Solares baldíos en un distante instante
Por Zamira C. Bringas (*)
A principios de los años ochenta, trabajaba para Bellas Artes llevando teatro a escuelas públicas, a veces actuando, o como asistente de dirección y también como mediadora responsable entre las escuelas y el grupo de teatro. En una de las temporadas llevamos una obra con música en vivo. Se trataba de un grupo de rock llamado Dama, que había hecho canciones sobre gallinas, que eran los personajes de la obra.
Me hice amiga de los componentes del grupo y muy pronto fui a verlos tocar a un bar que se llamaba Wendy’s, que se encontraba en la Glorieta de Insurgentes, a un costado del edificio que había sido el Cine Insurgentes. Ahí fue donde conocí a Rodrigo González, Rockdrigo.
Rockdrigo: irreverencia, nostalgia y humanidad
Desde el principio me llamó mucho la atención que tocara la guitarra y la armónica, la cual llevaba en un artefacto para poder alternar sin problema. Y también, por supuesto, las letras de sus canciones. Ahí en el Wendy’s las canciones que le pedían una y otra vez eran las graciosas, las irreverentes. Pero aún las más soeces y hasta escatológicas tenían un dejo de nostalgia, eran banales y a la vez terriblemente profundas, porque estar al revés no solo era saber a qué huelen tus pies, sino esa indefensión ante lo que nos aplasta.
Me gustaban, eran material para mi curiosidad que estaba harta de las canciones románticas o sin mensajes ni sentido. Y entre un participante y otro se sentaba a tomar una cerveza a mi mesa y hablábamos de ellas, de sus canciones, de las que siguen en nuestras memorias y nuestros oídos.
Viajes, gases y una Caribe azul
Un día, tanto al grupo Dama como a Rockdrigo los invitaron a participar en un concierto masivo en Guanajuato. Eran seis personas y viajarían en un Volkswagen viejo. Me pidieron que fuera con ellos y acepté gustosa, así que nos dividimos entre el vocho y mi Caribe. Al llegar, nos enteramos de que el concierto se había suspendido (en esa época no había celulares, así que nos enteramos allá).
Rockdrigo, quien de ida había viajado en el vocho, nos pidió aventón de regreso porque el dueño del auto estaba especialmente enojado. Se vino con nosotros. Todo estuvo bien durante la mayor parte del trayecto… hasta que empezó a oler horrible.
Eran los gases de Rockdrigo. Suplicaba que nos detuviéramos en la carretera para poder bajar a cagar; pero justo estábamos en esa parte después de Querétaro, en la que la carretera tiene bajadas, curvas y tráileres. Era de noche y simplemente era imposible parar.
Abrimos todas las ventanas a pesar del frío y, entre protestas, risas y asco, llegamos por fin a la ciudad, a casa de alguien donde, por supuesto, él tuvo que quedarse. Creo que dejé el auto ventilándose por días.
Siempre he sido especialmente delicada a los malos olores, pero, a la vez, aceptaba nuestra humanidad. Así que, cuando pienso en Rockdrigo y en esa escena enloquecida y apestosa dentro de una Caribe azul, me gusta pensar que, a pesar de cómo su fama póstuma lo ha convertido en una especie de ídolo intocable, era un humano, como todos, hecho de aerolito.
👉 ( Ver “El campeón”, video de Paul Leduc, en: https://youtu.be/yO3MozUNFRo )
Radio Educación y los Rupestres
Dejé de ir al Wendy’s porque, aunque yo creía que los miembros de Dama eran mis amigos, realmente no lo eran. Un día me pidieron que dejara de asistir porque les espantaba a sus “pollitas”, es decir a las grupis. Me dolió, pero así es la vida, me dije. Y nunca los extrañé a ellos; pero a Rockdrigo sí, porque con él la conexión era más profunda.
