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Atrapados en el mayoritarismo. La pequeña mayoría y la gran nación plural

Signos y sentidos / Por Renán Martínez Casas

Renán Martínez Casas Por Renán Martínez Casas
5 de diciembre de 2025
En Signos y Sentidos
Atrapados en el mayoritarismo. La pequeña mayoría y la gran nación plural

La pequeñña mayoría. AMEXI/ Foto: Istockphoto

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Renán Martínez Casas

En México se instaló una idea que el poder ha repetido hasta convertirla en verdad oficial: la de que existe una mayoría homogénea que respalda sin fisuras al régimen. Una mayoría que supuestamente representa simplemente la esencia moral del país, que habla con una sola voz y que justifica cualquier decisión gubernamental, por dura o autoritaria que sea. Esta narrativa es útil para gobernar sin contrapesos y para descalificar a cualquiera que cuestione, critique o piense distinto.

Pero esa “mayoría” no es lo que parece. No es un bloque sólido ni una comunidad política cohesionada. Es una construcción discursiva que agrupa segmentos sociales dispersos bajo un mismo nombre. Lo que se presenta como unidad es, en realidad, un conjunto de minorías distintas que fueron convocadas alrededor de un proyecto político que les ofreció protección simbólica, identidad moral y un enemigo común contra el cual definirse.

En México, ese mecanismo funcionó porque apareció en un momento de cansancio social, hartazgo con la corrupción y necesidad legítima de cambio. Sin embargo, el paso del tiempo ha mostrado la fragilidad de su pequeña mayoría. La “mayoría” oficialista es relativamente estrecha, depende de reglas de sobrerrepresentación legislativa y se sostiene más por la intensidad de la propaganda que por una identidad realmente compartida.

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La pequeña mayoría y el origen del poder actual

Lo que hoy vemos como un régimen mayoritarista comenzó con un triunfo electoral significativo. A partir de ahí, se acomodaron las piezas para convertir ese margen en una plataforma de poder absoluto: sobrerrepresentación en el Congreso, erosión de organismos autónomos, captura de instituciones y una reforma judicial que desmanteló la división de poderes.

Nada de eso habría sido posible sin la creación discursiva de un sujeto político llamado “el pueblo”, entendido como una entidad uniforme que respalda todo lo que deciden desde el poder. Ese diseño permitió justificar el debilitamiento de contrapesos, la presión sobre la prensa crítica y la reducción de la vida democrática a un plebiscito permanente.

Pero incluso dentro del bloque oficialista existe la conciencia de que esa mayoría es más pequeña de lo que se afirma: una coalición amplia pero frágil, atravesada por diferencias internas y por la ausencia de un proyecto coherente más allá de conservar el poder.

Una sociedad que sigue siendo plural

En México, la pluralidad nunca desapareció. Lo que desapareció fue la capacidad de esa pluralidad para traducirse en fuerza institucional, debido a la estructura legal que amplifica a la primera minoría y reduce políticamente a todas las demás.

Aun así, millones de personas, colectivos, comunidades y organizaciones siguen siendo parte activa de la vida pública. Forman minorías diversas que no comparten un solo proyecto, pero que tampoco están dispuestas a desaparecer de la conversación democrática. No son sectores marginales ni son un puñado disperso: son parte central del país, con demandas legítimas y con un profundo arraigo territorial, cultural y social.

La polarización no ha logrado uniformar a México. Lo ha dividido, sí, pero no lo ha domesticado. Incluso dentro del bloque gobernante existen tensiones, desacuerdos y contradicciones que evidencian que la narrativa de la unidad popular es más propaganda que realidad.

Lo que enseñan las democracias en retroceso

Las investigaciones recientes coinciden en que, en muchos países, se construyen mayorías artificiales que funcionan como bloques de dominación, pero que en el fondo son coaliciones de minorías unidas por el miedo o la vulnerabilidad. No son mayorías fuertes; son mayorías frágiles que necesitan proyectar invencibilidad para justificar la deriva autoritaria.

Ese patrón explica por qué el poder en México depende de la confrontación permanente. Cuando una coalición es débil internamente, necesita enemigos constantes para mantenerse unida y reinterpretar toda disidencia como amenaza.

La consecuencia es conocida: uso del aparato estatal para intimidar, silenciar o disciplinar. Desde esa lógica, cualquier protesta es vista como un intento de la “minoría antipatriótica” por derrotar a la “mayoría nacional”.

La nación real frente a la identidad impuesta

En contraste con esa construcción artificial, la nación es compleja, irregular, diversa y profundamente democrática en sus prácticas cotidianas. La pluralidad cultural, lingüística, ideológica y territorial del país no puede reducirse a una sola identidad política sin producir exclusión, injusticia y autoritarismo.

