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“¡2 de octubre no se olvida!”

El 68 mexicano entre la utopía, la represión y la memoria

Boris Berenzon Gorn Por Boris Berenzon Gorn
2 de octubre de 2025
En Opinión, Rizando el Rizo
“¡2 de octubre no se olvida!”

México, 2 oct. Plaza de las Tres Culturas. AMEXI/FOTO: Eugenia Allier Montaño (Scielo)

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Boris Berenzon
Boris Berenzon Gorn

En el año de 1968, la historia pareció comprimirse en unos cuantos meses. Desde las barricadas en París hasta las universidades de Berkeley, desde la Primavera de Praga hasta la Plaza de las Tres Culturas en México, la juventud se convirtió en protagonista de un cambio profundo, urgente, muchas veces silenciado con violencia.

En México, esa voz joven, libre y crítica fue callada a balazos, pero no logró ser borrada de la memoria. A más de medio siglo, su eco sigue resonando en la conciencia crítica del país.

El Movimiento Estudiantil de 1968 en México no fue una revuelta espontánea ni un capricho generacional, como lo intentó presentar el discurso oficial. Fue la respuesta orgánica y estructurada de una juventud educada, informada y políticamente despierta frente a una estructura de poder vertical, autoritaria y cerrada al diálogo.

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En un contexto donde el régimen priista se autoproclamaba heredero de la Revolución Mexicana, pero traicionaba sistemáticamente sus ideales más básicos, los estudiantes universitarios y politécnicos irrumpieron con una fuerza inusitada para reclamar democracia real, libertad de expresión, justicia y dignidad.

El conflicto surgió a partir de un enfrentamiento entre alumnos del Instituto Politécnico Nacional y de la preparatoria “Isaac Ochoterena” de la UNAM. La represión desproporcionada de las autoridades, con cuerpos policiacos golpeando estudiantes y militares entrando a las escuelas, encendió la mecha de una inconformidad acumulada.

De ese caos inicial nació una organización insólita: el Comité Nacional de Huelga (CNH), una estructura horizontal e incluyente, integrada por delegados elegidos en asambleas democráticas, donde cada institución tenía voz y voto.

Esta organización elaboró un pliego petitorio de seis puntos que sintetizaba los reclamos de una sociedad cansada del autoritarismo: la libertad de los presos políticos; la derogación del artículo 145 y 145 bis del Código Penal, que permitía encarcelar por el delito ambiguo de “disolución social”; la desaparición del cuerpo de granaderos; la destitución de los jefes policiacos responsables de la represión; la indemnización a las familias de los muertos y heridos; y garantías para el regreso a clases sin represalias. “¡Libertad a los presos políticos!”, “¡Diálogo, no represión!”, se escuchaba una y otra vez en las calles del país.

El 68 mexicano no fue una anomalía: fue parte de una constelación internacional. Ese año, el mundo vivió el hartazgo de una generación que no aceptaba más los discursos vacíos del poder.

En Francia, los estudiantes y obreros paralizaron el país. En Checoslovaquia, la Primavera de Praga fue aplastada por tanques soviéticos. En Estados Unidos, se marchaba contra la guerra de Vietnam y se exigían derechos civiles.

México, con su aparente estabilidad institucional, su crecimiento económico y su promesa modernizadora, parecía ajeno a esa ola de inconformidad. Pero en las aulas, en las plazas, en los corredores universitarios, latía una inconformidad creciente ante el control de la prensa, la falta de libertades políticas y la represión sistemática a cualquier forma de disidencia.

La diferencia entre México y muchos de esos contextos fue la respuesta del Estado. Mientras en otros países se abrían caminos, aquí se cerraron con sangre. El gobierno de Gustavo Díaz Ordaz, obsesionado con mostrar una imagen de orden ante la inminente inauguración de los Juegos Olímpicos, optó por el exterminio como respuesta. En lugar de diálogo, hubo espionaje, infiltración, persecución y muerte.

A pesar del cerco informativo, hubo quienes alzaron la voz. Los intelectuales no fueron espectadores. Octavio Paz renunció a su cargo como embajador en la India en protesta por la represión. Elena Poniatowska recogió las voces de los testigos en La noche de Tlatelolco, transformando el testimonio en literatura y documento histórico. Carlos Monsiváis, José Revueltas, Heberto Castillo, Rosario Castellanos, Eli de Gortari, Sergio Fernández, entre muchos otros, acompañaron al movimiento desde las trincheras del pensamiento crítico y la palabra libre. “¡Somos hijos del pueblo, y no le fallaremos!”, coreaban los estudiantes, sabiendo que su lucha no era solamente por ellos, sino por todos.

