
Hay discursos que creíamos archivados en la bodega del siglo XX, junto a banderas marchitas y consignas que aún huelen a ceniza. “Ultraderecha” era uno de ellos. Sonaba a fotografía en sepia: camisas pardas, águilas imperiales, desfiles de antorchas, periódicos clausurados, libros ardiendo en plazas públicas. Pensábamos que el mundo, escarmentado por la guerra y los genocidios, había aprendido el costo de esos delirios. Sin embargo, en pleno siglo XXI, el término ha regresado al vocabulario cotidiano y, lo que es aún más inquietante, a las boletas electorales.
No vuelve con los mismos uniformes, pero sí con la misma pulsión: levantar muros donde antes había puentes, imponer jerarquías donde deberían existir derechos, exigir obediencia donde la democracia demanda deliberación. La ultraderecha contemporánea no es simplemente una derecha conservadora; es un proyecto que combina nacionalismo excluyente, autoritarismo y desdén por el universalismo democrático. La nación se concibe como un cuerpo puro que hay que defender de “elementos extraños”; la diversidad se presenta como amenaza; la igualdad como un capricho ideológico; los derechos humanos como concesiones excesivas a quienes “no los merecen”.
En su centro late un gesto cultural profundo: la fantasía de restaurar un orden anterior donde cada quien sabía —o debía saber— “cuál era su lugar”. El hombre como cabeza de familia, la mujer confinada al hogar, la heterosexualidad como mandato, la religión mayoritaria como norma pública, la nación como refugio homogéneo frente a un mundo incierto. Ese imaginario no es una descripción fiel del pasado: es una ficción melancólica, una película en blanco y negro de la que fueron cuidadosamente borradas la explotación, la censura y el silencio impuesto a quienes no encajaban.
Desde la teoría política podemos hablar de nativismo, autoritarismo o populismo punitivo. Desde la cultura podemos decirlo de otro modo: la ultraderecha es la nostalgia convertida en programa político y el miedo transformado en estética. Una estética que se refugia en la palabra “orden”.
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Para comprender su retorno, conviene mirar el paisaje con perspectiva amplia. El siglo XX conoció varias formas de extrema derecha: los fascismos de entreguerras, las dictaduras militares del Cono Sur, las doctrinas de seguridad nacional que hicieron del “enemigo interno” la justificación del terror de Estado. Cada una explotó sus propios temores: el derrumbe económico, el avance del comunismo, el “desorden” social.
La ola actual brota de otros abismos. No surgió de pronto, sino de las grietas abiertas por décadas de desigualdad, precariedad y desilusión. Tras la caída del Muro se prometió prosperidad y libertad; muchos recibieron, en cambio, salarios inestables, servicios públicos deteriorados y una política reducida a tecnocracia distante. La crisis financiera de 2008 quebró la confianza en las élites; la pandemia reveló la fragilidad de los cuerpos, las economías y las instituciones.
En esa mezcla de fatiga y furia, la ultraderecha ofrece lo que la política tradicional dejó de ofrecer: un relato claro —aunque falso— sobre quién tiene la culpa y qué debe hacerse. La respuesta siempre es simple: la culpa la tienen los otros. Los migrantes que “quitan trabajo”; las mujeres que “rompen la familia”; las disidencias sexuales que “confunden a los niños”; los pueblos originarios que “estorban al progreso”; los intelectuales que “viven del Estado”; los periodistas que “mienten”; las ONG que “desestabilizan”. Un catálogo de chivos expiatorios construido con precisión quirúrgica.
Desde la ciencia política podemos trazar conceptos como democracia iliberal, desdemocratización o captura del Estado. Pero la batalla se juega, sobre todo, en el terreno de la cultura. La ultraderecha no sólo compite en elecciones: compite por el sentido común. Instala la idea de que “ya no se puede decir nada”; que “las minorías mandan”; que “el mundo se volvió demasiado sensible”; que “antes se vivía mejor porque había respeto”. Repetido sin descanso en tertulias, redes sociales y programas de opinión, ese guion va normalizando una noción inquietante: el problema no es la desigualdad, sino los derechos; no es el abuso del poder, sino quienes lo denuncian.
Pero ¿qué intereses se ocultan bajo esa narrativa? Vale la pena nombrarlos con claridad.
En el plano económico, la ultraderecha raramente cuestiona la concentración de la riqueza; más bien la protege. Puede envolverse en banderas nacionalistas o abrazar el capital global, defender subsidios o exigir recortes, pero casi siempre deja intacto el poder de las élites económicas. Su estrategia es otra: canalizar la frustración social hacia abajo, nunca hacia arriba. Si falta empleo, el culpable no es el modelo productivo, sino el migrante. Si la ciudad se descompone, el problema no es la especulación inmobiliaria, sino el vendedor ambulante. Si el futuro angustia, la causa no es la voracidad del mercado, sino el feminismo o la educación sexual. El truco consiste en cambiar el blanco del enojo.
