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La fiesta y la siesta

Rizando el Rizo / Por Boris Berenzon Gorn

Boris Berenzon Gorn Por Boris Berenzon Gorn
28 de octubre de 2025
En Rizando el Rizo
La fiesta y la siesta

Fiesta, reunión entre amigos. AMEXI/Foto: Canva

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La fiesta y la siesta

Boris Berenzon Gorn
Boris Berenzon Gorn

Hay un cansancio que no se cura durmiendo, una soledad que no se rompe con conexiones digitales, y un tiempo que no se habita corriendo. Vivimos fatigados, no solo por lo que hacemos, sino por lo que hemos dejado de sentir juntos. Urge recuperar la lentitud, la celebración compartida y el silencio que nos devuelve al centro: ahí donde la vida vuelve a ser vida, y no solo rendimiento.

Aquí vale la pena pensar. Detenerse, sí. No para obtener respuestas inmediatas, ni para resolver la ansiedad con otro dato, otra tarea o un nuevo objetivo, sino para hacer lo contrario: pensar como quien respira hondo. Pensar como quien, tras una larga jornada, se recuesta al fin bajo la sombra de un árbol y permite que el tiempo pase sin urgencia. No por negligencia, sino por dignidad. Pensar como acto de hospitalidad hacia la vida que todavía pulsa bajo la superficie de la fatiga.

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La fatiga. Esa palabra que se ha deslizado en nuestro lenguaje cotidiano como un susurro, pero que opera como un virus silencioso. Fatiga de vivir, fatiga de responder, fatiga de ser constantemente uno mismo. No hablamos aquí del cansancio físico que el descanso remedia, sino de una fatiga más densa: una que se instala en la psique y en la piel, que seca el deseo, que transforma la vida en una carrera sin llegada. En tiempos donde el cuerpo se explota y la mente se sobrecarga, la fatiga se vuelve el nuevo modo de existencia.

Vivimos exhaustos no solo por lo que hacemos, sino por lo que nos obligamos a ser: eficientes, productivos, visibles, conectados. Ser humano, en este paradigma, implica una competencia constante con uno mismo. La vida entera se convierte en un proyecto que debe optimizarse: el cuerpo como máquina, la mente como dispositivo de resultados, el alma —si aún se nombra— como algo que debe justificarse.

Esta fatiga no es solo individual. Es una forma cultural, una estructura compartida. Se cuela en el sueño, en el lenguaje, en los vínculos. Afecta la forma en que respiramos, nos miramos, nos tocamos. Penetra la psique como una deuda interminable: una sensación de no estar haciendo nunca lo suficiente, de estar siempre en falta, siempre llegando tarde. Incluso el ocio se convierte en obligación, y el descanso, en una estrategia de productividad. Como si el tiempo sólo valiera si se convierte en rendimiento.

En este paisaje, la figura de Byung-Chul Han irrumpe no como un líder, ni como un salvador, sino como una lucidez solitaria. Una voz baja, contenida, que invita a detener el ruido. Su intervención durante los Premios Princesa de Asturias no tuvo tono triunfalista. No celebró nada. Fue, más bien, un parte médico, un diagnóstico filosófico sobre la enfermedad del tiempo que habitamos. Con precisión clínica y ternura filosófica, habló de un mundo agotado por su propio impulso, de un sistema que devora las fuerzas vitales que lo sostienen.

Y, entre sus palabras, una imagen inesperada se alzó: “Necesitamos más fiesta y más siesta”. Qué frase tan sencilla. Qué escándalo. En medio de un mundo que corre, que produce, que exige, Han propone detenerse. Dormir. Celebrar. No por evasión, sino por supervivencia espiritual. En esas dos palabras —fiesta y siesta— se condensa una ética del cuidado, una estética de la lentitud y una política de la presencia.

La fiesta no como consumo programado ni como espectáculo, sino como ritual humano de comunión. Un lugar donde el tiempo deja de contarse, donde los cuerpos se desprograman y el alma baila sin deberle nada a nadie. Fiesta como afirmación de la gratuidad de la existencia, como arte de estar juntos sin productividad. La fiesta verdadera —no la mercancía del entretenimiento— es ese espacio donde la psique se afloja, donde la identidad se suspende y algo común emerge sin cálculo.

La siesta, por su parte, es más que un descanso: es una forma de sabiduría ancestral. Es la entrega del cuerpo al ritmo del día, una confianza en que el mundo puede seguir girando sin nuestro control. Dormir mientras el sol aún está alto es un gesto de rebeldía luminosa. Significa que no todo tiene que estar vigilado, hecho, cumplido. Que el cuerpo sabe algo que la mente ha olvidado. La siesta repara, no solo porque restaura energía, sino porque devuelve al alma el derecho de no estar siempre alerta.