Así es que me dio mucho gusto cuando volvimos a reencontrarnos, ahora en otro escenario. Y es que, poco tiempo después, entré a trabajar a la fonoteca de Radio Educación. Ahí conocí a Rodrigo de Oyarzábal, quien era programador. Él cada día llegaba con cintas que quería que clasificáramos para programarlas, de diferentes cantautores mexicanos, entre ellos Rockdrigo.
Con gusto le dimos prioridad a varios de ellos que después fueron parte de Los Rupestres. Ahí conocí a Nina Galindo, a Armando Rosas, me reencontré con Roberto González, al que trataba desde la adolescencia, pues vivíamos en la misma colonia. A él lo iba a escuchar desde entonces a una peña en Coyoacán. Y también me reencontré con Lety y Roberto Ponce, a quien conocí en la Facultad de Humanidades de la UNAM… ¿o fue en Prepa 6?
👉 ( Ver canción “Ropa vieja”, con Zamira, Rockdrigo y Roberto Ponce, en: https://youtu.be/CaEeQbaKgmI )
Fiestas, coros y coqueteos
Asistí a partir de entonces no solo a conciertos, sino también a ensayos, convivios, reventones. En varios Rockdrigo participaba y nos saludábamos, platicábamos de todo y de nada. En Radio Educación estuve en las grabaciones que hizo Rodrigo de Oyarzabal de las canciones de Rockdrigo e incluso en una tuve la fortuna de hacer coros junto con Roberto Ponce.
También con ellos, una rola de Roberto: “Ropa vieja”. Cuando me llamó Roberto para pedirme que escribiera estos recuerdos, me dijo: “Cuenta de la vez que te echó los perros”. La verdad es que me los echó varias veces, pero no en serio. Él era coqueto por naturaleza. Coqueteaba y se retiraba como ola en el mar. Solo lo vi como un tsunami cuando conoció a Françoise Bardinet, La Pancha, como él la llamaba.
Solares baldíos y canciones que sanan
Y así llegó el año 1985. Ese año para mí fue caótico: me separé de una pareja con la que viví cinco años, así es que estaba enfurecida, adolorida y con una sensación de querer huir de todo. Estaba rota y pensé que era tiempo de dejar todo e irme a viajar, solo con una mochila y mi corazón.
Días antes de mi partida, asistí a una fiesta en casa de Lety Ponce y Rodrigo de Oyarzabal. Era un día de agosto de 1985, una reunión con poca gente. Conversamos, comimos, brindamos y alguien le pidió a Rockdrigo, que iba con su novia francesa, que cantara algunas rolas. Rockdrigo preguntó cuál queríamos escuchar y yo le pedí “Solares Baldíos”.
Él me vio a los ojos y se emocionó mucho y me dijo con los ojos húmedos:
–Nunca me piden esa rola. Siempre piden las mismas, estoy harto… Ésta es mi canción favorita.
–La mía también –le dije.
La cantó y después se sentó junto a mí. Le urgía saber por qué la había pedido. Esa de verdad es una de las canciones más hermosas y profundas de él y en ese momento yo me sentía así, en medio de un solar baldío de amor.
–¿Y qué otra canción quisieras que cantara? –me dijo un poco como probándome.
–“Distante Instante” –dije sin dudarlo.
Me sonrió y la cantó. Todos lo escuchamos sobrecogidos por la emoción que emanaba.
Si te hubieras quedado
Si me hubieras pedido
Que quemara el sonido
De ese viejo pasado
No estaría aquí metido
Ahogando mis entrañas
Arañando el olvido
Bien confuso y perdido
Cuando tenga la suerte
De encontrarme a la muerte
Yo le voy a ofrecer
Todo el tiempo vivido
Y este vaso henchido
Por un distante instante,
Un instante de olvido.
