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No te pierdas la nueva exposición del MUNAL: «Bajo el signo de saturno, adivinación en el arte»

Una exposición con la curaduría a cargo de David Cáliz

Redacción Amexi Por Redacción Amexi
28 de mayo de 2025
En Cultura
MUNAL

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Por: Jhoselyn Soria Crecencio 

Bajo el signo de Saturno, Adivinación en el arte  la nueva muestra del Museo Nacional de Arte (MUNAL), no sólo comparte nombre con el ensayo de la escritora Susan Sontag: comparte su herida, su obsesión, su deseo de mirar donde no se debe.

Entre vitrinas empañadas de tiempo y paredes que murmuran símbolos, más de 200 piezas —pintura, grabado, escultura, fotografía, arte textil, documentos gráficos— se confabulan para invocar algo más que historia. 

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No se entra a esta exposición como quien entra a un museo; se entra como quien sueña despierto, como quien busca respuestas sin saber la pregunta.

La exposición, con la curaduría a cargo de David Cáliz, contiene cuatro núcleos que  se expanden como constelaciones rotas:

Nigromancia. Invocar a los muertos.
Clarividencia. Ver lo que no debe verse.
Astrología. Consultar las estrellas.
Terror cósmico. La incertidumbre del futuro.

 

Voces que no mueren: invocaciones espiritistas que desde el pasado iluminan el presente político y el despertar feminista desde los rincones invisibles del poder

El primer núcleo, titulado Nigromancia. Invocar a los muertos, no es una puerta al pasado,  es un rito cerrado, es un eco que vuelve desde los siglos XIX y XX, donde la incertidumbre histórica se transformó en necesidad espiritual. Donde lo invisible, lejos de ser negado, fue abrazado como verdad profunda. Nos convoca una práctica antigua, una que camina entre velos, entre susurros que aún tiemblan en los muros de los salones apagados: nigromancia, la palabra que cruje como hueso seco y aún así abre la carne de lo invisible.

Allan Kardec,  filósofo y escritor espiritista francés del siglo XIX, se vuelve faro. Sus textos El libro de los espíritus y El libro de los médiums dejan de ser tratados doctrinales, para volverse pulsaciones vivas. En sus páginas, el mundo material y el espiritual se entrelazan como dos amantes condenados a separarse. Pero en esa tensión se encuentra una forma de sentido: un intento desesperado y hermoso por explicar lo inexplicable.

México recibe estas ideas como se recibe a un dios nuevo: con duda, con fervor, con hambre. Refugio Indalecio González siembra la semilla del espiritismo a través de la revista  Ilustración Espírita, y lo hace desde abajo, desde la tierra caliente del pueblo, alejándose de los salones aristocráticos y llevando la palabra espírita al cuerpo colectivo.

En este clima de desgarro y renovación, el espiritismo no solo era una creencia. Era una estética: una forma de mirar, de pintar, de narrar. Una forma política de sentir. 

Francisco I. Madero, más allá del mártir político, se nos revela como médium. Un presidente que hablaba con los muertos y creía en la fuerza transformadora de los espíritus. Un retrato suyo —proveniente del Castillo de Chapultepec— cuelga frente a una sátira de El Ahuizote que lo llama loco. Pero entre la caricatura y el retrato vive una verdad: lo que se burla de lo invisible teme su poder. Y mientras los hombres hablaban con espectros  buscando las respuestas del universo, las mujeres “se convirtieron en ellos”.

 

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Silenciadas en la vida pública, hallaron en el espiritismo un espacio de ruptura. Las médiums no eran adornos ni curiosidades: eran oráculos y guerreras. Desde esa frontera entre la vida y la muerte, pronunciaron palabras que estaban prohibidas en el mundo de los vivos: injusticia, dolor, deseo, poder. Una forma de feminismo oculto, de rebeldía desde la penumbra. Ahí están, inmortalizadas en la obra Las espiritistas de Juan Téllez. No son musas, no son sombras. Son fuerza, son canal, son voz. Y luego, en el filo de la tragedia, justo antes del asesinato de Madero, Alfonso Reyes escribe La cena, un cuento breve, hipnótico, donde lo real se disuelve como incienso. Un hombre, dos mujeres, un banquete que no pertenece a este mundo. La muerte rondando en forma de invitación.

Madero muere. Y con él, el espiritismo pierde su lugar en lo visible, pero gana profundidad en lo íntimo. La historia se ríe de sus médiums, pero les teme en silencio. Porque lo visible, con sus certezas y límites, nunca fue suficiente. Porque hay cuerpos que se resisten a dejar la tierra. Porque hay dolores que sólo se exorcizan nombrándolos desde la oscuridad.

