
En Iztapalapa, la ciudad deja de ser ruido uniforme y se transforma en rito. Cada Semana Santa, miles de cuerpos, memorias y promesas configuran un orden propio, ajeno al ritmo acelerado de la metrópoli. La Pasión de Cristo, nacida como promesa en 1833 y hoy candidata ante la UNESCO, entra este diciembre en su momento decisivo: el Comité Intergubernamental evaluará su inclusión en la Lista Representativa del Patrimonio Cultural Inmaterial de la Humanidad, con todas las posibilidades de que este reconocimiento se concrete. No es sólo una tradición: es el testimonio vivo de un México que, incluso en plena modernidad urbana, sigue encontrando en el ritual una forma de sostenerse.
En los puntos que siguen, se despliega un análisis extenso que recorre su historia, su dimensión comunitaria, su fuerza simbólica y su lugar dentro del México profundo.
I. El territorio donde el tiempo se vuelve comunidad
En la Ciudad de México, donde el movimiento urbano parece no conceder descanso y donde cada día produce su propio remolino de historias, existe un territorio donde el tiempo obedece otras reglas. Ese territorio es Iztapalapa. No es un espacio fácil: cargado de estigmas mediáticos, atravesado por desigualdades, conocido más por sus carencias que por su fuerza creativa. Y, sin embargo, es ahí, en la zona oriente de la metrópoli, donde año con año se produce una de las expresiones comunitarias más complejas y de mayor densidad simbólica del país: la representación de la Pasión de Cristo.
No se trata de un acontecimiento folclórico ni de una simple “tradición religiosa”, como suelen llamarla los discursos institucionales. La Pasión de Iztapalapa es una forma de pensar el mundo, un sistema de organización social, una memoria encarnada y, ahora, un patrimonio con aspiración global: en 2025 fue postulada para integrar la Lista Representativa del Patrimonio Cultural Inmaterial de la Humanidad de la UNESCO. Pero antes de hablar de patrimonialización, conviene detenerse en el origen. Porque lo que hoy se contempla desde drones o transmisiones en directo, comenzó como un acto íntimo de supervivencia colectiva. Y allí reside la clave de su fuerza.
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II. 1833: Una promesa como fundamento del mundo
En 1833, una epidemia de cólera devastó el valle de México. Las cifras registradas por cronistas y archivos parroquiales revelan un paisaje de miedo y desamparo. En ese contexto, los habitantes de Iztapalapa decidieron prometer que, si la enfermedad cesaba, escenificarían cada año la Pasión de Cristo como acto de gratitud y de protección para las generaciones futuras.
Esa promesa fundacional es más que un episodio histórico: es una categoría antropológica. Le recuerda al país que las comunidades no solo construyen casas y calles, sino también rituales que ordenan el caos y dan sentido al sufrimiento. A diferencia del mito moderno que separa religiosidad y organización social, la Pasión nació como un mecanismo para mantener la vida.
Diez años después, en 1843, la representación quedó formalizada en los ocho barrios originarios. Y lo que había sido un voto emergente se volvió estructura permanente. Desde entonces, cada generación transmite no solo técnicas escénicas, sino un modo de relacionarse con el tiempo, con la fe y con el territorio.
Las grandes tradiciones —y la de Iztapalapa lo es— no surgen del entretenimiento, sino de la necesidad. Su fuerza proviene de su capacidad para convertir el dolor en memoria comunal.
III. El barrio como cerebro colectivo: La Pasión como sistema organizativo
Quien observe la Pasión desde afuera, podría pensar que se trata de un gran montaje teatral impulsado por instancias eclesiásticas o gubernamentales. Nada más lejos de la verdad. La Pasión es un ejemplo extraordinario de inteligencia colectiva. Una organización que no responde a la lógica institucional del Estado ni a la lógica empresarial del mercado.
Los papeles se eligen por compromiso y disciplina; los ensayos se realizan en patios, calles, aulas improvisadas; los vestuarios se confeccionan en casas y talleres barriales; la seguridad la asumen vecinos que conocen el territorio mejor que cualquier mapa. Miles de voluntarios participan sin remuneración. Es una economía moral, no una economía mercantil.
Aquí emerge con claridad lo que Guillermo Bonfil Batalla denominó México profundo: la civilización que el proyecto nacional heterogéneo ha intentado negar, pero que sostiene cotidianamente la vida del país. Lo profundo no refiere a lo “antiguo”, sino a lo estructural: formas de cooperación, sistemas de reciprocidad, vínculos de vecindad que no necesitan reconocimiento oficial para existir.
La organización de la Pasión es, en este sentido, un laboratorio de autogobierno popular. Un ejemplo de que los barrios, lejos de ser zonas amorfas, poseen capacidades extraordinarias para gestionar tiempo, espacio, recursos y emociones colectivas.
