Por: Jhoselyn Soria Crecencio
En los pasillos de la Universidad Autónoma de la Ciudad de México (UACM), la memoria de una ciudad cobra vida por última vez, aunque hoy amenaza con desaparecer bajo el avance silencioso de la gentrificación. La obra de teatro Nostalgia de mi barrio marcó el final de casi ocho años de labor del taller de creación de títeres, un proyecto que no fue solo un curso, sino una exploración de los hilos invisibles que tejen nuestra historia.
Este espectáculo, una adaptación del texto de Rafael Velasco, es un grito silencioso que se extiende desde los principios prehispánicos hasta las vecindades de los años 50. La directora del taller, Sara Guzmán Corral, una pieza clave en la iniciativa «Compartiendo Saberes», explica que la obra fue un reflejo de su filosofía: la de crear un espacio donde la comunidad, la unión y la solidaridad fueran los pilares. Al preguntarle por el sentimiento de cerrar este ciclo, su voz se carga de un adiós sincero. «Pues triste porque no fue fácil. Pasamos muchas aventuras», confiesa, añadiendo que el objetivo del taller era «aprender a elaborar títeres en las distintas técnicas», lo que permitió que el proceso se alargara sin prisa, como una artesanía lenta y meditada. La historia de la obra surgió de la propuesta de la actriz Grace Crotte, quien tuvo la visión de llevar la crónica de los barrios al teatro de títeres. Y hoy, esa visión se vuelve urgente.
En un contexto de gentrificación que expulsa y borra las raíces, la obra de la maestra Guzmán se alza como una voz de resistencia. La directora lo dice con la sabiduría de quien ha visto la transformación de la ciudad: “Lo que significó para nuestros antepasados y no tan antepasados”. Su voz, llena de nostalgia, nos invita a regresar a lo que fuimos, para defender lo que aún podemos ser. Este no es solo el final de un taller, es el comienzo de una conciencia.

El corazón del barrio: un pulso que se niega a morir
Cuando se da la tercera llamada, el escenario se transforma en una máquina del tiempo. Guiados por las voces de Alejandro Salazar y Mireia Viladevall, emprendemos un recorrido que no pretende ser una clase de historia, sino un paseo íntimo y vivo por el alma de la Ciudad de México. Los actores —Julieta Ramírez, Grace Crotte, Gabriela Suárez, Gamaliel Díaz, Guadalupe Hidalgo y Guadalupe Villafaña— dan vida a marionetas, máscaras y personajes que se entrelazan con cada época, mostrando cómo el tiempo y la memoria se sostienen sobre lo cotidiano. El mecánico del barrio, interpretado por la directora Sara Guzmán, funciona como nuestro ancla: con humor, ironía y lenguaje callejero, nos recuerda que el pasado siempre resuena en nuestro presente.
El viaje comienza en las comunidades prehispánicas, donde la vida giraba en torno al uso comunal, las costumbres y las deidades ancestrales. La obra muestra este mundo como un espacio vivo, lleno de sonidos, gestos y símbolos que parecen flotar entre la memoria y la imaginación.
Con la llegada de los españoles, los pueblos se transforman en barrios coloniales, regidos por caciques, iglesias y santos patronos. En escena se aprecia cómo se mezclan culturas, dando forma a barrios que aún hoy caminamos, como Coyoacán y Tlalpan.
La época del Porfiriato contrasta con el clamor popular. Mientras los palacios de los hacendados brillan, la mayoría vive en precariedad. Surge entonces el Zapatismo, con el grito que marcó la historia: “¡Tierra y Libertad!”. Ese clamor atraviesa el escenario y conecta con el mecánico, quien comenta con su ironía característica: “El salario, la nueva forma de esclavitud, carnal”, recordando que las injusticias del pasado siguen vigentes.

Con el triunfo revolucionario, los antiguos palacios se llenan de migrantes del campo y nacen las vecindades, representadas en la obra como un laberinto de vida compartida. El mecánico lo toma personal: “Ahora sí como que ya me va sonando el rollo del alojamiento por la vecindad… hasta eso también nos vas a torcer con eso de ser inquilinos, renta para toda la vida”. Algunos espectadores quizá recuerdan sus propias rentas, el espanto de ver que “ya mero” se viene el pago; la obra, sin señalar directamente, muestra cómo la precariedad y la lucha por un techo siguen siendo contemporáneas.
En estos espacios convivían obreros, carpinteros, plomeros, pintores, trabajadoras del amor, poetas, músicos y autodidactas brillantes: un universo diverso que la obra presenta con calidez y humor. El patio se convierte en el corazón de la vecindad, un santuario donde la vida cotidiana se despliega sin censura: comadreo, chismes, peleas y solidaridad. Los niños juegan con trompos, canicas y yoyos de metal, mientras los adultos se miden en el albur y la charla. De esos patios surgieron campeones y héroes populares, como El Santo, el enmascarado de plata y Blue Demon, demostrando que la grandeza puede nacer de los espacios más humildes.
La historia avanza y la Segunda Guerra Mundial abre nuevas oportunidades económicas y sociales. La economía prospera y surge una clase media con aspiraciones y pretensiones. Una escena en el lavadero lo evidencia: “Con muchos sacrificios, pero no podrán decir que no la presenté con la sociedad. Una presentación muy retardada, pero los 15 son importantes”. La obra muestra que la búsqueda de estatus no borra la memoria ni el espíritu del barrio, solo lo transforma.
La época de oro del cine, la música y la radio revive en escena películas como Campeón sin corona y Nosotros los pobres, mientras la música de Chava Flores retrata la vida cotidiana con humor y ritmo. Las radionovelas, como El Monje Loco, invitan al público a escuchar y reírse de voces que alguna vez llenaron la casa de todos. En un momento de pura magia aparece Cricrí, que nos hace cantar el “¿Quién es el que viene allí?”, devolviendo a todos a la infancia y a la memoria compartida.

