Por: Carlos Lara Moreno/Enviado especial a Re’im, Israel
“Le prometí a Dios que si me salvaba, dedicaría mi vida a contar lo que pasó”, dijo Mazal Tazazo, israelí de origen etíope que resumió el pacto íntimo que la marcó como sobreviviente del ataque de Hamás contra los asistentes al Festival de Música Nova, al amanecer del 7 de octubre de 2023.
La noche anterior Mazal Tazazo, quién se dedica a ayudar a jóvenes con conflictos con la ley, llegó con sus amigos Daniel Cohen y Yohai ben Zechariah al kibutz Re’im, ubicado en el sureste de Israel, en el Desierto del Néguev.
Había acampado cerca del escenario principal, para disfrutar lo que debía ser una jornada de música electrónica y amanecer compartido. Pero a las 6:20 de la mañana, cuando el sol comenzaba a salir, la música se detuvo y un silencio pesado se apoderó del lugar.

“Al principio pensé que eran cohetes. Estoy acostumbrada, vivo en el sur (de Israel), donde los lanzan a veces. Pero luego los vi venir, los escuché gritar… y supe que era otra cosa”, recordó.
Miles de jóvenes comenzaron a correr en todas direcciones, pero los automóviles bloqueaban la salida. Algunos intentaban huir a pie por los campos; otros se tiraban al suelo buscando cualquier sombra.
“Era como una guerra, pero nadie combatía contra nadie. Solo disparaban. Nos cazaban”.
Es sobreviviente por fingir que estaba muerta
Mazal y sus amigos dejaron el coche y corrieron hacia una zona de árboles. Allí, los alcanzó una ráfaga de balas.
“Vi caer a Daniel y a Yohai. Me tiré al suelo, puse las manos detrás del cuello y fingí estar muerta. Sentí que alguien me pateaba, me tocaron el rostro… y se fueron. Pensaron que estaba muerta porque tenía la espalda llena de sangre”.
El golpe de culata de un fusil le causó una herida que, contó, le salvó la vida: “La sangre hizo creer al terrorista que me había disparado en la cabeza”.
Horas después despertó entre cuerpos calcinados. A su lado, una joven de 22 años también sobrevivía fingiendo la muerte. “Nos hablamos en susurros. Ella tenía mi teléfono, escribió a nuestras familias. A nuestro alrededor todo seguía ardiendo”.

El fuego, el milagro y la huida
Las llamas del incendio forestal que provocaron los agresores alrededor del campamento para acabar con las personas que intentaban huir, empezaron a acercarse; “sentíamos que el fuego nos iba a alcanzar. Yo no quería morir quemada”.
“Vi un coche abandonado en la carretera y corrí, no me importaba si me disparaban”. Entró al automóvil, que estaba abierto, se acurrucó en el asiento trasero, se cubrió con una manta y esperó.
“Escuchaba los pasos de los terroristas, las voces, los disparos. Cada ruido me hacía pensar: ‘Ahora sí, me encontraron’. Pero no entraron”.
A las tres de la tarde, un joven llamado Itai —también asistente del festival, que había estado rescatando heridos— abrió la puerta. “Fue como ver un ángel”, dice Mazal, “me levantó y me sacó de allí”.
Fue trasladada al cruce de Urim y, de ahí, al hospital. Su brazo estaba herido, pero su cabeza intacta. En el lugar murieron 378 personas y otras 44 fueron tomadas como rehenes por los militantes de Hamás.

El silencio después del horror
Durante semanas, Mazal no habló. “No entendía lo que había pasado, no podía dormir. Cerraba los ojos y veía el fuego, los cuerpos”. Ella ayudó a las familias de sus amigos a reconocer sus restos.
“Una parte de mí murió allí, pero otra nació: la que prometió a Dios contar esta historia”.
Volvió varias veces al lugar. “Era un desierto de ceniza. Donde bailábamos, ahora hay árboles plantados por cada víctima” de los ataques de los terroristas. La pista de baile es ahora un memorial.

Una promesa cumplida
Mazal Tazazo habló con franqueza. “No fue una guerra. Nadie combatía, no había soldados, no había armas. Solo jóvenes que querían bailar”.
A su parecer, el mundo ha confundido las causas, muchos creen el relato de los agresores que, a veces, se presentan como un grupo de resistencia. Pero a su parecer, “no eran combatientes, eran asesinos”.
Recuerda también la solidaridad: un policía musulmán israelí que rescató a más de 200 personas, o vecinos que arriesgaron sus vidas para ayudar. “Eso me enseñó que no se trata de religión, se trata de humanidad”.
Hoy, Mazal lleva en el brazo un tatuaje con la fecha del ataque y los nombres de sus amigos. Habla en escuelas, universidades y foros internacionales. “Cada vez que cuento mi historia, cumplo mi promesa. Le dije a Dios que si salía viva, lo contaría todo”.
Y aunque aún teme que la historia se repita, insiste en su misión: “No quiero que nadie más tenga que fingir estar muerto para seguir vivo”.
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