¿La ideología del pato? Comunicación, imperio y algoritmos

Armand Mattelart (1936–2025) fue uno de los pensadores más lúcidos, incómodos y necesarios para comprender cómo los medios moldean la vida moderna. Nacido en Lieja, Bélgica, se formó en derecho y demografía en un continente aún marcado por la posguerra, pero fue en América Latina —particularmente en Chile— donde su pensamiento halló un cauce político y moral. Allí, en plena efervescencia de los años sesenta y setenta, descubrió que la comunicación no era solo transmisión de información, sino un campo de poder, una maquinaria ideológica y una herramienta de dominación o emancipación.
Sociólogo, ensayista y profesor, Mattelart hizo de la comunicación un objeto de crítica estructural. En 1971, junto con Ariel Dorfman, publicó el ya clásico Para leer al Pato Donald, un libro que desnudó el entramado político de la cultura pop y reveló que las historietas de Disney no eran simples cuentos para niños, sino dispositivos pedagógicos del capitalismo global. Su lectura irónica y militante convirtió al pato más famoso del mundo en un símbolo del imperialismo cultural, y a Mattelart, en un referente del pensamiento crítico latinoamericano.
Tras el golpe militar de 1973 en Chile, el autor fue expulsado del país y se exilió en Francia, donde consolidó su carrera académica en la Universidad de París VIII. Desde allí amplió su campo de estudio hacia los procesos de globalización, las redes mediáticas y la sociedad de la información. Obras como La comunicación-mundo, Historia de la sociedad de la información y Un mundo vigilado trazan una genealogía de las estructuras que gobiernan la circulación global del sentido.
Hasta su muerte en París, el 31 de octubre de 2025, Mattelart defendió la idea de que “democratizar la comunicación equivale a democratizar la sociedad”. Su pensamiento, que enlaza marxismo, semiótica y crítica cultural, sigue siendo una brújula para orientarse en la niebla de los algoritmos, las plataformas y la manipulación mediática contemporánea. En su figura se cruzan el rigor del investigador europeo y la pasión política latinoamericana: un intelectual que, al descifrar los discursos del poder, nos enseñó también a leer el mundo como un texto lleno de ideología, ironía y promesa.
Por momentos, el Pato Donald parece más real que nosotros. Con su corbata azul, su malhumor entrañable y su inagotable torpeza, Donald encarna esa criatura universal que trabaja sin saber por qué, que fracasa con dignidad y que, pese a todo, vuelve a sonreír. Lo curioso es que esa sonrisa —aparentemente inocente— fue, para Armand Mattelart, un dispositivo ideológico. No un simple gesto animado, sino una pedagogía de la obediencia disfrazada de humor.
En 1971, junto con Ariel Dorfman, Mattelart publicó Para leer al Pato Donald, un libro que transformó para siempre la manera de mirar la cultura popular. Allí, ambos autores sostuvieron algo escandaloso para su época: que Disney no era solo entretenimiento, sino un manual moral del capitalismo tardío. Detrás del plumaje alegre del pato se ocultaban las lógicas del poder, la reproducción de jerarquías y la pedagogía de la dependencia. El cómic, decían, enseñaba a amar al patrón, a admirar al tío millonario y a desconfiar de los pobres que exigen demasiado.
Te recomendamos: La raíz que cruza de muertos y migrantes
De la historieta a la historia. Mattelart nació en Lieja, Bélgica, en 1936, en una Europa que todavía creía que el progreso se medía en fábricas y cañones. Estudió Derecho y demografía, pero su destino se torció —felizmente— hacia América Latina, donde encontró la vitalidad política que Europa comenzaba a olvidar. Llegó a Chile en los años sesenta, en plena ebullición de ideas, cuando el socialismo podía discutirse en las aulas y el futuro parecía tener rostro popular.
