
Rizando el Rizo
Cincuenta años sin Franco:
la memoria que persiste
Por Boris Berenzon Gorn
P ara alguien que estudió en el Colegio Madrid —esa escuela fundada por refugiados republicanos, donde la crítica era un acto de amor y la democracia una práctica cotidiana—, el cincuentenario de la muerte de Francisco Franco no es un simple aniversario.
Es una pulsación íntima, un espejo ético, un recordatorio de que nuestra educación nació de un acto de dignidad frente a la barbarie.
Crecimos rodeados de nombres que sobrevivieron al horror: León Felipe declamando contra los tiranos, Max Aub escribiendo desde la herida del destierro, María Zambrano iluminando la razón poética, José Gaos refundando la filosofía en México, Luis Buñuel filmando la libertad que le negaron en su país, Clara Campoamor defendiendo desde el exilio los derechos de las mujeres, Adolfo Sánchez Vázquez sembrando una ética crítica que marcó a generaciones.
Ese universo cultural fue la respuesta más poderosa a la dictadura franquista. Mientras Franco intentaba uniformar un país entero, el exilio multiplicaba las voces.
Mientras la Falange decretaba consignas, el exilio escribía pensamiento. Mientras el nacional catolicismo imponía dogmas, el exilio enseñaba libertad.
Para quienes provenimos de esa tradición educativa, pensar en Franco no es mirar al pasado: es revisar las raíces del presente.
I. El origen del autoritarismo:
Franco y la violencia como método
Franco no surgió de la nada. Se formó en las guerras coloniales de Marruecos, en un ejército que aprendió a administrar la violencia como pedagogía.
De ese molde nació el militar que en 1936 encabezaría el golpe contra la Segunda República. Su proyecto político fue la continuidad de una visión profunda del mundo: la convicción de que la nación debía ser disciplinada desde arriba, purificada por la fuerza, moldeada contra la diversidad.
Al aliarse con la Falange, Franco encontró el laboratorio ideológico perfecto. La estética fascista —uniformes, desfiles, himnos, saludo romano, yugo y flechas— funcionó como maquinaria de adoctrinamiento.
La dictadura convirtió la política en liturgia y la liturgia en obediencia. Pero su instrumento más eficaz no fue la estética: fue el miedo.
La represión —fusilamientos, cárceles, depuraciones, desapariciones, censura sistemática— convirtió al país en un territorio donde el silencio era la única forma segura de existencia. La dictadura no fue una “paz”; fue una cicatriz.
II. El abuso de la fe:
el nacional catolicismo como corsé moral
El franquismo también hizo de la religión un arma política. Convirtió la guerra civil en “Cruzada”, sacralizó la violencia, mezcló altar y cuartel hasta que la moral pública fue un catecismo obligatorio.
La Iglesia dominó la educación, la sexualidad, los cuerpos y las conciencias.
En esa alianza tóxica, la fe dejó de ser refugio espiritual y se transformó en mecanismo de control. El pecado y el delito se volvieron indistinguibles.
La diferencia —sexual, política, cultural, regional— era sospecha, y la sospecha, traición.
Hoy, cuando ciertos discursos de ultraderecha vuelven a invocar un “Occidente cristiano” excluyente, conviene recordar que esa retórica tiene antecedentes oscuros.
III. La Segunda República:
un proyecto ético y cultural truncado
Frente a la sombra de Franco, la Segunda República aparece como un destello. Apostó por la educación laica, la igualdad jurídica, los derechos de las mujeres, la autonomía regional, la reforma agraria, la cultura como bien público.
Las Misiones Pedagógicas llevaron teatro, música y libros a aldeas que jamás habían visto una biblioteca.
Lorca, Zambrano, Azaña, Chacel, Sender, Hernández, Aleixandre: una generación que imaginó un país plural y moderno.
La República no fue perfecta, pero representó la posibilidad de una España distinta. Su derrota, más que militar, fue la derrota de un horizonte ético.
Por eso sigue siendo compás.
IV. El exilio español no solo se integró a México:
lo transformó
Gracias a ellos, El Colegio de México se convirtió en un faro intelectual latinoamericano. Allí confluyeron filósofos, filólogos, historiadores, matemáticos y científicos que introdujeron métodos modernos de investigación, renovaron el rigor académico y elevaron los estándares de lectura crítica.
El Fondo de Cultura Económica vivió una época de esplendor: se profesionalizó la edición, se tradujeron obras clave del pensamiento universal y se formó un catálogo que abrió las puertas de México al debate internacional.
Las universidades públicas —UNAM, IPN, normales superiores— fueron revitalizadas por científicos y matemáticos formados en la República española.
En el ámbito educativo, el exilio reforzó una idea que hoy parece urgente: enseñar es un acto de emancipación.
