Confesiones de una guitarra viajera
Por Jorge Manjarrez
Me llamo Gibson J-160E. Sí, esa guitarra Gibson que ha viajado por décadas. Nací en 1962 y fui comprada por un tal John Lennon, un flaco de Liverpool que parecía haber salido de un taller de carpintería con pinta de santo blasfemo. Conmigo escribió “She Loves You”, “I Want to Hold Your Hand” y hasta esbozó “Norwegian Wood”. Luego me perdieron en un show benéfico en 1963, me subastaron décadas después y terminé en manos de coleccionistas, como si fuera un fetiche de reliquia pop.
De Lennon a los Gallagher: crónicas de caos y gloria
Hasta que un día, en una subasta donde corría más champán que sangre azul, escuché dos voces nasalonas discutiendo: “Esa es la guitarra Gibson de Lennon, mate” gritaba uno. “No te hagas, es mía, yo toco mejor que tú”, ladraba el otro. Eran los Gallagher, los Morrissey del proletariado mancuniano con resaca permanente: Liam y Noel.
Me compró Noel, porque siempre fue el Beatlemaníaco de la familia. Liam sólo quería parecerse a Lennon con lentes oscuros y andares de mesías callejero, pero tocaba la pandereta como si fuera un arma. Noel me colgó del hombro, con esa pinta de fontanero que ganó la lotería, y empezó a tocar “Don’t Look Back in Anger” como si de verdad supiera de qué iba la nostalgia. Yo sentí cosquillas: era como si mi viejo dueño resucitara en un pub de Manchester con olor a cerveza caliente.
Las peleas eran legendarias. En los camerinos me dejaban recargada contra un Marshall mientras volaban botellas y frases como cuchillos: “Eres un Elvis de segunda, Liam.” “Y tú eres un McCartney sin gracia, Noel.”
Yo los veía como vi a John y Paul en Hamburgo, pero sin talento para disimular el odio. Ellos sí llevaron la rivalidad hasta el ring mediático: MTV, NME, Rolling Stone; todas las portadas olían a pólvora y coca barata. El 1996 de Knebworth parecía Woodstock con chándales: 250 mil personas coreando a dos tipos que se detestaban más que a los paparazzi.
Mientras tanto, yo me preguntaba cuándo me romperían. Pero Noel me cuidaba; sabía que yo era más valiosa que su ego. Liam intentó tocarme una vez en una prueba de sonido, y yo, no es broma, desafiné sola. Ni Lennon me hizo eso.
Con los Gallagher entendí que las guitarras somos testigos de la comedia humana: chicos de barrio que sueñan con ser dioses, dioses que terminan peleándose por quién se queda con la corona. En 2009, en Rock en Seine, la historia llegó a su final: un backstage, un tajo en una guitarra (no era yo, por suerte) y la frase que enterró Oasis: “No puedo seguir trabajando con mi hermano”.
Hoy sigo colgada en un estudio de Noel, que graba discos con olor a madurez y sarcasmo. Liam sigue en gira, en plan Lennon reencarnado. Yo, la guitarra Gibson J-160E, sólo sonrío (si pudiera) cuando suena en la radio “Champagne Supernova” y recuerdo la voz de John murmurando “imagine all the people” en 1969.
Llevaba años en reposo, acumulando polvo, sueños enterrados, escuchando rumores contra las paredes del museo de reliquias del rock. Pero entonces… algo pasó.
Oasis, el retorno
El telón se corrió un día lluvioso de 2025. Escuché voces que no habían sonado así desde 2009 (o quizá desde 1996). Un anuncio: Oasis, Liam y Noel Gallagher, hermanos de batalla, reputación hecha pedazos de pleitos, estaban reuniéndose para tocar. Oasis Live ’25 Tour.
El 4 de julio de 2025, Cardiff. Me colgaron del hombro… no con el honor que tenía con Lennon, pero con emoción de sobra. Liam subió primero: camiseta básica, gafas, porte provocador; Noel lo siguió, guitarra en mano: mirada firme, como quien vuelve de una larga guerra. El estadio se estremeció cuando empezaron con “Hello”, aquella introducción de Morning Glory.
Me estremecí: las cuerdas vibraban. Liam gritó, Noel rasgueó, y el público respondió con cada nota, con cada frase que pasó décadas sonando en bares de estudiantes, en fiestas, en auriculares a medianoche. Eran los nuevos himnos de los viejos heridos.
Mientras los flashes captaban los abrazos, yo recordaba cuando Liam arrojó un tamborín a Noel (sí, ocurrió) o cuando Noel salió despedido por un pasillo tras insultos mutuos. Cada risa en el escenario era un fantasma derrotado. Cada ovación, venganza dulce. Porque ellos lo sabían: sin esas peleas, sin ese caos, Oasis quizá no sería Oasis. La tensión fue el combustible del desastre glorioso que luego se hizo himnos.
Yo, guitarra Gibson J-160E de Lennon, pensé: “Si John me viera ahora, con estos dos, sonriente o retorcido, no sé”. Quizá diría que es poesía: dos hermanos que gritan, que sangran, que se insultan, que se sienten incompletos sin la sombra del otro y, aun así, se necesitan para crear algo más grande que ellos mismos.