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Carlos Manzo, siete balas y una sola indignación

Detrás del plomo que se clavó en su cuerpo, hay un entramado de responsabilidades políticas, culturales y sociales que no deben reducirse a la mecánica de un atentado exitoso

Renán Martínez Casas Por Renán Martínez Casas
7 de noviembre de 2025
En Opinión, Signos y Sentidos
Asesinan al alcalde de Uruapan; hay dos detenidos y un agresor muerto

Carlos Alberto Manzo Rodríguez, presidente municipal de Uruapan desde 2024 y asesinado este 1 de noviembre de 2025. AMEXI/Foto: Redes Sociales

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Carlos Manzo fue asesinado con siete balas. No me refiero sólo a las que atravesaron su cuerpo, detuvieron sus latidos y silenciaron su voz, hablo de esas otras balas que no hacen ruido pero que matan igual.

La primera bala fue la indiferencia de la presidenta ante sus llamados de auxilio: una ausencia que no fue casual sino política, una decisión que dejó a un servidor público sin el amparo mínimo en un país que sangra. Cuando el poder responde con silencio o con letanías protectoras de relato, el mensaje es que la vida de algunos cuenta menos que la preservación del control de la narrativa. Ese silencio instituido, esa omisión del hacer prevalecer el Estado de derecho hizo posible la soledad fatal de Manzo.

La segunda bala fue la complicidad entre el crimen organizado y actores políticos locales. En territorios como Uruapan, la frontera entre lo público y lo ilegal es porosa; lo que debiera ser control y sanción es canal de tolerancia. La violencia organizada encuentra así aliados sin uniforme: omisiones, pactos tácitos y transferencias de poder oculto que permiten que estructuras criminales operen como si fueran otra administración. La convivencia con lo ilegal no siempre tiene una factura visible; muchas veces se escribe en acuerdos no firmados y en la tolerancia cotidiana. Carlos Manzo pagó con su vida la negativa a aceptar esa convivencia.

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La tercera bala la dispararon los gobiernos estatales que eligen no intervenir “para no desestabilizar”. La retórica de la estabilidad, entendida por el régimen y sus normalizadores como la ausencia de confrontación, se convierte en excusa para la inacción. No intervenir equivale a reconocer la soberanía del crimen y sacrificar comunidades en nombre de una paz que es sumisión. Ese cálculo frío -priorizar la calma aparente sobre la protección efectiva de la gente- constituye, en los hechos, una política de muerte. La estabilidad que se celebra desde despachos del poder se construye sobre el cuerpo de los desprotegidos.

La cuarta bala fue el discurso oficial que explica la violencia como “conflictos entre bandas”. Ese lenguaje que naturaliza el crimen y blanquea la responsabilidad del Estado despoja a la víctima de su condición ciudadana. Llamar “ajuste de cuentas” a un asesinato es borrar su contenido político; es convertir la agresión a un alcalde en un accidente social, un eufemismo que protege a quienes detentan poder y oculta las redes que sostienen la impunidad. La reducción lingüística torna inocuo lo que era gravísimo: niega la necesidad de respuestas institucionales contundentes.

No menos letal es la quinta bala, el estigma contra quienes se organizan para exigir seguridad. El Movimiento del Sombrero, la protesta cívica que busca frenar la criminalidad en Uruapan, fue retratado por voces oficiales como una provocación más de la oposición en vez de lo que en realidad es: protesta legítima por la seguridad de los ciudadanos. La criminalización de la demanda ciudadana es otra forma de violencia de Estado: desacredita, divide y desmoviliza. Así se debilita la posibilidad de una respuesta colectiva y se estigmatiza la legítima defensa de la comunidad.

La impunidad fue la sexta bala asesina para Carlos: si la justicia no llega, el crimen se vuelve audaz. Cuando los delitos permanecen sin castigo, el homicidio deja de ser excepción y se transforma en rutina. En México, la impunidad erosiona la ley y deshumaniza a las víctimas; cada caso sin sanción es una invitación a repetir la violencia. La experiencia muestra que el señalamiento y la venganza brotan con ferocidad. Carlos Manzo encontró, además del plomo, esa cultura de impunidad que encubre y reproduce los crímenes.

