• Nosotros
  • Contacto
  • Directorio
  • Aviso de Privacidad
Sin Resultados
Ver todos los resultados
AMEXI
  • Nacional
  • Voz Laboral
  • Exclusivas
  • Estados
  • Internacional
  • Economía
  • Deportes
  • Espectáculos
  • Cultura
  • Vida y Estilo
  • Opinión
  • Multimedia
    • Fotogalería
    • Infografía
    • Video
Writy.
  • Nacional
  • Voz Laboral
  • Exclusivas
  • Estados
  • Internacional
  • Economía
  • Deportes
  • Espectáculos
  • Cultura
  • Vida y Estilo
  • Opinión
  • Multimedia
    • Fotogalería
    • Infografía
    • Video
Sin Resultados
Ver todos los resultados
AMEXI
Sin Resultados
Ver todos los resultados

Anatomía de un odio que se disfraza de opinión (Opinión)

El judaísmo no es el sionismo. El judaísmo es una tradición milenaria, religiosa, cultural y ética, plural en sus prácticas y en sus interpretaciones

Boris Berenzon Gorn Por Boris Berenzon Gorn
16 de diciembre de 2025
En Opinión, Rizando el Rizo
Embajada de Israel en México condena ataque terrorista en Sídney

El antisemitismo no pertenece únicamente a la historia del racismo o de la intolerancia. AMEXI / FOTO: Cortesía (Archivo)

CompartirCompartirCompartir
A la memoria de mi padre, Tobias Berenzon,
y a la presencia viva de mis hermanos:
Shoshana, RodrigoYaacob, Salomón, Rafael y Melissa

El atentado ocurrido en Sídney, en un contexto marcado por la celebración de Janucá, no es un hecho aislado ni una anomalía estadística. Es, más bien, una fisura por la que asoma una vieja pulsión que atraviesa siglos y sistemas políticos: el antisemitismo.

La conmoción que siguió al ataque fue inmediata, pero también lo fue el impulso de convertir esa conmoción en capital simbólico. Benjamín Netanyahu no tardó en transformar el miedo en argumento y en atribuir responsabilidades al reconocimiento australiano del Estado palestino.

Así, una agresión concreta se volvió munición discursiva. El dolor volvió a ser usado: no solo como duelo legítimo, sino como palanca política. Conviene detenerse ahí, no para eludir la geopolítica —que es legítima y necesaria—, sino para formular una pregunta más profunda y más incómoda: ¿qué significa realmente odiar a los judíos? ¿De qué hablamos cuando alguien dice “odio a los judíos” como si se tratara de una postura provocadora, de una rebeldía intelectual o de una opinión más en el mercado de las ideas?

Te Puede Interesar

Adiós a José Víctor Crowley: El color como destino

Adiós a José Víctor Crowley: El color como destino

16 de diciembre de 2025
Semana decisiva para Trump

Nuevo orden mundial trumpista

15 de diciembre de 2025
Lee: Embajada de Israel en México condena ataque terrorista en Sídney

Parte de esa confusión —y no es una confusión inocente— proviene de la identificación automática entre judaísmo y sionismo.

Es indispensable decirlo con claridad, incluso cuando incomoda: el judaísmo no es el sionismo. El judaísmo es una tradición milenaria, religiosa, cultural y ética, plural en sus prácticas y en sus interpretaciones, atravesada por la diáspora, por la lectura, por la discusión y por la memoria.

El sionismo, en cambio, es una corriente política moderna, nacida en un contexto histórico específico, con múltiples vertientes, debates internos y transformaciones a lo largo del tiempo. Confundirlos no solo empobrece el análisis: habilita la deshumanización.

Existen —y hemos existido siempre— muchos judíos dentro y fuera de Israel que ponemos en duda el sionismo, sus derivas nacionalistas, la lógica de guerra permanente, el usufructo político del miedo, la instrumentalización del dolor histórico y la ocupación como horizonte normalizado.

Existen judíos que criticamos la guerra

Existen judíos que ponemos en duda la idea de un Estado definido por una identidad cerrada; judíos que criticamos la guerra no por ingenuidad, sino por responsabilidad ética; judíos que se oponen al uso del antisemitismo como escudo retórico para silenciar toda crítica.

Esa tradición crítica no es marginal ni reciente: forma parte del corazón mismo del pensamiento judío, de su vocación por la pregunta y por el desacuerdo.

