticia se hace visible es en las llamadas “obras de desarrollo”. El Tren Maya, presentado en 2018 como motor de prosperidad, es también un símbolo de despojo. Deforestación ilegal de miles de hectáreas, falta de consulta previa, ocupación de tierras sin consentimiento y criminalización de defensores ambientales son parte del saldo que dejan sus vías.
Lo mismo ocurre con el Corredor Interoceánico en el Istmo de Tehuantepec y el Proyecto Integral Morelos: proyectos diseñados desde el poder central, impuestos sin diálogo real y ejecutados con violencia contra comunidades nahuas y zapotecas. Entre 2023 y 2024, incluso con suspensiones judiciales, las inauguraciones siguieron adelante. El mensaje fue claro: los derechos indígenas se subordinan a la voluntad política del régimen.
El Tribunal por los Derechos de la Naturaleza documentó en 2023 que estas obras han generado violaciones sistemáticas a los derechos humanos y bioculturales. El ecocidio, el despojo territorial y la represión se disfrazan de modernización.
Defender derechos, arriesgar la vida
Ser indígena y atreverse a defender el territorio, el agua o la cultura propia significa, en muchos casos, firmar la propia sentencia. En 2023, 15 defensores ambientales indígenas fueron asesinados. En 2024, líderes como David Hernández Salazar fueron condenados por protestar contra la invasión de megaproyectos.
En Oaxaca, 33 organizaciones denunciaron feminicidios, agresiones y detenciones arbitrarias contra mujeres indígenas, quienes siguen enfrentando triple discriminación: por género, etnia y pobreza.
La ONU-DH registró 8 mil 594 víctimas de violaciones graves hasta 2024, con alta concentración en Chiapas y Guerrero. En estados como Colima y Oaxaca, la represión policial en protestas indígenas muestra que el Estado no dialoga: reprime.
El recuento es interminable. Y aunque la narrativa oficial se empeñe en exhibir plumas de penacho, huipiles bordados o discursos de perdón a nombre de reyes extranjeros, lo cierto es que la realidad indígena sigue marcada por la violencia y el despojo.
Ni huaraches ni huipiles
No es con huipiles presidenciales en ceremonias oficiales ni con huaraches improvisados en la narrativa heroica del régimen como se demuestra compromiso con los pueblos originarios. No basta con demandar que Europa devuelva penachos de museo, ni con montar espectáculos monumentales en el Zócalo para celebrar ese rasgo de la pluralidad borrada. Tampoco dignifica a nadie exigir disculpas a los reyes de Narnia ni hace justicia a los indígenas imponer a uno de los suyos en la Suprema Corte.
La política real del Estado mexicano hacia los pueblos indígenas ha sido, ayer y hoy, la misma: la retórica de la inclusión y la práctica de la instrumentalización. Todos los gobiernos, incluido el de la 4T, han reducido a los pueblos originarios a ornamentos de la narrativa nacionalista.
Justicia: igualdad sin disfraces
La única justicia posible no está en el folclor, ni en el turismo, ni en el discurso presidencial que presume raíces indígenas mientras desplaza comunidades. Está en algo más simple y radical: la igualdad ciudadana.
Los pueblos indígenas tendrán justicia el día que el Estado los trate como ciudadanos plenos, con derechos garantizados y sin discriminación. Ciudadanos iguales ante la ley, sin privilegios ni supremacismos ni marginación estructural. No sujetos de tutela, no piezas de museo, no adornos en la escenografía del poder, sino personas libres que puedan ejercer sus derechos como cualquier otro mexicano.
Ni romantización ni desprecio: justicia es igualdad. Y esa sigue siendo la deuda más grande de México con sus pueblos indígenas.
Ni huaraches ni huipiles. Justicia, igualdad ciudadana.