El arte mexicano también fue fecundado por el exilio. El cine encontró nuevas miradas; la literatura, nuevas voces; la música y las artes plásticas se nutrieron de técnicas e imaginarios que venían de un país herido, pero no rendido.
La filosofía y las ciencias sociales recibieron una nueva forma de comprender el mundo: una mezcla de racionalidad crítica, experiencia histórica y compromiso con la democracia.
Medicina y salud pública se enriquecieron con especialistas que introdujeron metodologías modernas y una ética profesional anclada en el servicio público.
Y en el corazón de todos estos aportes late una misma enseñanza: la cultura es resistencia, la educación es libertad, la ciencia es dignidad, la memoria es futuro.
V. Franco en la génesis política del siglo XX:
el autoritarismo como forma
Franco forma parte de la genealogía de los totalitarismos del siglo XX. Su proyecto combinó autoritarismo militar, fascismo adaptado a lo español, nacional catolicismo como doctrina de Estado, ultranacionalismo identitario y represión como estructura del poder.
La dictadura duró tanto porque controló todos los dispositivos culturales: escuela, prensa, púlpito, símbolos, lengua. Franco entendió que dominar la cultura era dominar la memoria.
VI. La ultraderecha de hoy:
viejos impulsos con nuevos trajes
Cincuenta años después, España —y buena parte del mundo— enfrenta el resurgimiento de discursos autoritarios: nostalgia del orden, desconfianza hacia la migración, odio a la pluralidad, imposición de una única identidad, desprecio por el pensamiento crítico.
Son ecos del franquismo, aunque no idénticos. Los une una misma lógica: ofrecer certezas simples a sociedades cansadas, polarizadas o precarizadas.
Las democracias mueren primero por cansancio cultural y después por asfixia política.
VII. La cultura como dique,
el exilio como memoria
La memoria del exilio español demuestra que la cultura es una forma de defensa colectiva.
Una sociedad que lee, que conversa, que debate, que cuestiona, que escucha, que mira cine crítico, que respira poesía, que enseña filosofía, es menos vulnerable a los discursos simplificadores.
Por eso el exilio sigue siendo una lección viva: la cultura salva vidas y construye democracias.
VIII. Una memoria que no se exilia
Cincuenta años sin Franco no significan un país sin sombra. Significan cincuenta años luchando para que la sombra no vuelva a reclamarnos.
Las dictaduras no regresan como fotografías idénticas de su tiempo; regresan como ecos: dogmas reciclados, lenguajes virales que sustituyen al pensamiento, nacionalismos reempacados para consumo rápido, algoritmos que polarizan, discursos que ofrecen certezas inmediatas a cambio de libertades lentas.
El autoritarismo nunca se anuncia: se filtra. Nunca llega de golpe: se desliza. Por eso la memoria es un acto de vigilancia, no de nostalgia.
Para quienes venimos del Colegio Madrid, este aniversario reafirma un compromiso íntimo y político: defender el legado de la República, la dignidad del exilio, la tradición humanista que México supo acoger, y la convicción de que la libertad es un trabajo artesanal que se hace día tras día.
La memoria —esa que trajeron Gaos, Zambrano, Aub, Buñuel, León Felipe, Campoamor, Xirau, Sánchez Vázquez y tantos otros— no es un museo: es una brújula.
Una brújula que no apunta hacia un pasado idílico, sino hacia un porvenir exigente. Una brújula que no sirve para caminar solos, sino para recordarnos que la dignidad es un trayecto colectivo.
Porque la democracia no se hereda: se cultiva. No se conserva: se recrea. No se decreta: se conversa.
Y mientras existan quienes lean, quienes enseñen, quienes recuerden, quienes piensen, quienes debatan, quienes abracen la complejidad, la palabra y la pluralidad seguirán en pie.
Mientras existan quienes comprendan que la cultura es un dique contra el miedo, la memoria será defensa.
Mientras haya un aula donde un maestro pregunte en voz alta, un estudiante dude, un libro abra una ventana.
Mientras un científico investigue, un músico resista, un poeta denuncie, la sociedad tendrá conciencia.
Mientras haya alguien dispuesto a levantar la voz para decir “esto es injusto”, “esto ya lo vivimos”, “esto no debe repetirse”.
Mientras exista ese camino —esa memoria crítica, luminosa, tenaz—, la democracia seguirá teniendo quien la defienda.
Y nosotros, herederos del exilio, de sus maestros y de su ética, sabemos que la defensa no se hace con monumentos, sino con conciencia.
No con consignas, sino con cultura. Porque solo un país que recuerda puede ser verdaderamente libre.
Y solo una sociedad que honra a quienes trajeron la libertad en su equipaje —los exiliados que transformaron a México— puede mirar el futuro sin miedo a la sombra.
Ese es el legado. Esa es la tarea. Esa, todavía hoy, es nuestra ruta.