Pero esa crítica —y aquí no puede haber ambigüedad— no tiene nada que ver con el antisemitismo. Al contrario: nace precisamente de una ética que se niega a convertir la historia del sufrimiento judío en licencia para producir sufrimiento ajeno, y que se niega también a permitir que el odio a los judíos se disfrace de análisis político.

Criticar el sionismo, discutir una guerra, discutir un gobierno o una estrategia militar no autoriza, bajo ninguna circunstancia, el odio a los judíos como pueblo, como cultura o como personas.

El antisemitismo no es una crítica: es una forma de violencia simbólica que prepara siempre otras violencias.

El odio a los judíos no se combate relativizándolo

Por eso es necesario decirlo en primera persona, sin rodeos y sin temor: somos muchos los judíos que, estemos donde estemos, saldremos —intelectual, cultural y públicamente— a luchar contra el antisemitismo. No como un reflejo identitario, sino como una obligación ética.

Porque el odio a los judíos no se combate relativizándolo, ni instrumentalizándolo, ni subordinándolo a disputas geopolíticas coyunturales. Se combate nombrándolo, desenmascarándolo y rechazándolo sin condiciones.

La crítica al sionismo y a la guerra pertenece al campo del pensamiento político; el antisemitismo pertenece al campo del odio. Confundirlos es una forma de irresponsabilidad intelectual. Usar uno para justificar el otro es una forma de corrupción moral. Y guardar silencio ante el antisemitismo, venga de donde venga, es una forma de complicidad.

En tiempos de polarización extrema, sostener esta distinción exige valentía. Pero es una valentía que no busca aplausos, sino coherencia. Porque defender a los judíos del antisemitismo no implica renunciar al pensamiento crítico, y pensar críticamente la política israelí no implica renunciar a la dignidad humana.

Ambas cosas pueden —y deben— sostenerse al mismo tiempo. Esa tensión no es una debilidad: es el lugar mismo de la ética.

Decir “odio a los judíos” no es una provocación. No es una herejía valiente. No es pensamiento crítico. Es, consciente o inconscientemente, odiar una parte sustantiva del mundo moderno.

Pero este juicio no busca complacer una narrativa de autocelebración occidental ni reemplazar la reflexión por una consigna moral. Lo que intenta nombrar es otra cosa: el antisemitismo no es un desacuerdo con una doctrina; es una forma de empobrecer el mundo, de simplificarlo a golpes, de reducirlo a una fábula de culpables.

Hay palabras que no describen una postura, sino una renuncia. “Odio a los judíos” es una de ellas. No nombra una opinión entre otras, ni una provocación destinada a sacudir conciencias dormidas. Nombra el abandono deliberado de la complejidad del mundo. Es una frase que clausura el pensamiento antes de que este pueda siquiera comenzar. Porque odiar a los judíos no es odiar una idea: es odiar una forma de habitar la humanidad.

El antisemitismo no pertenece únicamente a la historia del racismo o de la intolerancia

Para comprenderlo, hay que aceptar que el antisemitismo no pertenece únicamente a la historia del racismo o de la intolerancia, aunque dialogue con ambos; pertenece también a la historia de la razón cuando la razón fracasa.

Spinoza lo intuyó con una claridad sin estridencias: el odio no es una pasión fuerte, sino una pasión triste, nacida de la impotencia. No amplía el mundo: lo reduce.

El antisemitismo, visto desde ahí, es una tristeza que se disfraza de explicación. Allí donde la realidad es compleja, ambigua, injusta, contradictoria —y casi siempre lo es—, el antisemitismo ofrece un consuelo oscuro: “no es tan complicado; hay un culpable”.

Ese consuelo, que parece aliviar, en realidad corroe. Corroe la inteligencia, porque reemplaza la investigación por la sospecha; corroe la ética, porque reemplaza el reconocimiento por la acusación; corroe la política, porque reemplaza la deliberación por el linchamiento.

El antisemitismo no funciona como un desacuerdo racional. No discute ideas, no examina políticas públicas, no contrasta argumentos. Funciona como una estructura explicativa total. En ella, “los judíos” no son personas concretas, sino una abstracción omnipotente a la que se le atribuyen todos los males: crisis económicas, derrotas nacionales, decadencia moral, manipulación cultural, conspiraciones invisibles.

Es el atajo cognitivo por excelencia: una respuesta simple a problemas complejos. Por eso el antisemitismo no necesita pruebas. Necesita relatos. No necesita hechos. Necesita símbolos. Y el judío —figura del extranjero interno, del que no encaja del todo, del que piensa, traduce, comercia, interpreta— ha sido históricamente el recipiente perfecto para ese odio.