La séptima bala fue el miedo social convertido en costumbre. Hay un silencio que pesa más que el disparo: la aceptación resignada del peligro. Cuando el miedo se instala como norma comunitaria, las libertades se retraen y la vida cede espacio a la prudencia cómplice. El miedo que atraviesa barrios y plazas es la bala que vacía la participación cívica y adelgaza la capacidad colectiva de indignación. Esa costumbre del miedo es eficaz para quienes detentan el poder: paraliza la protesta, mutila la memoria y domestica la exigencia de justicia.

Detrás del plomo que se clavó en su cuerpo, hay un entramado de responsabilidades políticas, culturales y sociales que no deben reducirse a la mecánica de un atentado exitoso. La responsabilidad se reparte también entre decisiones y silencios que permitieron que la violencia se asumiera como destino inevitable. La tragedia exige, por lo tanto, un análisis que vaya más allá del titular y que nombre las estructuras que devoran vidas.

La reacción ciudadana a la tragedia fue inmediata porque la muerte de Manzo resonó como afrenta colectiva. Estudiantes, agricultores, amas de casa y familias enteras tomaron las calles y las plazas. La noticia, difundida en tiempo real, convirtió el estupor en protesta: no fue un lamento efímero, sino un clamor plural que ocupó espacios públicos y conversaciones privadas. Esa indignación tiene carácter civilizatorio: reclama memoria, justicia y restitución de dignidad. Indignarse es reafirmar que la vida humana importa y que la justicia no puede permanecer en el registro de las palabras huecas.

La respuesta de la Presidencia, sin embargo, dejó ver la distancia entre el poder y el duelo. No hubo empatía, hubo cálculo. Su discurso estuvo más interesado en rearmar la narrativa oficial que en acompañar el dolor de la comunidad y la nación. Priorizar el control de la narrativa por encima de la madre o el hijo que ha perdido a su padre es una afrenta que ejecutó con fría crueldad. Gobernar consiste en asumir responsabilidades y actuar con eficacia para proteger la vida. La retórica que suplanta la acción lastima y enfurece. Su política sin humanidad es la coartada de la impunidad.

Tratando tarde de modular su soberbia, Sheinbaum presentó un “Plan Michoacán”. Otro guion: mesas de diálogo, comités de seguimiento, consultas para definir “rutas de acción”, todo bajo la apariencia de participación ciudadana. La técnica de administración del conflicto: convertir la urgencia en trámite, la rabia en expediente, el reclamo en procedimiento. Se discute quién hará la tapa, qué madera usar, qué tamaño tendrá el clavo… mientras el pozo sigue abierto y el niño ya está muerto. Estos planes suelen llegar cuando la herida es fresca, no para sanarla, sino para darle tiempo al poder para que la memoria pública se desgaste. El riesgo es que funcione como sedante, como la promesa que calma, pero no resuelve. La verdadera prueba no está en el anuncio, sino en si se toca o no la estructura que abandonó a Manzo. Y eso exige decisiones que no tomarán, seguirán los discursos que administran el duelo.

No debemos los ciudadanos, sin embargo, ceder al olvido. Ya hemos visto que el recuerdo público se consume rápido cuando la indignación no se organiza. Recuperar la memoria de Manzo es también recuperar el hilo político que conecta asesinatos, impunidad y normalización del miedo. La indignación es un antídoto: no debe ser un gesto momentáneo, sino el impulso que empuje reformas, investigaciones y mecanismos de reparación. Indignarse no es venganza, es lucidez moral y deber cívico.

Carlos Manzo hoy reclama no sólo justicia sino una reparación material para su pueblo. Que su nombre no sea una etiqueta en un comunicado oficial, sino una bandera que nos recuerde la obligación de cuidar la vida colectiva. El país que quiera vivir de pie no puede aceptar que alcaldes, activistas o periodistas sean sacrificios ofrecidos a la lógica del miedo.

Indignarnos no es sino una responsabilidad cívica. Reivindicar la indignación en este momento es sostener la última frontera entre la conciencia y la barbarie. Mientras exista esa energía de la razón, aún es posible creer que la justicia podrá andar pasos firmes y que la democracia puede sanar. La memoria de Carlos Manzo exige que no nos acomodemos, exige que hagamos de la indignación un modo de vida ciudadano que defienda la dignidad humana.

Lee: El homicida de Carlos Manzo tenía 17 años y era originario de Paracho, Michoacán

Etiquetas: Carlos Manzohomicidioindignación sociallas balasPortada 1
Renán Martínez Casas

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