En las aulas de la Pontificia Universidad Católica de Chile, Mattelart descubrió que los medios no eran inocentes: eran fábricas de sentido. Desde el Centro de Estudios de la Realidad Nacional (CEREN), junto a su compañera Michèle y un grupo de investigadores, comenzó a desmontar los mitos del desarrollo y la comunicación. En ese laboratorio crítico se fraguó la mirada que luego daría origen al análisis más provocador de la cultura de masas latinoamericana. Y así apareció el pato: despreocupado, colonial, sonriente. Una metáfora de la dependencia.
Una risa bajo sospecha. Para leer al Pato Donald fue mucho más que un libro: fue una bomba de tinta lanzada contra la hegemonía cultural. Mattelart y Dorfman afirmaban, con humor y rabia, que los cómics de Disney eran la Biblia laica del sistema, un dispositivo simbólico que enseñaba al sur a admirar al norte. Lo que parecía ternura era pedagogía colonial. Lo que parecía humor era moral. Y lo que parecía aventura era obediencia.
No tardaron en llegar las represalias. Tras el golpe de Estado de 1973, ejemplares del libro fueron arrojados al mar por la Armada chilena, como si se tratara de una peste contagiosa. Otros fueron quemados en plazas públicas, junto con tantas otras herejías impresas. Dorfman recordaría después el espectáculo de las llamas, diciendo que el libro ardía “como si fuera un pato de papel que se rehusaba a callar”.
Exiliado en Francia, Mattelart siguió pensando. Y pensó mucho. Desde la Universidad de París VIII, su reflexión se expandió hacia los sistemas globales de comunicación. La comunicación-mundo, Historia de la sociedad de la información, La invención de la comunicación, Un mundo vigilado… Cada libro fue un intento por descifrar la trama invisible que conecta medios, poder y economía.
El pato, los datos y el algoritmo. Cincuenta años después, el pato ha mutado. Ya no se imprime en papel, ahora grazna en pantallas. Ya no vende sueños de progreso, sino paquetes de identidad, emociones en oferta, verdades de saldo. Los nuevos imperios son digitales y sus castillos están hechos de código.
Mattelart lo habría advertido: la ideología no ha muerto, solo se ha vuelto más eficiente. En el siglo XXI, las corporaciones tecnológicas repiten la vieja lección del pato, pero con algoritmos. Si Disney enseñaba a desear un estilo de vida, las plataformas actuales enseñan a desear el deseo mismo. Ya no se trata de tener, sino de mostrarse; no de trabajar, sino de performar; no de vivir, sino de producir datos.
El imperialismo cultural que Mattelart denunció hoy se llama extractivismo de la atención. Las caricaturas se volvieron notificaciones, los globos de diálogo se transformaron en feeds y la promesa de felicidad se mide en likes. Pero la estructura permanece: una minoría controla el relato, la distribución y el ritmo del mundo.
Ironías de un siglo vigilado. A veces uno imagina a Mattelart revisando TikTok con una mezcla de curiosidad y espanto, tomando notas al margen: —El pato ahora baila —diría—, pero sigue predicando la misma fe. Su sarcasmo, siempre elegante, serviría de antídoto contra la ingenuidad digital. Porque si algo enseñó su pensamiento fue que no existen medios inocentes. Todo acto de comunicación es, al mismo tiempo, un acto de poder.
La ironía de nuestro tiempo es que creemos haber conquistado la libertad informativa justo cuando nuestros hábitos son más predecibles. Hemos pasado del “sueño americano” al “sueño algorítmico”, donde la ilusión de elección oculta la más sofisticada forma de control. Y en esa paradoja, Mattelart nos sigue guiñando el ojo desde su escritorio parisino, recordándonos que democratizar la comunicación es el primer paso para democratizar la sociedad.
Herencia de un pensamiento incómodo. Su obra no fue cómoda. Nunca quiso serlo. Denunció el colonialismo cuando aún se le llamaba “modernización”, señaló la censura cuando se la disfrazaba de entretenimiento, y cuestionó el optimismo tecnológico antes de que existieran los “gurús digitales”.
Mattelart murió el 31 de octubre de 2025, en París, a los 89 años. Dejó más de 20 libros, miles de estudiantes y una lección que aún nos ruboriza: el conocimiento, si no es crítico, es cómplice.
