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La historia se está moviendo

Signos y sentidos / Por Renán Martínez Casas

Renán Martínez Casas Por Renán Martínez Casas
21 de noviembre de 2025
En Signos y Sentidos
La historia Marcha Generación Z del 20 de noviembre de 2025. AMEXI Foto Benjamín Flores

Marcha Generación Z del 20 de noviembre de 2025. AMEXI/ Foto: Benjamín Flores

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Renán Martínez Casas

La historia se está moviendo

A mi querido amigo historiador, escritor y colega periodista Edgardo Bermejo, con cariño añejo.

La reacción social que se ha observado por la tragedia de Uruapan y posteriormente en decenas de ciudades del país es la expresión directa de una realidad vivida diariamente por millones de familias. La violencia, la extorsión, los desplazamientos, los asaltos en carreteras, la captura territorial por grupos criminales y toda la gama de negocios criminales forman parte de la experiencia cotidiana de una ciudadanía que ha visto cómo el Estado renuncia, paso a paso, a su función básica de protección. La indignación acumulada no necesitaba explicación. Lo que faltaba era un objetivo político claro que diera sentido colectivo a ese sentimiento.

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Ese objetivo apareció cuando Grecia Quiroz, ahora presidenta municipal sustituta de Uruapan, articuló públicamente una acusación que muchos reconocían como cierta, pero que nadie, desde una posición institucional, se había atrevido a formular con tanta claridad. Al señalar que quienes mandaron matar a su esposo ocupan hoy cargos públicos y  anunciar un voto de castigo, introdujo una distinción esencial: no se trata de incompetencia del gobierno, sino de colusión con estructuras criminales que ya no sólo condicionan la vida social, sino que determinan el ejercicio del poder político.

La ciudadanía no necesitó descifrar el mensaje. Lo reconoció de inmediato porque es consistente con los hechos: regiones enteras donde el gobierno no aparece para enfrentar la violencia; elecciones en las que grupos criminales deciden quién puede competir; funcionarios que responden más a los criminales que a la legalidad; instituciones de seguridad que se limitan a administrar daños sin posibilidad de control territorial real. Por eso, la frase de Quiroz no simplemente conectó con el sentimiento social, surgió de él, lo tradujo al lenguaje político y lo legitimó desde una tribuna pública.

Lee: Reconstruir la confianza

Ese momento produjo un reencuadre de la narrativa polarizante que el régimen promovió. Durante años, el discurso oficial ha reducido la vida pública a una contienda entre “el pueblo” y “la derecha”, “el humanismo” y “el neoliberalismo”, “los de abajo” contra “los corruptos del pasado”. Esa fórmula, repetida diariamente, había logrado inhibir una conversación nacional sobre el deterioro de la seguridad y la penetración criminal en el Estado. Pero la narrativa dominante se quebró cuando un sector de la ciudadanía dejó de aceptar el marco artificial de izquierda-derecha y lo reemplazó por otro más veraz: la sociedad frente a un poder capturado y omiso que ya no puede (o no quiere) distinguirse del crimen organizado.

Este reencuadre marcó el inicio de un proceso político nuevo. Un colectivo hasta entonces desconocido convocó a una movilización nacional. Su nombre —Generación Z— generó confusiones y también lecturas oportunistas, pero el contenido del llamado fue inequívoco: exigir justicia, denunciar la colusión política-criminal y recuperar la voz ciudadana frente a un gobierno que insiste en negar la realidad. La convocatoria no se limitó a jóvenes; terminó ampliándose a distintos grupos sociales, personas sin afiliación política, víctimas directas y comunidades urbanas que reconocen el síntoma porque lo padecen.

El 15 de noviembre, en más de 30 ciudades salieron a las calles. Fue el indicio de que el país está entrando en un ciclo político distinto: uno donde el hartazgo deja de acumularse en silencio y comienza a adoptar una forma organizada y tomar cauce, aunque todavía embrionaria. La movilización mostró algo que el régimen prefería ignorar: la ciudadanía ha dejado de temerle al discurso oficial.

Y ahí vino el punto de quiebre

La respuesta del gobierno no se limitó al repertorio discursivo habitual. Hubo represión, hubo gas, hubo persecución violenta, hubo detenciones. Al menos 20 personas fueron arrestadas en distintos puntos del país. Son, en los hechos, los primeros presos políticos del actual sexenio. El gobierno decidió combinar la descalificación con el encarcelamiento. Pasó de la narrativa al castigo.

La presidenta respondió con soberbia y desafiante, reafirmando que nada de esto la afectará, que es indestructible, que el pueblo la respalda y está feliz. Esa afirmación es reveladora no por su contenido, sino por la necesidad de enunciarla: si un gobierno siente la urgencia de proclamarse invencible, es porque ya percibió una grieta seria en su legitimidad.