En esa misma oscuridad, Julio Ruelas —poeta del símbolo y del abismo— ilustra El cuervo de Edgar Allan Poe. Sus trazos no imitan: traducen; no dibujan: invocan. El dolor se vuelve línea. Y La muerte, estética.  

Y no podemos olvidar que en la cultura popular, José Guadalupe Posada, con su trazo suelto y su mirada filosa, le dio al espiritismo una cara visible. 

Y ahí, al fondo, la fotografía: otra forma de invocación. Juan Guzmán, desde su lente lúcida, captura el rostro de lo que se va. Registra cuerpos que ya no están, pero insisten. A través de Fundación Televisa, su archivo revela cómo el espiritismo en México también fue un laboratorio de conocimiento, una plataforma de pensamiento en los años cuarenta. Y  una forma de seguir hablando con los muertos sin pedir permiso.

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Entre las palmas de Leonora y los arcanos del tarot, descubro que adivinar no es predecir, es recordar lo que arde en lo invisible.

 

Hay momentos en los que mirar hacia adelante no basta. Hay que mirar hacia adentro. Esa es la consigna del segundo núcleo de esta exposición: Clarividencia. Descifrando el porvenir. Un espacio donde el tiempo deja de ser lineal para volverse símbolo, ciclo, espejo. Aquí, la adivinación no es un acto supersticioso, sino una forma de sabiduría radical, una rebelión suave contra el caos.

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A la entrada, una figura nos observa en silencio: The Palmist, de Leonora Carrington, instalada en el centro de la sala como quien deja una ofrenda en medio del ruido. Es una escultura que no se mira: se escucha. La gran hechicera del arte surrealista. Ella quien deja de leer las líneas del destino, ofrece sus propias palmas como lienzos oraculares. En éstas habitan rostros diminutos, congelados en gestos ambiguos, atrapados en una eternidad de símbolos mudos. El cuerpo de la quiromántica parece un puente entre el presente y lo arcano: pies descalzos sobre la tierra, con su rostro de ave y su túnica que roza el polvo. No viene a revelarnos el futuro, viene a preguntarnos. Pero no formula preguntas triviales: nos invita a cuestionar el universo

A través de la cartomancia y la quiromancia, este núcleo traza un recorrido visual y poético por los modos en que el arte ha buscado comprender el destino humano. No para adivinarlo como quien lanza dados, sino para interrogarlo con el respeto de quien sabe que todo en el universo está entrelazado: las cartas, las manos, los cuerpos, las ciudades, las luchas.

La investigadora Mayra Mendoza, en su obra Alquimia, estudia cómo estas figuras femeninas quedaron registradas en las imágenes de Agustín Víctor Casasola, y cómo reconfiguraron la percepción social, como una forma de arte, de política y de feminismo. Entre las mujeres que lograron fama en este terreno destaca Nelly Mulley, quiromántica reconocida durante los años treinta, cuya imagen fue capturada por Casasola.

En la revista Zig Zag, entre las páginas sepia de los años veinte, se practicaba una forma de adivinación editorial: leer las manos de artistas y celebridades, como si el arte también dejara cicatrices visibles en las líneas de la piel.

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El tarot, con sus 78 cartas divididas entre 22 arcanos mayores y 56 menores, es mucho más que una herramienta de adivinación: es un espejo del alma y una forma de autoconocimiento. A partir de esta idea, distintas obras contemporáneas lo reinterpretan desde miradas críticas, urbanas y feministas.

Un ejemplo poderoso es la obra fotográfica del Tarot Chilango  del artista mexicano José Raúl Pérez, ganadora del premio de Adquisición en la VII Bienal de Fotografía 1995. En ella, cada uno de los arcanos mayores se reimaginan. Una pieza que captó la atención fue el no nombrado 13, donde la Muerte deja de montar un caballo y  barre el piso de una morgue con resignación sagrada.

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Carrington, Álvarez Bravo, Friedeberg, Montenegro, Durero, Brauner, Lamba, Breton, Ernst: todos convocados en este aquelarre de imágenes.

Y si la quiromancia lee las líneas de la mano, este núcleo nos invita a leer las líneas del alma. A detenernos en lo invisible. A entender que el futuro no se espera, se imagina. Y que imaginar, cuando se hace con arte, es también una forma de resistencia. Porque al final el tarot no predice, recuerda. Y ese recuerdo, tan antiguo como el fuego, sigue iluminando lo que aún no ha llegado.