En una época donde se insiste en que las comunidades se deshacen, Iztapalapa recuerda lo contrario: cuando existe un propósito compartido, la comunidad no se desintegra; se afina.
IV. La dimensión corporal: cuando el cuerpo se vuelve escritura
La Pasión es un fenómeno que no puede comprenderse sin mirar el cuerpo. No el cuerpo idealizado de la iconografía religiosa, sino el cuerpo real de quienes participan: jóvenes que entrenan durante meses, actores que cargan cruces de decenas de kilos, mujeres que caminan descalzas como parte de una manda, ancianos que sostienen velas durante horas.
Aquí el cuerpo no actúa; encarna. No representa; declara. En un mundo saturado de pantallas, donde la experiencia tiende a volverse virtual, la Pasión expone una verdad que la modernidad intenta olvidar: la memoria también habita en músculos, heridas, respiraciones.
Los estudios antropológicos del ritual —desde Victor Turner y Edith Turner, pasando por Roberto DaMatta, María Elena Rivera Cusicanqui (también conocida como Silvia Rivera Cusicanqui), hasta figuras mexicanas como Guillermo Bonfil Batalla, Julio Glockner, Elsa Malvido, Alicia Barabas, Carlos Garma o Héctor Díaz-Polanco— han demostrado que el cuerpo es un espacio donde se inscriben memoria, frontera, disciplina y sentido. Sus obras revelan cómo los gestos rituales condensan historias colectivas, tensiones sociales y formas de pertenencia.
La Pasión de Iztapalapa confirma esa idea: el cuerpo es archivo vivo, territorio simbólico y materia con la que la comunidad reescribe, año con año, su propia historia.
A diferencia del teatro profesional, donde la actuación se separa del sujeto, aquí el papel se adhiere a la vida. “Ser Cristo”, “ser María”, “ser verdugo”, “ser apóstol” no es un papel transitorio: implica compromiso ético, disciplina, preparación emocional. Quien representa, se transforma.
Y quien observa, participa: llorando, acompañando, siguiendo el recorrido, sosteniendo al otro para no caer. La comunidad se vuelve multitud ritual: el cuerpo colectivo.
V. La ciudad suspendida: La periferia como centro simbólico
La Pasión convoca cada año entre dos y tres millones de personas. Pero esa cifra, impresionante como es, dice poco de lo que realmente ocurre. Lo importante no es cuántos llegan, sino cómo el territorio se transforma. Calles que al amanecer son tránsito normal se convierten en senderos rituales. Plazas que de noche funcionan como mercados se vuelven estaciones litúrgicas. El Cerro de la Estrella, que suele ser parte del paisaje habitual, reaparece como monte sagrado.
La ciudad global —esa que mide todo en términos de movilidad, eficiencia y espectáculo— se ve obligada a aceptar otra temporalidad: la del rito. La del barrio. La de la memoria.
Durante unos días, el oriente de la ciudad deja de ser periferia y se convierte en el centro simbólico del país. La Pasión no es un evento: es una redistribución del sentido. Invierte los mapas de prestigio, obliga a mirar hacia donde pocas veces se mira.
Y lo hace con una fuerza que no proviene de instituciones, sino de la gente. En esa inversión simbólica reside buena parte de su potencia política: Iztapalapa demuestra que la periferia no solo pide atención; produce significado.
VI. UNESCO y los dilemas del reconocimiento
Que la Pasión de Iztapalapa haya sido postulada a la Lista Representativa del Patrimonio Cultural Inmaterial de la Humanidad no es un gesto menor. Supone entrar a un circuito global de valoración cultural, obtener herramientas para la conservación y fortalecer su visibilidad internacional.
Pero también supone riesgos. La patrimonialización es siempre un arma de doble filo. Puede proteger, pero también puede transformar aquello que toca. Una tradición que se vuelve objeto de interés turístico corre el riesgo de ser moldeada según las expectativas del visitante, no de la comunidad.
El desafío es claro: Proteger sin museificar. La Pasión debe seguir siendo práctica viva, no pieza de exposición. Impulsar la visibilidad sin convertirla en espectáculo para otros. La comunidad debe conservar su derecho a decidir cómo y por qué se realiza el ritual. Reconocer su importancia sin desplazar su origen. La centralidad de la Pasión no proviene del Estado ni de agentes externos, sino de los ocho barrios. Si la UNESCO logra acompañar y no sustituir, la candidatura puede convertirse en una fuerza regenerativa. Si no, corre el riesgo de desdibujar lo que pretende proteger.