Este contraste —la indignación ciudadana, la represión estatal y la proclamación de invulnerabilidad del régimen— configura el escenario que ahora enfrentamos: un poder cada vez más desconectado, más temeroso y más dependiente del control narrativo, frente a una sociedad que empieza a recuperar la capacidad de articular sus agravios fuera del marco que el oficialismo impone.

Surge aquí una tensión central: la esperanza política expresada por Grecia Quiroz se ancla en el voto como vía para desplazar a quienes están coludidos con el crimen. Sin embargo, ese camino atraviesa un terreno que ya no es confiable. El sistema electoral que conocíamos ha sido modificado, debilitado y sometido a un proceso continuo de intervención. Las instituciones encargadas de garantizar la limpieza electoral no tienen hoy el mismo margen de autonomía que tuvieron en el pasado reciente. La reforma electoral anunciada —que incluye mecanismos diseñados para simular participación, como la llamada revocación que en realidad funciona como ratificación obligatoria— profundiza aún más esa desconfianza.

Con un entorno electoral vulnerado, con regiones controladas por estructuras criminales que deciden quién puede hacer campaña y quién no, con partidos políticos debilitados o cooptados, la vía del voto deja de ser una ruta suficiente por sí misma. La pregunta que se abre es cómo construir una alternativa política real sin reducir la respuesta a la indignación espontánea ni al voluntarismo.

Esto nos lleva al problema organizativo

La articulación de grandes movimientos ciudadanos ha dependido históricamente de liderazgos visibles, capaces de representar demandas diversas, negociar con actores distintos y generar estrategias sostenidas. Hoy, ese tipo de liderazgos no existe. Hay voces valientes, pero no estructuras colectivas articuladas. Un movimiento sin conducción puede movilizar, pero difícilmente puede generar transformaciones políticas duraderas. La ausencia de canales institucionales y de organizaciones intermedias —partidos, asociaciones, redes cívicas— hace que el descontento pueda crecer, pero también que pueda desbordarse sin dirección.

En un país donde el Estado está debilitado y donde el poder criminal ejerce control territorial real, ese desbordamiento podría convertirse en una revuelta con consecuencias impredecibles. Lo que hoy se presenta como un despertar político podría, sin dirección estratégica, transformarse en estallidos aislados que terminarían siendo administrados por el propio régimen como excusa para profundizar la militarización y la criminalización de la protesta.

Por eso es fundamental distinguir entre la potencia moral de la indignación y la necesidad política de convertirla en estrategia. La ciudadanía está expresando algo que el gobierno no quiere escuchar: su pacto de legitimidad está erosionado. La narrativa oficial ya no ordena la conversación pública. La negación permanente ha llegado a su límite. La represión, por primera vez en este sexenio, se exhibe abiertamente. Y el discurso de la invencibilidad suena más a advertencia que a certeza.

Convertir este momento en un cambio político depende de algo más que la espontaneidad social. Requiere liderazgo, articulación territorial, coordinación entre grupos, acuerdos mínimos entre organizaciones de víctimas, movimientos ciudadanos, colectivos profesionales y sectores sociales que reconocen que el deterioro ya no es tolerable. Requiere también una discusión seria sobre la seguridad como prioridad nacional, pero sin caer en la tentación autoritaria que el propio régimen está dispuesto a explotar.

La experiencia internacional muestra que los movimientos ciudadanos que enfrentan gobiernos con tendencias autoritarias sólo logran victorias cuando logran tres cosas simultáneas: unidad mínima, claridad estratégica y capacidad organizativa. Ninguna de las tres aparece de manera natural. Se construyen. Y México está apenas en el borde inicial de esa construcción.

El caso de Uruapan abrió una grieta. La movilización nacional mostró que esa grieta tiene profundidad. La respuesta represiva del gobierno evidenció su preocupación. Pero el siguiente paso no está garantizado. La ciudadanía está mostrando una energía política que no se veía desde hace años. El riesgo es que esa energía se disperse o que sea aplastada por un aparato estatal que ya ha demostrado que está dispuesto a usar la fuerza y el encarcelamiento para sostener su narrativa.

Al momento de escribir esta nota estará por realizarse una segunda marcha que algunos han considerado precipitada y otros una provocación, porque coincidirá con el desfile militar de conmemoración de la revolución.  Habrá que ver qué sucede.

Sea lo que sea lo que hoy suceda, el reto no es solamente denunciar la colusión criminal ni señalar la negación oficial. El reto es convertir el hartazgo en organización, la indignación en agenda política y el sentimiento colectivo en una fuerza democrática capaz de disputar el rumbo del país. La historia se está moviendo, pero hacia dónde lo hará dependerá de lo que la sociedad sea capaz de construir en los próximos meses.

Etiquetas: Generación ZmarchasPortada 1Uruapan
Renán Martínez Casas

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