Las posadas se presentan como el momento culminante de la convivencia, donde el tequila y el canto se mezclan con la nostalgia de tiempos pasados. En escena, un títere borracho al son de “Ingrata perjida” arranca carcajadas; la escena de una boda provoca risas nerviosas al ver al novio poco convencido. Tal vez algunos recuerden a alguien que se casó más por obligación que por ganas.
Se percibe un año imaginario que fluye sobre el espacio, donde los sonidos de la radio, la televisión, las películas y la música se entrelazan en un eco de todas las voces que han habitado nuestras casas. En este escenario sonoro, el baile se convierte en un ritual de la vida vecinal: convive, celebra, comunica y mantiene vivas las tradiciones. Los bailes en el Salón México, Los Ángeles o el California transformaron los barrios, creando un tejido social donde los pasos, los gestos y las miradas construían la memoria colectiva de nuestras comunidades, y en ocasiones, incluso surgían historias de amor.
Al final, la obra nos recuerda, a través de la voz de los narradores, que “nacer, crecer, casarse y morir en la vecindad era vivir y morir en la seguridad de no estar solo”. Las nostalgias de nuestros barrios no son simples recuerdos; son la base de lo que somos, siempre y cuando no olvidemos sus más bellas aportaciones: la convivencia, la inclusión y la solidaridad.
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Una sombra que resiste: la memoria contra el olvido en la UACM
La obra termina, pero su eco no se apaga. Nostalgia de mi barrio no fue concebida como un manifiesto anti-gentrificación, pero la vida misma, con su cruel ironía, le ha dado ese destino. La maestra Sara Guzmán lo explica con una lucidez que desarma: “La obra no surge con esa idea, surge más bien con recordar el arraigo que teníamos a las comunidades que formábamos en estos vecindarios, y hoy, pues queda más que vigente”. Su voz se quiebra, y con ella, se quiebra el corazón del espectador, porque el mensaje es un llamado a la resistencia, un grito silencioso que nos obliga a preguntarnos qué haremos para defender las formas de vida que nos dieron alma.
La obra es una bofetada a la memoria, un acto de justicia poética para los mayores, quienes son los que más sufren la gentrificación. Ellos han visto sus vecindades desdibujarse, los patios de juegos desaparecer y los recuerdos de toda una vida transformarse en mercancía para turistas y desarrolladores. Es el dolor de ver generaciones desplazadas, hogares sustitidos por rentas imposibles y tradiciones borradas por el cemento frío. Sara Guzmán lo reitera: “Ellos vivieron las vecindades, sí les genera nostalgia, por ahí alguien incluso lloró de la emoción, de recordar todos esos tiempos”. Para ellos, esta obra es un espejo, una lágrima de lo que se perdió. «Definitivamente siempre fue resistencia», asegura la maestra, «pero hoy, ante una circunstancia muy particular, tiene mucho más fuerza».

Nostalgia de mi barrio no es solo un recuerdo, es un faro en la oscuridad del olvido, un recordatorio brutal de que somos lo que fuimos. Nos invita a regresar a lo humano, a lo simple, a lo colectivo, antes de que el individualismo y el egoísmo terminen por devorarnos. Es un llamado a reconocer la urgencia de proteger nuestros barrios y, sobre todo, a honrar la memoria de quienes los habitaron primero.
El final fue un acto de pura magia: al unísono, todo el público se unió para cantar la canción de México Distrito Federal, transformando la sala en un coro de nostalgia y orgullo. Un momento íntimo y poderoso que demostró que el arraigo no está muerto, solo dormido, y que la resistencia puede nacer de la memoria compartida.
No te la pierdas en sus últimas funciones de este proyecto de 8 años:
- Plantel Cuautepec UACM: 10 de septiembre, 13:00 hrs. (Aula Magna)
- Orfeo (Lafayette No. 28, Col. Anzures): 6 de septiembre, 17:00 hrs.
Todas las entradas son gratuitas. Esta es la última oportunidad de reconectar con la convivencia, la inclusión y la solidaridad que hoy, más que nunca, necesitamos rescatar.