VII. La religiosidad popular como forma de pensamiento
Una mirada superficial puede interpretar la Pasión de Iztapalapa como un episodio de fervor religioso. Pero reducirla a ello es perder de vista su profundidad. La religiosidad popular es, ante todo, una forma de pensamiento colectivo. Una manera de producir sentido en condiciones históricas adversas. Una forma de crear vínculos que no se rigen por contratos, sino por promesas.
Lo que ocurre en Iztapalapa muestra que el ritual puede ser más eficaz que la burocracia. Que la fe puede sostener relaciones sociales durante más tiempo que los programas gubernamentales. Y que el barrio, cuando se cohesiona en torno a un acontecimiento compartido, puede convertirse en una fuerza cultural capaz de dialogar con el mundo.
En un país donde las instituciones suelen debilitarse con rapidez, la religiosidad popular aparece como uno de los pocos sistemas capaces de generar continuidad. No continuidad en un sentido lineal, sino continuidad afectiva, comunitaria, ritual.
La modernidad mexicana ha intentado suprimir estos sistemas; no lo ha logrado. La Pasión demuestra que no desaparecen: se adaptan.
VIII. México profundo, ciudad contemporánea
Bonfil Batalla habló del México profundo como un conjunto de saberes y formas de vida que la nación mestiza intentó negar, pero que persistieron, silenciosos y tenaces. Durante décadas, esa categoría se aplicó sobre todo al mundo indígena rural. Sin embargo, Iztapalapa obliga a repensarla. El México profundo no está “allá”, sino “aquí”: en los barrios populares de las grandes ciudades, donde prácticas antiguas conviven con tecnologías contemporáneas.
La Pasión es un claro ejemplo: se organiza con asambleas comunitarias, pero también con redes sociales; se planea en patios colectivos, pero se transmite por plataformas digitales; descansa en genealogías familiares, pero circula globalmente. Es, por tanto, una modernidad distinta: una modernidad con raíz.
La ciudad contemporánea suele pensarse como espacio de fragmentación. Iztapalapa muestra una alternativa: la ciudad como espacio de ritualidad. Como geografía emocional. Como escenario donde lo profundo y lo urbano no se contradicen, sino se potencian.
IX. Lo que esta candidatura le dice al país
La candidatura ante la UNESCO no es solo un reconocimiento cultural. Es un espejo político y social. Dice varias cosas sobre México: Que las periferias producen cultura de alta complejidad, no solo problemas. Que la comunidad organizada puede sostener instituciones vivas durante siglos, incluso sin apoyo estatal constante. Que la religiosidad popular es uno de los sistemas más vigorosos de cohesión social en el país. Que el patrimonio es una práctica, no una vitrina. Que el México profundo sigue vigente, ahora con repercusión global. Quien observe con cuidado entenderá que esta candidatura es, en realidad, una invitación a repensar la nación desde sus márgenes creativos.
X. Epílogo: el país que asciende
Hay un instante durante la Pasión en que miles de personas ascienden al Cerro de la Estrella. Desde lejos, el movimiento parece un solo flujo; de cerca, es un tejido denso de historias personales: la madre que sostiene la fotografía de un hijo ausente, el joven que cumple una promesa silenciosa, el anciano que mantiene una devoción heredada, la niña que ofrece una botella de agua a un desconocido. Cada paso es distinto, pero todos avanzan hacia la misma cima.
En ese ascenso se condensa una metáfora luminosa del país: un México cansado, complejo, desigual, pero todavía capaz de caminar junto. Capaz de convertir el dolor en celebración de la vida. Capaz de sostener, en medio de la incertidumbre contemporánea, un ritual que devuelve sentido al mundo.
La candidatura ante la UNESCO puede o no materializarse —aunque este diciembre se abre una ventana histórica para que así sea—, pero la Pasión de Iztapalapa ya pertenece a la humanidad desde hace décadas: pertenece a esa humanidad que necesita rituales para no desmoronarse, que necesita comunidad para no quedar expuesta a la intemperie, que necesita memoria para no repetirse en el vacío.
Y quizá lo más valioso es que este camino de ascenso no es único. Debería ser la ruta para tantas otras fiestas y ceremonias que, en ese México profundo, sostienen día a día la esperanza y el sentido colectivo: los peregrinos que suben a Chalma, las danzas que reviven en la Montaña de Guerrero, los concheros que caminan hacia Querétaro, los rituales mayas que aún hablan con el maíz, las cofradías rarámuri que escuchan a la madrugada. En todos esos paisajes —tan distintos, tan íntimos, tan públicos— late la misma convicción: que la comunidad es un camino hacia arriba.
La Pasión de Iztapalapa nos recuerda que el México profundo no es melancolía ni reliquia: es fuerza en movimiento. Y que mientras exista un barrio capaz de convertir su historia en un acto colectivo, existirán también pueblos y ciudades dispuestos a levantarse —como cada Seman