 

El instante en que nacemos, el cosmos traza en silencio la partitura de nuestro ser: la carta astral como lenguaje de lo eterno

 

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Hay mapas que no se trazan sobre continentes, sino sobre el vacío. Son dibujos de luz que apenas entendemos, líneas entre puntos lejanísimos que nos tocan desde adentro. Este tercer núcleo gira alrededor de una certeza intuitiva: los astros no están allá arriba, están aquí, ardiendo en nuestras decisiones, en nuestras heridas, en nuestras esperanzas.

Tercer núcleo: Astrología explotar los astros, olvida el llamado a la conquista del cielo, y se concentra en su lectura, en su contemplación íntima, ritual. A dejar que la materia oscura nos diga algo.

Y en el centro de este universo —como una estrella fija, como una brújula secreta— aparece la carta astral que André Breton, el padre del surrealismo, levantó para Jean Schuster. No es un simple ejercicio astrológico, sino la joya de la corona de esta exposición. El corazón palpitante del cosmos reunido aquí. El Big Bang que originó esta muestra; su impulso inaugural.

La carta astral es el retrato celeste de un instante irrepetible: el momento exacto en que nacemos y el universo suspira. Es un mapa cifrado en estrellas donde el Sol, la Luna y los planetas se alinean para escribir, en lenguaje simbólico, los primeros versos de nuestra historia. Dividido en doce moradas —conocidas como casas— este mandala cósmico refleja las regiones invisibles del ser: quiénes somos, a quiénes amamos, qué caminos recorreremos y qué miedos llevamos dentro. Deja de ser un destino sellado, para convertirse en una brújula de luces antiguas que invita a mirarnos desde lo eterno.

Junto a ella, como eco o contrapunto, aparece la carta astral de Remedios Varo, tan fiel a su estética onírica que parece una ilustración de sus propios mundos. Hay órbitas que se cruzan como laberintos alquímicos, casas astrales que se doblan como escaleras imposibles. Más allá, la carta de Ramón López Velarde, que perteneció a Carlos Monsiváis. 

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 Y entre estos mapas celestes aparece una presencia telúrica, mítica, desbordada: Le Chien (el perro), de Alice Rahon. La pieza está hecha para sentirse como se siente un eclipse: con asombro y con miedo. Chien es una constelación viva, un cuerpo suspendido en una telaraña de estrellas. Su cuerpo no se mueve, pero vibra. No camina, pero guía. Tiene la forma del dios Anubis, pero en la simbología mexica podría ser un  xoloitzcuintle, el guardián  que acompaña a los espectro  por el umbral de la vida y muerte .

También se destaca en la exposición el planisferio Celeste de Antonio Ruiz “El corsito” y de José Horna se destaca su serie Medicina Celeste, que son la representación de los signos zodiacales.

Este núcleo  es una constelación que, en lugar de estar en el cielo, ha descendido a nosotros para recordarnos algo olvidado: que también somos bestias celestes, cuerpos rituales, sombras estelares. Que explotar los astros no significa destruirlos, sino dejar que nos hablen, que nos enciendan. Y entonces, al final del recorrido, una frase susurra entre las paredes: “La carta astral no predice”. Recuerda, lo que somos, lo que fuimos, lo que podríamos ser si nos atreviéramos a mirar al cielo con el corazón abierto.

 

En el susurro oscuro del cosmos, la profecía se revela como una sombra incierta: no hay certezas, solo el vértigo de lo inevitable

 

Hay días en los que el cielo deja de ser cielo y se convierte en un espejo negro. Días en los que uno levanta la vista y, en vez de esperanza, encuentra un silencio inmenso, un rumor de vacío. Es el murmullo del cosmos, ese que nos recuerda que habitamos una roca flotante donde todo puede colapsar sin previo aviso. En ese abismo de posibilidades, lo que aterra por encima de la muerte es la incertidumbre.

El núcleo cuatro de esta exposición titulado Terror cósmico, no nos habla de criaturas extraterrestres ni de futuros tecnológicos luminosos. Nos habla de nosotros, los habitantes del caos. De quienes hemos olvidado mirar al cielo con respeto, de quienes jugamos con placas tectónicas, presupuestos públicos y escombros que aún sangran memoria. Inspirado en la obra del mismo nombre de Rufino Tamayo, este espacio es una grieta simbólica donde el arte y la ciencia chocan con el misticismo, el trauma colectivo y la arquitectura del desastre.