En el plano simbólico, su interés es restaurar una hegemonía cultural conservadora. No se trata sólo de moralidad pública, sino de jerarquías profundas: quién habla y quién escucha, quién nombra y quién es nombrado, quién enseña y quién aprende. Por ello la obsesión por la escuela, los planes de estudio, la cultura y los medios públicos. Allí donde florece una educación con perspectiva de género, un currículo descolonizador o una historia menos complaciente con el poder, la ultraderecha percibe una amenaza directa, porque cuestiona el pedestal desde el que habla.
En el plano político, su proyecto es transparente: convertir la democracia en un cascarón. Mantener las elecciones, pero vaciar los contrapesos. Es el viejo sueño autoritario adaptado a tiempos en que abolir las urnas es demasiado costoso: mejor conservarlas y desarmar, paso a paso, las reglas que las hacen significativas.
El mapa global confirma esta deriva: partidos que hace poco eran marginales hoy son bisagra de gobierno; líderes que se autoproclaman portadores del “sentido común” promueven políticas abiertamente misóginas, racistas y anti ambientales. Lo particular de esta ola es que se alimenta de tecnologías diseñadas para otros fines: plataformas que premian la rabia, algoritmos que amplifican lo escandaloso, cámaras de eco donde la desinformación es atmósfera.
La ultraderecha ha comprendido con lucidez que la cultura digital es un ecosistema emocional. Sabe que un meme hiere más que un editorial, que una video viral pesa más que un informe, que un rumor repetido mil veces socava la realidad más que cualquier desmentido. De ahí su destreza para convertir el odio en chiste, el prejuicio en ironía y la violencia simbólica en espectáculo. En esa escenografía, quienes defienden derechos se vuelven “moralistas”; quienes piden memoria, “resentidos”; quienes exigen justicia, “radicales”.
Los informes internacionales advierten retrocesos en libertades y garantías, pero la confirmación más clara está en la vida cotidiana: frases que hace pocos años habrían escandalizado hoy circulan sin pudor. La política se transforma en insulto; el adversario, en enemigo; el desacuerdo, en odio. La mutación del lenguaje es también una mutación del mundo.
¿Qué está en juego con el retorno de la ultraderecha? No sólo la composición de los gobiernos, sino el tipo de sociedad que estamos dispuestos a habitar.
En una sociedad moldeada por su avance, las mujeres vuelven a ser cuestionadas por trabajar o decidir sobre sus cuerpos; las personas migrantes se vuelven sospechosas por defecto; los pueblos indígenas son tolerados como folclor, pero obstaculizados como sujetos de derechos; las disidencias sexuales son atacadas en nombre de la “protección de la infancia”; las universidades y las artes son acusadas de ser “nidos ideológicos” que hay que disciplinar o desfinanciar.
Desde lo político, el riesgo es una democracia de baja intensidad: votar se vuelve un rito, disentir un peligro. Desde lo académico, el riesgo es la mutilación del conocimiento: lo que incomoda se censura, se ridiculiza o se asfixia presupuestariamente. Desde lo cultural, el riesgo es más profundo: la habituación al odio, la resignación ante la injusticia, la aceptación de la violencia como paisaje.
La ultraderecha no sólo cambia leyes; cambia el clima moral. Y cuando ese clima se enfría, los derechos se transforman en privilegios revocables.
Frente a este panorama, la reacción inmediata suele ser reducir el problema a una disputa electoral: “la solución es ganarles”. Por supuesto, las elecciones importan. Pero si pensamos únicamente en términos aritméticos, llegamos tarde. La ultraderecha crece donde la democracia ha fallado en ofrecer respuestas a la precariedad; donde la izquierda perdió horizonte; donde el centro se convirtió en administración sin imaginación; donde las instituciones dejaron de ser creíbles.
La pregunta esencial, entonces, no es sólo cómo frenar a estas fuerzas, sino cómo transformar las condiciones que las hacen verosímiles. Desde la política, implica recuperar un lenguaje de justicia e igualdad, no como consigna vacía, sino como proyecto concreto de vida digna. Desde la academia, defender el pensamiento crítico como bien público. Desde la cultura, volver a contar las historias que la retórica oficial oculta: revelar desigualdades, iluminar silencios, imaginar comunidades donde nadie tenga que ser expulsado para que otros se sientan seguros.
Porque una columna cultural también puede ser un acto político. Hablar de la ultraderecha no es un ejercicio de taxonomía, sino de responsabilidad. Es preguntarnos qué país queremos que recuerden quienes nos sucedan: uno que miró hacia otro lado mientras se reescribían las reglas, o uno que entendió a tiempo que la defensa de la democracia no es un rito cívico, sino un trabajo cotidiano sobre la desigualdad, la memoria y la palabra.
Quizá la imagen más honesta sea esta: la ultraderecha no regresa desde el pasado; asciende desde las grietas del presente. Y si no queremos verla convertida en paisaje permanente, no basta con denunciarla: hay que cerrar —con justicia, con dignidad, con instituciones vivas— las fisuras que hoy le sirven de escalera.