El final de la historia (o el principio de otra). Hoy el pato ha sido reemplazado por el algoritmo, pero la pregunta sigue intacta: ¿quién escribe los guiones del mundo que consumimos? Las plataformas digitales, al igual que Disney, prometen acceso, comunidad y libertad, pero exigen una devoción silenciosa: la de nuestros datos, nuestro tiempo, nuestra atención.
Mattelart nos legó algo más que teorías: nos dejó un método para sospechar. Sospechar del brillo, de la neutralidad, de las buenas intenciones corporativas. Sospechar de los discursos que prometen conectar al mundo mientras lo fragmentan en burbujas de mercado.
Tal vez por eso, releerlo hoy no es un ejercicio de nostalgia, sino de supervivencia intelectual. Si alguna vez desenmascaró al pato, hoy nos invita a desenmascarar al algoritmo. Y si entonces quemaron su libro para silenciarlo, ahora tendríamos que encenderlo de nuevo, no con fuego sino con pensamiento.
Quizá la mejor manera de homenajear a Armand Mattelart no sea levantarle un monumento solemne —de esos que acumulan polvo y silencio—, sino seguir sus huellas irreverentes. Porque Mattelart, más que una estatua, nos dejó un espejo, y lo colocó frente a la pantalla: para recordarnos que incluso el entretenimiento más banal puede ser una catequesis del poder.
Hoy no hay que buscar al Pato Donald en las páginas amarillentas de una historieta: basta abrir Instagram o TikTok. El pato ya no usa sombrero azul; ahora lleva filtros, hashtags y engagement. Ya no trabaja para Disney, sino para un algoritmo que también promete felicidad, éxito y comunidad, pero a cambio de nuestra atención, de nuestro tiempo y —no exageremos— de una buena parte de nuestra alma.
Mattelart lo habría dicho entre risas: “El imperio ya no necesita dibujar patos; le basta con dibujar pantallas”. Lo siniestro del siglo XXI es que hemos sustituido la inocencia de la risa por la adicción al scroll. Hemos cambiado la lectura crítica por la reacción instantánea, el pensamiento por el like, la reflexión por el impulso. Si antes los cómics enseñaban obediencia, ahora las redes enseñan ansiedad: el nuevo capitalismo del alma no produce ciudadanos, sino usuarios.
Pero no todo está perdido. Entre tanto ruido y tantos reels, aún se puede recuperar la lucidez del humor, la ironía de la inteligencia, el gesto de sospecha que Mattelart convirtió en método. Reírse del poder —no con él— fue siempre su arma secreta. En tiempos en que la corrección política compite con el cinismo por el monopolio del discurso, reivindicar la risa crítica es casi un acto revolucionario. Y entonces, entre tanta distracción, vuelve su pregunta fundacional, más viva que nunca:
¿Quién educa nuestra mirada? La respuesta, claro, no es fácil. La escuela apenas enseña a mirar, los medios enseñan a consumir y las plataformas enseñan a obedecer. Pero ahí está el desafío: volver a mirar como ciudadanos, no como espectadores; como autores, no como usuarios. Mattelart nos advirtió que la cultura no es neutra: tiene ideología, memoria, mercado y frontera. Sin embargo, también tiene humor, desobediencia y una obstinada capacidad de desimaginarse.
Así que, si de rendir homenaje se trata, propongo algo sencillo: leer a Mattelart en voz alta, entre amigos, con un café o una cerveza en la mano. Luego mirar una caricatura, una serie o una red social y preguntarnos qué demonios nos están enseñando. Tal vez entonces comprendamos que la crítica cultural no es una asignatura perdida, sino una forma de respiración cívica.
Porque sí, el pato ya no vuela, pero su sombra todavía planea sobre nuestras pantallas, ligera y sonriente, enseñándonos —sin quererlo— lo mismo que Mattelart supo advertir con tanta lucidez: que la ideología, cuando se disfraza de diversión, es más peligrosa que nunca. Y tal vez, entre carcajadas y sospechas, podamos hacer de esa conciencia no un mausoleo, sino una fiesta.