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En el corazón de esta sala late una pieza que exige ser mirada más de una vez: Efemérides, del colectivo Tercerunquint. Cada fragmento está dispuesto con una precisión casi ritual, como si estuvieran reconfigurando el código genético de una ciudad herida. La pieza habla de ciclos, de repetición, de cómo el país repite sus tragedias sin aprender de ellas. Por eso la palabra «efeméride» no es casual: alude a los calendarios que marcan fechas importantes, pero también a la mecánica cruel con la que recordamos sin cambiar. Dicha fechas derivan en una disposición de los astros, una cartografía que dialoga con la tragedia material y espiritual que dejó el sismo del 19 de septiembre de 2017. El colectivo tomó fragmentos reales de edificios colapsados —escombros testigos mudos de gritos, pérdidas y negligencias— y los colocó dentro del museo, no como ruinas, sino como constelaciones.

La instalación representa, además de una cartografía del dolor, una coreografía de la memoria. Cada piedra tiene origen, fecha, barrio, víctima. Cada pedazo de concreto, ladrillo o cerámica lleva una historia implícita: la del edificio que se derrumbó porque no fue reforzado, la del aula escolar que nunca debió construirse, la del hospital que no resistió. Efemérides es una crítica feroz y contenida al concepto mismo de «desastre natural«, porque aquí queda claro que los verdaderos temblores vienen desde los cimientos de la corrupción y el abandono estructural.

Lo notable de Tercerunquinto es su capacidad para convertir el espacio museístico en una zona de tensión política y estética. Su obra no es contemplativa; es activa, incómoda, persistente. Cada fragmento está dispuesto con una precisión casi ritual, como si reconfiguraran el código genético de una ciudad herida. La pieza habla de ciclos, de repetición, de cómo el país repite sus tragedias sin aprender de ellas. Por eso la palabra «efeméride» no es casual: alude a los calendarios que marcan fechas importantes, pero también a la mecánica cruel con la que recordamos sin cambiar.

En diálogo con esta obra resuenan los ecos de otros artistas incluidos en el núcleo: Cordelia Urueta, Mathias Goeritz y el propio Tamayo. Todos ellos, desde su tiempo, intentaron nombrar lo innombrable, dar forma al vértigo. Pero mientras Tamayo proponía un cosmos en conflicto desde el arte moderno, Tercerunquinto lo aterriza en lo urbano y lo político. Su universo olvida las estrellas y se concentra en las ruinas de la vivienda social, en las vigas mal soldadas, en los edificios irregulares. En el México que tiembla no por azar, sino por sistema.

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Este núcleo también se abre a otras formas de interpretar lo cósmico. Aparece la teosofía como punto de fuga: una visión esotérica que busca en lo espiritual las respuestas que la ciencia no ofrece. Artistas como Nahui Olin y el Dr. Atl, desde sus dibujos y escritos, intentaron conectar el cuerpo humano con la energía universal. Sus obras parecen susurrar que hay una correspondencia entre los sismos del alma y los del planeta.

Pero es Efemérides quien aterriza ese susurro. Es la obra que conecta el cielo con el suelo. Una pieza que pregunta, sin decirlo: ¿cuántas veces más vamos a temblar por culpa de lo evitable?

Terror cósmico no es solo un recorrido visual, es un descenso espiritual. Es una sala que se siente como templo, como oráculo, como advertencia. Porque en este país, el futuro siempre llega con retraso o con una réplica.

 

¿Estás dispuesto a cruzar el umbral de lo invisible?

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La exposición Bajo el signo de Saturno. Adivinación en el arte permanecerá abierta al público hasta el 15 de febrero de 2026 en el Museo Nacional de Arte (MUNAL), ubicado en la calle de Tacuba número 8, en el corazón del Centro Histórico de la Ciudad de México.

Podrás visitarla de martes a domingo, en un horario de 10:00 a 18:00 horas (el último acceso es a las 17:30). La entrada general tiene un costo de $95 pesos mexicanos, pero hay accesos sin costo para estudiantes, docentes, menores de 13 años, personas adultas mayores y personas con discapacidad que presenten una identificación oficial.
Los domingos, el ingreso es gratuito para todo el público nacional y para personas extranjeras con residencia en el país.

El uso de cámara está permitido, aunque requiere una cuota simbólica adicional si deseas tomar fotografías o video durante tu recorrido.

 

Recuerda que sí decides entrar, hazlo con el alma abierta.
Saturno no perdona a los escépticos.

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Redacción Amexi

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