Quienes encarnaron la voz del movimiento fueron tan diversos como las historias que, con los años, se han entrelazado en la memoria colectiva de un país que aún busca justicia. Entre ellos, destacan Luis González de Alba y Roberto Escudero, estudiantes de Filosofía en la UNAM, cuya lucidez intelectual se convirtió en símbolo de resistencia. Ambos fueron encarcelados en el Palacio de Lecumberri, uno de los centros penitenciarios más temidos de la época, bajo cargos fabricados por el régimen. González de Alba, detenido el 2 de octubre, llegó a destruir su agenda personal masticando sus páginas para proteger a sus compañeros. Escudero, tras la matanza, formó parte del núcleo central que redactó el Manifiesto a la Nación, con el que se puso fin a la huelga.

Raúl Álvarez Garín, estudiante del IPN, fue pieza clave en la fundación del Consejo Nacional de Huelga y más tarde se convirtió en un referente en la defensa de las libertades democráticas. Su testimonio sobre el ataque en la Plaza de las Tres Culturas sigue siendo una de las voces más representativas del trauma colectivo. Arturo Martínez Nateras, Ignacio Osorio, Selma Beraud, Mireya Zapata, Junto a ellos, otros nombres integraron el liderazgo horizontal del CNH: Gilberto Guevara Niebla, Eduardo Valle “El Búho”, Marcelino Perelló, Pablo Gómez, Félix Hernández Gamundi, Salvador Martínez de la Roca,” El Pino” César Tirado, Amada Velasco, entre muchos más. Cada uno con su historia, cada uno con cicatrices que el tiempo no ha borrado. Muchos de ellos fueron víctimas de tortura, incomunicación y simulacros de ejecución. Algunos se exiliaron tras recuperar la libertad; otros se integraron a la vida política desde la oposición o el trabajo académico.

Especial mención merece Ana Ignacia Rodríguez “Nacha”, joven estudiante de Derecho, quien fue detenida en múltiples ocasiones, criminalizada por el Estado y encarcelada en Santa Martha Acatitla. Su testimonio de la noche del 2 de octubre, recogido en La noche de Tlatelolco, es uno de los más conmovedores del movimiento, en tanto revela no sólo la violencia indiscriminada del régimen, sino también la valentía femenina que ha sido históricamente silenciada. Junto a Roberta Avendaño “La Tita”, Adela Salazar y otras compañeras, dio rostro al activismo de las mujeres dentro del movimiento.

A pesar de los intentos del Estado por destruirlos política, física y simbólicamente, muchas de estas figuras emergieron años después como académicos, activistas, funcionarios públicos o fundadores de partidos clave en la lenta democratización del país. La lucha no terminó con la represión: mutó en pensamiento, en cátedra, en militancia, en memoria. Ellos y ellas no aspiraban al poder; querían transformar la conciencia. Su liderazgo fue ético, colectivo, radicalmente democrático. Lejos de imponer, convocaban. Lejos de mandar, escuchaban. Lejos de traicionar, resistieron.

El movimiento no logró en su momento la conquista de sus demandas. Pero sembró una semilla profunda. El 68 fue heredero de otras luchas obreras, campesinas y sociales reprimidas, y a su vez fue la raíz de muchas más. Sin el 68, difícilmente podrían entenderse las reformas políticas de los años setenta, la aparición de partidos de oposición con fuerza real, el surgimiento de organizaciones civiles, las demandas por justicia en las décadas siguientes. El 68 rompió el pacto de silencio y de obediencia: mostró que era posible disentir, organizadamente, con argumentos y con dignidad. “¡Presidente, escuche, el pueblo está en la lucha!”, gritaban en las marchas, conscientes de que esa lucha ya no sería silenciada tan fácilmente.

Pero más allá de lo político, el 68 fue una revolución ética. En las asambleas se aprendió a argumentar, a escuchar, a construir consensos. En las brigadas se forjó la solidaridad entre estudiantes, vecinos, amas de casa, obreros. En las aulas, en las calles, en las imprentas clandestinas, se gestó una pedagogía de la autonomía. El estudiante dejó de ser un sujeto pasivo: se convirtió en ciudadano. “¡No somos provocadores, somos estudiantes!”, se defendían con voz firme ante la criminalización oficial.

El 68 también fue una experiencia íntima, vital, emocional. Se vivió en los dormitorios universitarios, en las tertulias nocturnas, en los primeros amores y los últimos abrazos. Se escribió en los diarios personales, se cantó en las guitarras compartidas, se imprimió en volantes clandestinos. Fue una educación sentimental que transformó no sólo la forma de pensar, sino de vivir. La utopía no fue una teoría: fue una práctica cotidiana.