El vuelo, el sismo y el telegrama
Días después volé a San Francisco para esperar un vuelo charter, que eran los más baratos a Europa. El vuelo rumbo a París fue el 18 de septiembre por la noche, haciendo escala en una isla de Canadá. Justo en el momento del terremoto yo estaba en el aire, en medio del Océano Atlántico, en un vuelo, casualmente, lleno de turbulencias y bar abierto.
Cuando llegué a París llamé a la amiga con la que me iba a quedar y me dijo que no hablara con nadie, que no viera los periódicos y que me fuera a su casa lo más pronto posible. Cuando llegué me pidió que me sentara y prendió la televisión.
“La Ciudad de México no existe más”, dijo el locutor.
Las imágenes eran apocalípticas. No había ninguna manera de comunicarse. Quedé en shock. Mis pensamientos eran erráticos. Hasta que un buen amigo mandó un telegrama (luego supe lo difícil que había sido lograr esto). El telegrama decía:
“FAMILIA Y AMIGOS BIEN: MENOS ROCKDRIGO.”
La pérdida, la última noche y el adiós
Cuando regresé a México, como seis meses después, me convertí en el oído de todos. Cada uno tenía una o varias historias que contar sobre el suceso trágico. Las pérdidas habían sido tantas… La de Rockdrigo me pudo mucho.
Habíamos mencionado tanto la muerte esa última noche que nos vimos. Sus canciones tenían algo que después me parecía hasta premonitorio, o tal vez solo era la tristeza de nunca más volver a verlo.
En aquella reunión de la colonia Educación, fue la última vez que lo vi. Y recuerdo que antes de despedirnos me preguntó:
–¿A dónde vas?
>–A París.
>A Pancha le brillaron los ojos.
–Nosotros iremos pronto. En una de esas, nos encontramos.
–¡Ojalá! –les dije.
👉 ( Ver “Ánimas”, canción a Rockdrigo, en: https://youtu.be/wvWxZTW4rXw )
Vieja ciudad de hierro
No. No nos encontramos. Ni aquí ni allá. O debería decir: aún no es tiempo de encontrarnos, así como él no tuvo tiempo de cambiar su vida:
“Ya que yo… no tengo tiempo de cambiar mi vida,
la máquina me ha vuelto una sombra borrosa en esa ciudad amada…”
“Vieja ciudad de hierro”, a la que yo volví, y de la que él se despidió. Aunque, como dice la canción que le escribió Roberto González, tal vez todavía anda por ahí. Ahora ellos dos juntos con sus corazones en las manos y entonando una vieja canción.
👉 ( Ver a Nina Galindo cantando “Algo de suerte” en: https://youtu.be/B2Trp51k1yY )
Y escucho aún su voz cantándome al oído:
Zamira, “has corrido con algo de suerte
en estas páginas dibujadas por la muerte”.
( * ) Zamira Cintya Bringas González (1956) nació en la Ciudad de México y vive en Malinalco desde 2020. Estudió Lengua y Literatura Hispánicas, y Literatura Dramática y Teatro de 1975 a 1983 en la UNAM. Obtuvo Licenciatura en Psicología Clínica y Maestría en Análisis Junguiano. Ha dado clases de Psicología del mexicano e Historia de la Cultura Occidental. Es autora del poemario Frente al I Ching (2019), la novela Nunca fuimos por un helado (2021) y de La vergüenza y la locura. Lo femenino integrando su Animus. Para entrar y salir de cualquier laberinto (2023).
( ** ) “Rockdrigo González, cantautor mexicano”, viñeta en carboncillo sobre papel, 2025, realizada para AMEXI por Maricela Olvera Ledesma, joven artista gráfica nacida en Metepec, Hidalgo. Egresada de la Facultad de Bellas Artes de la Universidad Autónoma de Querétaro, Maricela Olvera radica en San Juan del Río, donde fue alumna del maestro José Luis Peña Cabrera. Ilustró la portada del libro Testimonios para la historia de San Juan del Río, de Salvador Barrera (2024) y murales en la capilla de la Escuela Preparatoria La Salle.
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