El antisemitismo se alimenta de la fantasía…

Aquí aparece una clave cultural decisiva: el antisemitismo se alimenta de la fantasía de que existe una pureza originaria que ha sido corrompida por un elemento extraño. El judío, en esa lógica, no es un vecino: es una metáfora. Y cuando una persona es convertida en metáfora, ya está medio expulsada del mundo moral. La violencia física suele llegar después, como una consecuencia “natural” de una deshumanización previa.

Lévinas lo formuló con una radicalidad que incomoda: el rostro del otro no es una idea; es una interpelación anterior a cualquier doctrina. El rostro dice “no matarás” antes de toda ley. El antisemitismo comienza exactamente cuando ese rostro es borrado y sustituido por una categoría: “ellos”. “Los judíos”. “Esa gente”. Ahí se rompe el pacto básico de la ética moderna: el reconocimiento del otro como sujeto singular.

Por eso el antisemitismo es tan viejo y tan adaptable. Ha sabido cambiar de máscara sin cambiar de mecanismo.

En épocas teológicas, se sostuvo en acusaciones religiosas y mitologías de impureza. En épocas nacionalistas, se incrustó en la idea de “cuerpo extraño” dentro de la nación. En épocas seudocientíficas, se envolvió en “razas” y determinismos biológicos. En épocas de crisis económica, reapareció como explicación conspirativa del dinero, de la banca, de la deuda.

En épocas de alta tensión geopolítica, mutó en la confusión interesada entre judíos, Israel y sionismo. Es una plasticidad extraordinaria: como si el antisemitismo fuera menos una ideología que un reflejo condicionado del pensamiento cuando el pensamiento renuncia.

Adorno lo dijo de otra manera: cuando la razón se vuelve puramente instrumental y pierde su dimensión autocrítica, regresa al mito. El antisemitismo es un mito moderno: se disfraza de datos, se maquilla con jerga política, presume “realismo”, pero ofrece lo mismo de siempre: una explicación total que absuelve al que acusa.

Una de las trampas más eficaces del antisemitismo contemporáneo —y también una de las más rentables políticamente— es la confusión deliberada entre judíos, judaísmo, Estado de Israel y sionismo.

Los judíos no son una ideología. El judaísmo no es un Estado…

Los judíos no son una ideología. El judaísmo no es un Estado. Israel no es “los judíos”. El sionismo no es una esencia única ni un dogma monolítico. Estas frases, simples en apariencia, son en realidad una higiene conceptual imprescindible. Sin ellas, el debate se vuelve un tribunal moral donde se juzga a colectivos por pertenencia, no a gobiernos por decisiones.

Esa confusión produce un efecto inmediato: habilita la culpabilización colectiva. El judío concreto —que vive en la diáspora, que no vota en Israel, que incluso puede oponerse radicalmente a políticas del Estado israelí— queda convertido en representante de decisiones ajenas. Se reactiva así una lógica arcaica: la del enemigo interno, la del vecino sospechoso, la del cuerpo siempre ya culpable.

Hegel habría reconocido ahí un mecanismo clásico: cuando una comunidad no logra reconciliarse con sus propias contradicciones, externaliza el conflicto y lo deposita en un otro absoluto.

Pero conviene añadir una lectura cultural contemporánea: ese otro absoluto es funcional porque permite una economía emocional. No hay que elaborar pérdidas, desigualdades o frustraciones; basta con señalar.

El señalamiento, además, genera cohesión: el grupo se une odiando. René Girard lo formuló en clave antropológica: las sociedades buscan a veces una víctima sacrificial para restaurar un orden simbólico; el chivo expiatorio produce una paz falsa, una reconciliación fundada en la expulsión. El antisemitismo es, tristemente, una de las formas más persistentes de esa lógica sacrificial en la modernidad.

El judaísmo es una tradición cultural

El judaísmo, sin embargo, es —entre muchas otras cosas— una tradición cultural que ha hecho de la interpretación un modo de responsabilidad. Es una cultura del comentario, de la exégesis, de la conversación con el texto y con el tiempo. Hay ahí una pedagogía profunda: la pregunta no es un defecto; es una forma de fidelidad. La ley no se “posee”; se discute. La memoria no se “administra”; se reinterpreta.