El 2 de octubre de 1968, esa utopía fue violentamente interrumpida. La Plaza de las Tres Culturas en Tlatelolco, símbolo de las capas históricas del México antiguo, virreinal y moderno, se convirtió en un campo de guerra. El Batallón Olimpia, infiltrado entre los manifestantes, abrió fuego. El Ejército respondió con más violencia. La cifra de muertos, hasta hoy, permanece difusa, manipulada, oculta. Pero la herida es real, abierta, profunda. “¡Ni perdón ni olvido!” se volvió consigna y promesa. La represión no sólo intentó matar personas, sino borrar causas, destruir memorias, desarticular futuro.

El 68 no fue sepultado. Sobrevivió como memoria activa, como símbolo, como narrativa subversiva. Cada año, el 2 de octubre se convierte en un acto de resistencia. Recordar es también una forma de hacer justicia.

El movimiento dejó un legado cultural inmenso: inspiró cine, literatura, teatro, ensayo, muralismo, crónica, música. Se volvió referencia en movimientos posteriores: desde el zapatismo, hasta los colectivos estudiantiles del siglo XXI. Su influencia pervive en las calles, en los libros, en las aulas. El 68 transformó la forma en que México se piensa a sí mismo.

El 68 no fue únicamente una revolución política: fue también una partitura profundamente social, sexual y emocional, cuyas notas aún resuenan en las formas de amar, de organizarse y de sentir colectivamente. En medio de la represión y la censura, surgió una nueva sensibilidad que rompió con las estructuras tradicionales de género, familia, obediencia y cuerpo. La politización de lo íntimo fue una de sus transformaciones más invisibles, pero también más duraderas. En los dormitorios universitarios, en las brigadas callejeras, en las asambleas nocturnas y en los mítines, se tejieron vínculos afectivos y eróticos que desbordaban los marcos morales impuestos.

El deseo se volvió político, el cuerpo un territorio de libertad, el amor una forma de tenacidad. Por primera vez, muchas y muchos jóvenes experimentaron la posibilidad de elegir cómo vivir sus relaciones, sus afectos, sus identidades. La lucha por la democracia también se dio en los cuartos cerrados, en los pasillos oscuros, en los besos apresurados. Fue allí, en esa partitura emocional que mezclaba miedo, ternura, rabia y deseo, donde el 68 construyó una subjetividad nueva: menos sumisa, más crítica, más libre.

“¡2 de octubre no se olvida, es de lucha combativa!” no es sólo una frase repetida: es un acto político, una herencia moral, un compromiso con quienes creyeron que otro país era posible. Y aunque muchos de ellos fueron silenciados, su voz continúa escribiendo historia. No lo hace desde la comodidad de los museos ni desde los discursos de Estado, sino desde la conciencia crítica de generaciones que siguen preguntando, marchando, resistiendo. En ese sentido, el movimiento de 1968 no es pasado: es presente que arde y futuro que incomoda.

Quizá lo más terrible que pueda sucederle al 68 no sea el olvido, sino la consagración. El riesgo más profundo es que se vuelva mito inofensivo, leyenda domesticada, institución conmemorativa sin tensión ni conflicto. Cuando la memoria se institucionaliza, corre el peligro de volverse inerte, ceremonial, políticamente estéril. El 68 no nació para ser celebrado como una fecha patria, sino para ser incomodidad viva, interpelación constante al poder, espejo roto de un país que aún no se reconcilia consigo mismo. Su fracaso sería convertirse en monumento: algo que se visita, se fotografía, se venera, pero no se cuestiona.

En 2025, cuando las redes sociales y los discursos oficiales intentan absorber todo en lógicas de tendencia o corrección política, recordar al 68 es, más que nunca, una tarea ética. No basta con nombrarlo: hay que pensarlo, debatirlo, traducirlo a los desafíos del presente. Porque hoy, a pesar de los avances democráticos, persisten la violencia de Estado, la criminalización del disenso, las desapariciones forzadas, la desigualdad estructural. La demanda por justicia que enarbolaron los estudiantes sigue vigente. Y su grito no debe ser repetido mecánicamente cada octubre, sino convertido en brújula para la acción.

Si el 68 ha de tener sentido en el siglo XXI, no es como una cicatriz que se muestra, sino como una herida que sigue sangrando. No como historia cerrada, sino como pregunta abierta. El deber de las nuevas generaciones no es custodiar la memoria como quien cuida una vitrina, sino arriesgarla, desafiarla, renovarla. El verdadero homenaje no está en la melancolía, sino en la rebeldía.

Lee: Movimiento Estudiantil de 1968 está vivo y es referente de lucha democrática en el país: Brugada

Etiquetas: memoriamovimiento estudiantil de 1968Portada 1represiónUtopía

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