El ambiente de la Ciudad de México se tensa mucho antes de pisar el asfalto de la marcha del 2 de octubre. Se siente en el metro. Al llegar a la estación, íbamos en un grupo numeroso de mi colectivo. De pronto, policías con chalecos amarillos y boquitoquis nos rodearon. Empezaron a vocear, dirigiéndonos con gestos hacia la parte trasera del metro. La orden, sin que la pidiéramos, era inaudita: desalojarían el último vagón para nosotros, un vagón aislado sin conexión con los demás.
Vimos cómo sacaban a todas las personas del último vagón, obligándolas a moverse a los vagones contiguos o a esperar el siguiente metro. Protestamos porque había espacio suficiente y no queríamos ser causa de molestia, pero los oficiales hicieron caso omiso. Fue en ese momento que nos pusimos duros a gritar, invitando a la gente a subir de nuevo a bordo: “¡hay espacio, súbanse! ¡Van a llegar tarde a su casa!”. Sin embargo, la gente en el andén se hacía hacia atrás, con miedo.
Entonces, una compañera gritó: “¡por eso la gente piensa que somos violentos! ¡Porque ustedes nos provocan esto!”. A pesar de nuestras invitaciones, por la situación tensa que crearon los policías, se negaron a entrar. El resultado: nos quedamos solos y aislados en ese vagón. Nos animamos de inmediato con las consignas, dejando que el eco de nuestras propias voces llenara el espacio segregado.

Así fue la llegada a la Plaza de las Tres Culturas. AMEXI/Foto/Jhoselyn Soria
El retraso en Tlatelolco
Salí del metro Tlatelolco cerca de las cuatro de la tarde y lo primero que sentí fue frustración. Llegué corriendo justo después de la hora de inicio y la Plaza de las Tres Culturas ya no estaba abarrotada. El grueso de la marcha se había ido. En el lugar, solo quedaban pequeños grupos de estudiantes y rezagados apresurados.
El aire olía a historia y a aerosol recién usado. Vi a las señoras que venden banderas y paliacates en las orillas, con sus productos listos. Los últimos jóvenes daban los toques finales a las pancartas con los nombres de los 43 normalistas y el eco del 68. Mi camino fue junto a los edificios de Tlatelolco, testigos de concreto de la masacre. Tenía que apresurarme para alcanzar el cuerpo principal de la manifestación, que ya avanzaba sobre Flores Magón.

AMEXI/Foto/Sofía Salgado
El latido bajo el puente
La multitud se hizo densa al incorporarme a la avenida Ricardo Flores Magón. El ambiente era de rabia contenida y energía pura.
La experiencia crucial vino al pasar por debajo del puente vehicular, el tramo que se siente como un túnel. De pronto, el canto de miles de gargantas se amplificó y se multiplicó por la estructura de concreto con una fuerza brutal. El eco era tan potente que no solo escuché el grito: lo sentí vibrar en el pecho. Fue un golpe seco de energía, como si el corazón colectivo de la marcha estuviera latiendo justo ahí, uniéndonos a todos en un solo cuerpo.
En ese latido unánime se resumía la dolorosa conexión entre el pasado y el presente. Un hombre de unos 50 años, con una playera desgastada del EZLN, me dijo: “la marcha es un juramento. Mientras no haya justicia para los del 68 y los 43, tenemos la obligación de venir para que el país se acuerde”.

Palestina presente el 2 de octubre. La juventud mexicana une su voz en solidaridad global. AMEXI/Foto/Sofía Salgado
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La hermandad global de la herida
Al tomar Eje Central y acercarnos a Madero, la marcha se convirtió en un lienzo de protesta. Las bardas gritaban “2 de octubre no se olvida” y “Ayotzinapa vive”. Era el luto por el 68 y la furia por la desaparición forzada de los normalistas.
En ese paisaje, vi las banderas de Palestina flotando sobre las cabezas, y su presencia me golpeó con una verdad poderosa. No eran un elemento ajeno, sino un espejo de nuestro propio dolor. Al ver esas franjas rojas, negras, verdes y blancas, se hizo evidente que la lucha no conoce fronteras. Es la solidaridad con las víctimas del genocidio en Gaza, con la juventud masacrada y asediada.
Para la juventud que marcha en México, esto es claro: la violencia de poder que busca desaparecer, silenciar o negar las libertades es la misma. Se trate del asesinato de estudiantes en Tlatelolco, la desaparición de jóvenes en Guerrero, o el genocidio en Palestina, el objetivo es el mismo: extinguir la esperanza de una generación que exige dignidad. Toda lucha contra esa injusticia es la misma lucha, y por eso, marchamos juntos.
Compartí un cigarro con un muchacho. El humo, en ese pacto sin palabras, fue un momento de entendimiento y vulnerabilidad en medio del caos, un recordatorio de que la rabia, aunque colectiva, nace de un profundo sentido de humanidad.

AMEXI/Foto/Jhoselyn Soria
El choque y la amenaza en el Zócalo
La calma terminó abruptamente al llegar al Zócalo. De forma inmediata, el bloque negro se lanzó contra el cerco policial. La plaza se llenó del estruendo de los petardos y las bombas molotov que estallaban cerca de los Granaderos. El fuego y el humo crearon una escena de tensión extrema.
Quise acercarme para tomar una foto del fuego y el enfrentamiento. Varios fotógrafos estábamos arriesgándonos, hasta que un miembro del bloque negro nos interceptó. Con un aerosol negro en la mano y el rostro cubierto, nos cortó el paso y lanzó la advertencia: “si siguen grabando, les rayo el lente de las cámaras y los flashes. Esto no es para la prensa”. El mensaje fue directo y el miedo real. Me retiré de inmediato, optando por avanzar hacia el templete.
Ahí, serenos en medio de la humareda, estaban los contingentes de los normalistas de Ayotzinapa, con sus mantas en alto. La conexión era ineludible: la memoria del 68 y la lucha por los 43 son el motor de resistencia más poderoso de este país.

AMEXI/Foto/Jhoselyn Soria.
Un final profundo: la fragilidad del futuro
Al dejar el Zócalo con el olor a pólvora y rabia en la ropa, la reflexión se hizo inevitable. La marcha del 2 de octubre no es solo por los muertos del pasado; es un grito por la fragilidad del futuro.
La juventud, esa etapa de potencia y promesa, es el primer objetivo del poder que teme al cambio. La violencia contra ella no se limita al horror del asesinato o la desaparición forzada –el dolor absoluto de Tlatelolco y Ayotzinapa–, sino que se extiende a la violencia sistémica y silenciosa: la precarización laboral que los reduce a “esclavos” de salarios mínimos; la exclusión educativa que les niega el ascenso social; y la criminalización constante que los convierte en sospechosos.
Al intentar desaparecer, precarizar o silenciar a un estudiante en México o a un niño en Palestina, el sistema busca asegurarse de que la próxima generación no tenga la fuerza para exigir un mundo distinto. Es una guerra por el futuro.
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En relación con los hechos ocurridos durante la movilización del 2 de octubre:
94 elementos de la policía capitalina fueron trasladados a distintos hospitales para su atención especializada; 78 fueron dados de alta durante la noche, 16 permanecen en observación y tres se reportan…— Clara Brugada Molina (@ClaraBrugadaM) October 3, 2025