
Hay palabras que deberían usarse con guantes. “Dictadura”, “totalitarismo”, “autocracia”. Son conceptos afilados, cargados de historia, que nacieron para nombrar horrores específicos: el control absoluto, la represión sistemática, la anulación del disenso, la conversión de la vida cotidiana en un laboratorio de obediencia. Pero en nuestro tiempo —un tiempo acelerado, irritado, hipersensible— esos términos se arrojan como piedras, sin distinguir entre un desacuerdo parlamentario y un régimen que anula libertades. Asistimos a lo que podría llamarse la banalización del autoritarismo, donde la palabra “dictadura” funciona más como insulto político que como categoría analítica. Y es exactamente ahí, en ese terreno donde el lenguaje se desgasta, donde las amenazas verdaderas avanzan en silencio, como sombras que nadie quiere mirar.
Comprender qué es una dictadura de verdad exige un acto de memoria. Una dictadura no es un gobierno impopular ni un presidente polémico. No es la crispación legislativa ni las tensiones propias de la vida democrática. Una dictadura es un régimen donde un pequeño grupo captura el poder, concentra los recursos y neutraliza los límites institucionales. Donde se gobierna no para la ciudadanía, sino para los indispensables: una élite reducida, fiel y recompensada. Donde el Estado deja de responder al ciudadano para volverse custodio de sus propios beneficiarios. Esta distinción —tan simple, tan olvidada— es crucial para no confundir la imperfección democrática con la tiranía.
Esta claridad conceptual coincide con lo que Bruce Bueno de Mesquita y Alastair Smith plantean en El manual del dictador. Su tesis, incómoda y lúcida, rompe con la idea romántica del poder: lo decisivo no es la ideología, sino los incentivos que sostienen la supervivencia política. En democracia, los líderes necesitan el apoyo de millones y por eso invierten en bienes públicos, amplían derechos, sostienen mínimos de bienestar. En las autocracias, los “esenciales” son pocos: basta con distribuir privilegios entre quienes pueden sostener al líder y neutralizar a quienes pueden desafiarlo. Por eso los dictadores prosperan cuando reducen al mínimo el número de personas capaces de quitarles el poder, cuando controlan la riqueza nacional y cuando manipulan el aparato judicial hasta convertirlo en herramienta personal. Esta es la arquitectura íntima del poder, más allá de discursos, símbolos o liturgias.
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Pero en nuestro siglo se añade un elemento decisivo: la polarización como laboratorio emocional del autoritarismo, quizás la herramienta política más efectiva de nuestro tiempo. Nunca antes habíamos estado tan interconectados y, a la vez, tan incapaces de reconocernos. La esfera pública ya no es un foro de deliberación, sino una arena donde las palabras no buscan persuadir, sino herir. Es como si la política hubiese dejado de tender puentes para dedicarse a levantar murallas. Hoy no se discute: se combate. Cada matiz se interpreta como traición, cada duda como debilidad. La identidad política se endurece como armadura. Antes la política era un puente imperfecto; ahora es una trinchera excavada por algoritmos que alimentan la indignación como combustible infinito. La polarización contemporánea —en Estados Unidos, Europa, América Latina— no es un accidente: es una tecnología emocional diseñada para desgastar la convivencia.
Pero este fenómeno no surge en el vacío: tiene raíces profundas en la historia política moderna, y uno de sus instrumentos recurrentes ha sido el uso de los jóvenes como grupos de choque. En Europa, durante el siglo XX, las juventudes fascistas fueron moldeadas como brazos paramilitares del poder: las Hitlerjugend alemanas, las Gioventù del Littorio italianas, las juventudes falangistas en España. Eran muchachos exaltados por narrativas heroicas, convertidos en instrumentos disciplinados de la violencia política. En la Guerra Fría, las juventudes comunistas también fueron utilizadas para difundir ideología, vigilar comportamientos y sostener la legitimidad del régimen. La juventud era vista no como sujeto político, sino como materia prima lista para la obediencia.
En Estados Unidos, aunque la violencia política juvenil ha sido menos institucionalizada, los jóvenes han sido movilizados como masa emocional en guerras culturales: desde los campus incendiados en los años sesenta hasta los grupos supremacistas y armados que hoy reclutan adolescentes radicalizados digitalmente, atrapados por la ilusión de defender una nación imaginaria. Allí, el algoritmo sustituyó al adoctrinador tradicional: es el nuevo reclutador silencioso.