Por eso, una idea simplificadora del antisemitismo resulta especialmente violenta: odia precisamente la complejidad interpretativa que el judaísmo simboliza. Odia el matiz, odia la tradición como debate, odia el pensamiento como conversación interminable. Odia, en suma, la existencia de un pueblo que ha sobrevivido no por pureza, sino por lectura; no por unanimidad, sino por disputa; no por clausura, sino por pregunta.

El antisemitismo insiste en presentar a los judíos como una abstracción. Pero los judíos no son un concepto. Son personas concretas, con historias, obras, cuerpos, biografías, contradicciones.

Personas que han contribuido —como tantos otros pueblos— a la construcción del mundo que habitamos. No porque “valgan más”. No porque sean “superiores”. Sino porque han estado ahí, participando, pensando, creando, discutiendo.

Los judíos valen porque son humanos

Y aquí conviene ser precisos, porque la precisión también es justicia: los judíos no “valen” por lo que aportaron. Valen porque son humanos. Kant lo diría sin adornos: la dignidad humana no depende de méritos, talentos ni contribuciones. No se enumera. Se reconoce.

Toda defensa basada en inventarios —de premios, de genios, de aportes— cae en una trampa moral: sugiere que la existencia debe justificarse. Pero ninguna vida necesita currículum para ser inviolable.

Esto no implica negar el peso cultural de la experiencia judía en la historia de Occidente y del mundo, sino evitar convertir ese peso en condición de derecho.

Odiar a los judíos toca fibras profundas: toca la tradición ética que atraviesa el monoteísmo, toca la genealogía cultural del cristianismo (Jesús como judío histórico), toca la filosofía medieval y moderna (Maimónides, Spinoza), toca la lectura crítica del poder (Arendt), toca la pregunta por el inconsciente (Freud), toca la relación entre ciencia y mundo vivido (Einstein).

Pero la idea central no es “sin ellos no habría progreso”; la idea central es más exigente: sin reconocimiento del otro no hay humanidad posible. Defender a los judíos frente al antisemitismo es defender la condición misma de lo humano, la posibilidad de que el otro exista sin ser convertido en culpa.

Resulta favorable el siglo XXI para el antisemitismo

En el siglo XXI, además, el antisemitismo ha encontrado un medio que le resulta favorable: el ecosistema digital. No siempre se presenta con botas y brazaletes. A menudo aparece en forma de meme, de ironía, de “pregunta incómoda”, de video viral que “solo está mostrando datos”.

Las plataformas digitales aceleran la circulación de viejas fantasías con nuevas estéticas. Lo conspirativo tiene ventajas técnicas: se cuenta en minutos, se comparte con facilidad, produce emoción inmediata, promete una revelación.

La verdad, en cambio, es lenta: exige fuentes, comparaciones, contexto, duda. Esta asimetría es peligrosa. Bauman diría que en la modernidad líquida la responsabilidad se disuelve con facilidad: el odio circula sin firma, sin costo, sin rostro. Nadie parece responsable de lo que comparte, como si el acto de reenviar no fuera también un acto moral.

Freud habría reconocido en ese mecanismo una economía del malestar: el odio como descarga pulsional, como alivio momentáneo frente a una angustia que no se sabe nombrar.

Y Arendt habría añadido algo más inquietante: el mal se vuelve banal cuando el pensamiento se suspende, cuando el juicio moral es reemplazado por automatismos.

Antisemitismo digital es, muchas veces, banal

El antisemitismo digital es, muchas veces, banal: no porque sea pequeño, sino porque se vuelve rutina. Se comparte por inercia. Se repite por pertenencia. Se naturaliza por saturación. Ese es uno de sus triunfos contemporáneos: hacerse costumbre.

De ahí que combatir el antisemitismo no sea censurar —o no solo—, sino educar en la complejidad. Enseñar a distinguir crítica de odio. Debate de deshumanización. Política de mito. Enseñar a reconocer los viejos tropos que reaparecen con trajes nuevos.

Enseñar a separar las categorías que se confunden deliberadamente: judaísmo, judíos, Israel, sionismo. Enseñar que la crítica a un gobierno se hace con criterios comparables a los que se aplican a cualquier gobierno, y que la culpabilización colectiva es siempre una forma de racismo moral.

Enseñar, en suma, una alfabetización ética y digital: no solo “verificar datos”, sino comprender estructuras de propaganda, incentivos algorítmicos, lógicas de polarización.

Pero el combate cultural no puede quedarse en la defensa reactiva. Debe ser propositivo: construir una cultura pública donde el desacuerdo no necesite deshumanizar. Donde el conflicto político no exija un enemigo metafísico. Donde la memoria no sea un arma arrojadiza, sino un trabajo de elaboración.