Aceptar esa pluralidad como un valor democrático implica reconocer que ninguna fuerza política puede reclamar para sí la representación total de México. Implica también entender que los grupos que hoy están fuera del poder —oposición, organizaciones sociales, colectivos de víctimas, pueblos indígenas, movimientos feministas, expresiones juveniles y barriales, ciudadanos sin partido— no son piezas menores. Forman el tejido vivo de la nación democrática.

Lo que se suele llamar confrontativamente “minorías opositoras” no son grupos insignificantes: son las partes esenciales que permiten que un país sea más grande que su gobierno.

Un nuevo enfoque democrático: gobernar desde la diversidad

En este punto vale recuperar una idea central de las investigaciones actuales sobre democracia: los países funcionan mejor cuando los grupos que forman su sociedad pueden ejercer derechos y participar políticamente como minorías, sin tener que someterse a una categoría mayoritaria que pretende definirlos.

Es decir, la democracia funciona cuando ninguna fuerza política exige uniformidad y cuando el sistema reconoce que todos tienen derecho a un lugar en la conversación pública, incluso si su tamaño electoral es reducido.

Esto importa para México por una razón clave: el movimiento democrático que resiste al mayoritarismo no necesita convertirse en una nueva mayoría artificial. Necesita algo más profundo: reconstruir un proyecto común que reconozca la diversidad interna sin que esa diversidad sea vista como debilidad.

El reto político: unir sin uniformar

 La oposición democrática en México suele enfrentar un dilema: ¿cómo articular un proyecto común sin borrar las diferencias? ¿Cómo coordinar esfuerzos sin pretender que todos piensen igual? ¿Cómo construir una alternativa nacional sin caer en la misma lógica de homogeneidad que hoy criticamos?

La respuesta está en asumir que la pluralidad no es un problema a resolver, sino un activo político. Las comunidades indígenas, los movimientos feministas, los sindicatos independientes, las organizaciones urbanas, los científicos, los periodistas, los estudiantes, los trabajadores informales, los movimientos por la paz: todos representan experiencias, saberes y agendas que enriquecen el horizonte democrático.

No se trata de diluir esas diferencias, sino de encontrar un marco común donde todas puedan convivir. Ese marco no puede ser una identidad uniforme, sino un compromiso político claro: reconstruir la democracia como un espacio donde ninguna mayoría, ni grande ni pequeña, pueda aplastar a las demás.

El regreso de lo local y la fuerza de lo cotidiano

La resistencia al autoritarismo no empieza en las élites ni en los partidos, sino en lo local. En barrios, municipios, comunidades rurales, universidades, colectivos profesionales. México tiene esa reserva democrática: redes vecinales, radios comunitarias, organizaciones de base, grupos de defensa del territorio, movimientos por la justicia y colectivos de víctimas que actúan sin reflectores, pero con enorme constancia.

Ahí, en esa política sin protagonismos, es donde suele renacer la democracia. Ahí es donde los ciudadanos vuelven a encontrarse, a escucharse y a construir confianza. Ahí es donde la polarización pierde fuerza y donde la pluralidad deja de ser un problema para convertirse en sentido común.

Recuperar la nación plural

México no está condenado a la política del miedo ni a una falsa mayoría que gobierna con intolerancia. La pequeña mayoría que hoy detenta el poder necesita enemigos permanentes para mantenerse unida. Las minorías democráticas no: su fuerza nace de la experiencia real, del trabajo comunitario, de la defensa cotidiana de derechos y de la convicción de que la justicia no es una bandera partidista, sino un horizonte común.

Los últimos cuatro párrafos preservados (adaptados al estilo ciudadano)

El desafío es recuperar la pluralidad democrática como un espacio compartido. No se trata de volver a un pasado idealizado, sino de afirmar que ningún proyecto nacional puede sostenerse si elimina o margina la diversidad real del país. Frente al mayoritarismo, la salida no es construir otra mayoría artificial, sino defender el derecho de todos a existir como son.

En vez de uniformar, necesitamos acuerdos que respeten la diferencia. En vez de imponer, necesitamos instituciones que garanticen derechos para quienes piensan distinto, para quienes siguen luchando desde sus propias causas y desde sus propios territorios. La nación se fortalece cuando nadie es obligado a callar o a renunciar a su identidad para encajar en una etiqueta política.

La democracia mexicana todavía puede reconstruirse si se acepta que este país no cabe en un solo nombre, en una sola voz ni en un solo movimiento. La pluralidad es el núcleo de nuestra vida pública y es también la fuente más sólida de nuestra resistencia.

México será democrático en la medida en que todas sus minorías —las grandes y las pequeñas, las visibles y las invisibles— recuperen su lugar en la conversación nacional. Sólo así podremos frenar el mayoritarismo autoritario y evitar que una mayoría, por pequeña que sea, decida el destino común desde el miedo y la exclusión.

 

Etiquetas: democraciamayoríaPortada 1
Renán Martínez Casas

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