En América Latina, el patrón se repite con particular crudeza. En dictaduras y democracias frágiles, los jóvenes han sido utilizados como porras pagadas, ejércitos emocionales o sicarios políticos del poder: desde los “batallones de choque” del priismo tardío y las juventudes disciplinadas por viejas estructuras corporativas, hasta los contingentes estudiantiles cooptados por organizaciones de derecha como El Muro, que bajo un discurso moralista y anticomunista moldeó generaciones enteras para vigilar, confrontar y exhibir al “enemigo interno”. También líderes populistas en diversos países vieron en ellos una fuente rápida de fuerza, ruido y legitimidad instantánea, activando su energía juvenil como maquinaria emocional antes que como ciudadanía reflexiva. Es una historia gris y persistente: el entusiasmo juvenil manipulado como herramienta para intimidar, provocar, polarizar y fabricar la ilusión de una sociedad partida entre “puros” y “enemigos”.
A esta genealogía se suma un capítulo decisivo: la historia del llamado bloque negro, o black bloc, una táctica que marcó un hito en la evolución de la protesta contemporánea. Su origen puede rastrearse a finales de los años setenta y, sobre todo, a la década de los ochenta en Europa Occidental, particularmente en la Alemania Federal. Allí, en barrios como Kreuzberg en Berlín Occidental, surgieron los Autonomen, movimientos libertarios y autónomos que defendían casas ocupadas, centros comunitarios y protestas antinucleares frente a un aparato policial cada vez más agresivo. Para resistir, desarrollaron una estética funcional: vestir de negro para confundirse en la masa, cubrirse el rostro para evitar la identificación, moverse en bloque compacto para protegerse colectivamente y desorientar a la policía. No era un grupo, ni una organización, ni una identidad política cerrada: era una táctica, una forma de acción anónima, móvil y descentralizada que podía aparecer y desvanecerse con la misma velocidad.
La táctica se expandió pronto. En Italia, los movimientos autonomistas la adaptaron para defender centros sociales y protestas laborales. En los Países Bajos, se integró en las luchas por la vivienda y la defensa de barrios enteros ante los desalojos. Y hacia finales de los noventa, el black bloc cruzó el Atlántico: durante las protestas de Seattle de 1999 contra la OMC, se volvió un elemento visual y mediático central del movimiento antiglobalización. Desde entonces, reapareció como estética de choque en Génova en 2001, en Quebec, en París durante las protestas contra la reforma laboral, en Londres durante las manifestaciones estudiantiles, en Barcelona, Atenas, Estambul y decenas de ciudades atravesadas por el descontento social.
En ese recorrido, el bloque negro dejó de ser exclusivamente una táctica defensiva para convertirse en un símbolo ambiguo. Su anonimato permitió proteger identidades en contextos represivos, pero también abrió la puerta a infiltraciones, provocadores y actores interesados en desatar violencia calculada. Así, lo que nació como herramienta para resistir desalojos y defender espacios alternativos se transformó en un lenguaje plástico capaz de ser imitado, distorsionado o manipulado por grupos de cualquier signo ideológico. Un día es presentado como vanguardia libertaria; al siguiente, como brazo violento infiltrado; y casi siempre, como excusa para justificar medidas de fuerza. En numerosos momentos, su presencia ha servido para romper movilizaciones pacíficas, abrir la puerta a abusos policiales, encender discursos de mano dura o activar narrativas que tocan el fascismo, el antisemitismo, el clasismo o el desprecio hacia los movimientos sociales.
En América Latina, la imagen del bloque negro llegó con rapidez. Se vio en Chile durante las protestas estudiantiles y luego en el estallido social de 2019; en Brasil, en movilizaciones contra recortes y durante el impeachment; en Argentina, en marchas laborales y feministas que fueron saboteadas por grupos encapuchados ajenos a la protesta. La táctica fue adoptada por algunos sectores radicales, pero también, en ocasiones, manipulada por servicios de inteligencia interesados en justificar represión o fracturar movimientos masivos.
México tampoco ha sido ajeno a esta historia. Desde las protestas estudiantiles de principios de los dos mil, pasando por el movimiento #YoSoy132, hasta las movilizaciones feministas y las marchas del 2 de octubre, se ha registrado la aparición de grupos que emplean tácticas de bloque negro. En varias ocasiones, la presencia de encapuchados ha sido utilizada para desviar la narrativa de movilizaciones legítimas, justificar operativos policiales desproporcionados o sembrar confrontación al interior de los propios movimientos. También ha habido casos en los que la táctica ha sido usada por grupos organizados con propósitos específicos, y otros en los que ha sido claramente infiltrada para generar caos y permitir el uso de la fuerza. Así, el bloque negro en México opera como en otros lugares del mundo: como una imagen disponible para quien quiere protestar de manera radical, pero también para quien desea provocar, manipular, reventar, incriminar o justificar.