Estas prácticas —la fiesta y la siesta— son formas poéticas de habitar el tiempo. Y hoy, más que nunca, necesitamos recuperar una relación poética con la vida. Una vida que no se calcule en métricas, que no se reduzca a su utilidad, que no se evalúe como un producto terminado. Una vida con fisuras, con pausas, con sombras. Una vida que se permita demorarse en lo inútil: en el arte, en la amistad, en la contemplación, en el gesto lento de pelar una fruta mientras se piensa en nada.

Pero para llegar allí, debemos reparar también lo colectivo. Porque la fatiga no solo es el resultado de lo que hacemos, sino del modo en que vivimos juntos —o dejamos de vivirlo. La comunidad, tal como la conocíamos, se ha desdibujado en la hiperconexión sin vínculos. Las redes sociales nos han enseñado a “relacionarnos” sin presencia, a comunicarnos sin escucha, a mostrarnos sin ver al otro. El respeto, que solía ser el suelo invisible donde se edificaban los vínculos, se ha evaporado bajo la lógica del juicio inmediato. El otro es enemigo, obstáculo, espejo de nuestras inseguridades. Ya no hay diálogo, hay algoritmos. Ya no hay disenso fecundo, solo trincheras digitales.

Han lo dice con claridad: la democracia está vacía si no hay comunidad simbólica. Sin ritos, sin memoria, sin fiesta, la política se vuelve espectáculo y los ciudadanos, audiencia. La sociedad pierde su alma cuando los lazos se diluyen, cuando el otro ya no importa, cuando lo común se privatiza. Y entonces, la psique también sufre: no hay salud mental sin salud comunitaria. No hay alma sin un otro que la reconozca.

Recuperar la fiesta y la siesta es también recuperar una forma de vida en la que el ánimo no tenga que justificarse. En la que no se necesite “merecer” el descanso, ni convertir el goce en contenido. Una vida en la que dormir no sea una pérdida de tiempo, y en la que bailar no necesite una excusa. Una vida donde mirar una nube sea suficiente, donde tocar a otro no sea un riesgo, donde respirar no sea un acto de culpa.

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¿Y si comenzáramos a vivir de nuevo como quien abre una ventana? No como un gesto trivial, sino como un acto de redención cotidiana. Abrir la ventana para que, entre el aire, sí, pero también para que salga el encierro invisible que llevamos dentro. Dejar que entre la luz sin medir cuánta productividad se diluye en su paso. Abrir, no para ventilar un cuarto, sino para despejar la conciencia, para dejar que la vida, con su desorden, su lentitud y su misterio, vuelva a circular.

¿Qué pasaría si dedicáramos diez minutos al día a no hacer nada —realmente nada— sin culpas ni excusas, sin apurarnos por llenar el vacío? Tal vez recuperaríamos algo del ritmo perdido, del pensamiento no dirigido, de la imaginación que brota sin mandato. Tal vez el alma, acorralada entre obligaciones y alertas, encontraría en ese hueco mínimo un lugar para respirar.

¿Y si cocinar volviera a ser un gesto de amor sin testigos? ¿Si leer no exigiera prueba de haber leído? ¿Si caminar no fuese una carrera cronometrada, sino un vagar sin destino, sin necesidad de llegar? ¿Qué perderíamos realmente si dejáramos de registrar cada instante como si necesitara ser validado?

Tal vez, en el gesto de dejar caer el cuerpo en una siesta, esté el comienzo de una reparación profunda. Dormir a media tarde, sin sentir que traicionamos un sistema, puede ser un acto íntimo de rebelión, un modo de decirle al mundo que no nos reduciremos a su lógica implacable. Que todavía podemos confiar en el cuerpo, en su sabiduría lenta, en su derecho al descanso sin justificación.

Y tal vez hacer una fiesta —pequeña, íntima, sin motivo ni promesa— sea también una forma de decir que seguimos aquí. Que aún creemos en lo compartido, en la música sin programa, en la risa sin sentido útil, en los abrazos que no se explican. Tal vez esa fiesta silenciosa, sin likes ni etiquetas, sea el modo más hondo de honrar la existencia: estar juntos, simplemente estar.

Volver a habitar el tiempo no es retroceder. Es avanzar hacia lo esencial. Es recuperar un vínculo más amable con el mundo, con los otros, con nosotros mismos. Significa dejar de vivir en diferido, dejar de proyectarnos hacia una versión ideal, y comenzar a habitar con dignidad y presencia la fragilidad de lo real.

Porque quizá la verdadera revolución no vendrá del ruido, sino de la pausa. No del hacer sin cesar, sino del aprender a demorarse. Quizá salvarnos no signifique llegar más lejos, sino estar más cerca: más cerca del cuerpo que pide tregua, del otro que pide presencia, del instante que pide ser vivido.

Tal vez, solo tal vez, abrir una ventana, dormir una siesta o hacer una fiesta sin motivo no sean gestos menores, sino pequeñas ceremonias de reencuentro con la vida. Y desde ahí, desde lo mínimo, empezar de nuevo.

 

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Boris Berenzon Gorn

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