Ricoeur hablaría aquí de la “memoria herida”: cuando una comunidad no elabora su dolor, lo convierte en resentimiento; y el resentimiento busca un objeto. La política, entonces, se vuelve una fábrica de culpables. El antisemitismo prospera en ese terreno: ofrece un objeto antiguo y disponible.

Combatir el antisemitismo es defender el derecho de otro de existir

Combatir el antisemitismo, por tanto, no es defender a “un grupo”. Es defender la razón frente al delirio. La memoria frente a la amnesia interesada. La cultura frente a la barbarie elegante. Es defender la sociedad abierta, diría Popper, frente a quienes buscan certezas absolutas. Es defender el derecho del otro a existir sin ser convertido en explicación del mal.

Es defender el espacio del juicio contra el automatismo de la consigna. Porque cada vez que una sociedad acepta que puede explicarse expulsando a un grupo, erosiona las condiciones mismas de su futuro. El antisemitismo no es solo un odio contra los judíos: es un ensayo general de deshumanización.

Al final, todo odio es una forma de pereza moral. Odiar ahorra el esfuerzo de pensar, de recordar, de reconocer en el otro un espejo incómodo. El antisemitismo persiste porque promete una claridad falsa allí donde la vida es ambigua, porque ofrece un culpable allí donde haría falta asumir responsabilidades compartidas.

Odiar a los judíos es amar los frutos y odiar el árbol: disfrutar del mundo moderno mientras se desprecia una de sus raíces simbólicas; pero, sobre todo, es destruir el suelo ético que hace posible cualquier convivencia.

Odiar a los judíos es odiar la fragilidad de la civilización, esa arquitectura hecha de palabras, memoria y acuerdos siempre provisionales. Es odiar la pregunta que no se cierra, la tradición que no se petrifica, la identidad que no se deja encerrar en un solo nombre. Es odiar la humanidad cuando esta se rehúsa a volverse simple.

Defender a los judíos es un acto de fidelidad a la razón

Defender a los judíos frente al antisemitismo no es un gesto de filiación ni una toma de partido. Es un acto de fidelidad a la razón, a la memoria y a la dignidad del otro.

Es afirmar que ninguna vida necesita justificarse, que ningún dolor debe ser instrumentalizado, que ninguna cultura puede sobrevivir si convierte al vecino en explicación del mal.

Mientras exista alguien dispuesto a escuchar un relato distinto del suyo, a sostener la incomodidad de la diferencia, a mirar un rostro sin convertirlo en símbolo, habrá todavía una posibilidad para el mundo. Y esa posibilidad —frágil, exigente, humana— es lo único que vale la pena defender.

Etiquetas: AustraliaJanucájudaísmojudiosodiarodioPortada 1Síndey
Boris Berenzon Gorn

Boris Berenzon Gorn

Te Puede Interesar

Adiós a José Víctor Crowley: El color como destino

Adiós a José Víctor Crowley: El color como destino

16 de diciembre de 2025
Semana decisiva para Trump

Nuevo orden mundial trumpista

15 de diciembre de 2025

El primer robo gringo a México: las rojas “nochebuenas”

14 de diciembre de 2025

SENASA, investigación y amenazas

12 de diciembre de 2025
Next Post
Salud refuerza llamado a vacunarse ante variante H3N2

Salud refuerza llamado a vacunarse ante variante H3N2

Buscar

Sin Resultados
Ver todos los resultados

Síguenos en Redes

Sigue el canal de AMEXI

¡Compra tus boletos aquí!

¡Compra tus boletos aquí!

Amexi

Queda prohibida la reproducción total o parcial sin autorización previa, expresa o por escrito de su titular. Todos los derechos reservados ©Agencia Amexi, 2024.

  • Nosotros
  • Contacto
  • Directorio
  • Aviso de Privacidad

© 2024 AMEXI

Sin Resultados
Ver todos los resultados
  • Nacional
  • Voz Laboral
  • Exclusivas
  • Estados
  • Internacional
  • Economía
  • Deportes
  • Espectáculos
  • Cultura
  • Vida y Estilo
  • Opinión
  • Multimedia
    • Fotogalería
    • Infografía
    • Video

© 2024 AMEXI

Are you sure want to unlock this post?
Unlock left : 0
Are you sure want to cancel subscription?
-
00:00
00:00

Queue

Update Required Flash plugin
-
00:00
00:00