Por todo ello, el bloque negro se ha convertido en un símbolo listo para ser usado por todos: por quienes desean incendiar, por quienes necesitan culpar, por quienes buscan justificar abusos y por quienes desean sabotear movimientos enteros. Su fuerza radica en su ambigüedad. Su peligro, en su maleabilidad. Su potencia, en su anonimato. Y su fragilidad, en que puede ser apropiado por cualquier actor, desde colectivos anarquistas genuinos hasta gobiernos interesados en deslegitimar la protesta. El bloque negro, más que un grupo, es un espejo: refleja el conflicto político del que forma parte, pero también la manipulación que lo rodea.
Y mientras todo esto ocurre, generaciones enteras son educadas —no en escuelas, sino en redes— para pensar que el otro es el enemigo. La democracia pierde así su reserva moral más valiosa: la juventud capaz de construir futuro. El entusiasmo juvenil termina convertido en pólvora emocional de adultos que solo quieren intimidar o polarizar. La rebeldía creativa se evapora y queda un espejismo de confrontación permanente: jóvenes usados como bandera, escudo, argumento, pero casi nunca como sujetos de futuro.
La polarización revive viejas prácticas: los jóvenes siguen siendo vanguardia emocional de la confrontación, pero ahora sin uniforme, sin consignas estables, sin mentor visible. El nuevo líder no es un jefe de partido, es un algoritmo. La nueva plaza pública no es la calle, es la pantalla. El nuevo dogma no viene de un libro rojo o negro, viene de una cámara de eco donde la radicalización se fabrica como contenido viral.
Y así, el laboratorio emocional del autoritarismo encuentra su materia más dúctil en los jóvenes. Se les promete identidad; se les entrega confrontación. Se les promete comunidad; se les da tribalismo. Se les promete pasión política; se les vende ira. ¿Cómo dialogar cuando cada grupo cree que el otro es moralmente inferior? ¿Cómo construir instituciones cuando unos piensan que las elecciones siempre son fraude y otros que criticar es sabotaje? ¿Cómo sostener un país cuando la idea misma de realidad se fragmenta en mil relatos irreconciliables?
Mientras tanto, crece la crisis emocional: ansiedad, soledad, fatiga tecnológica, desconfianza. Vivimos en un vértigo de excesos informativos y carencias de sentido. En ese clima, el autoritarismo resulta tentador: ofrece dirección en medio del caos, aunque sea un orden falso.
La palabra “dictadura” pierde precisión —deja de describir para volverse proyectil— y ese vacío abre espacio para los autoritarismos que avanzan sin uniforme. Ya no llegan con tanques: llegan como reformas administrativas, modernizaciones, ajustes técnicos. No censuran periódicos: los asfixian económicamente. No prohíben oposiciones: las desgastan judicialmente. No destruyen la democracia de un golpe: la vacían lentamente.
Europa vive este desgaste como una grieta que se expande. América Latina lo conoce desde hace décadas. Estados Unidos lo reconoce al fin: el autoritarismo no viene del extranjero, sino de resentimientos internos alimentados por un ecosistema digital tóxico.
El autoritarismo del siglo XXI es astuto: no aplasta, desgasta. No destruye, vacía. No censura, satura. Su fuerza está en infiltrar emociones, erosionar confianza, desordenar percepciones.
Por eso es indispensable recuperar la bitácora democrática: precisión en el lenguaje, ampliación de contrapesos, regulación de plataformas, defensa del espacio público y del sentido. La democracia no se sostiene solo con instituciones, sino con conversaciones, con memoria, con la obstinación ética de reconocer al otro.
Porque las dictaduras ya no irrumpen: esperan. Se instalan en el silencio al que nadie presta atención. La democracia no muere cuando aparece un tirano: muere cuando dejamos de hablar entre nosotros.
Solo cuando volvamos a pensar juntos sin miedo, cuando la escucha sea más fuerte que el ruido y la duda más fértil que el dogma, la sombra retrocederá. La democracia no se defiende solo con leyes, sino con el acto más humano de todos: comprender al otro.







