La caminata a través del velo
Hay días en esta ciudad, sobre todo cuando octubre se desangra lentamente en noviembre, en que el velo entre el mundo de los vivos y el de los muertos se siente peligrosamente delgado. El cielo sobre la Ciudad de México es una plancha de un gris uniforme, una luz melancólica que aplana los colores y agudiza los contornos. El aire, aunque aún no es frío, trae consigo ese murmullo de otoño y el aroma espectral del cempasúchil, un perfume dulce y terroso que se escapa de los mercados cercanos y lo impregna todo. Es la temporada en que recordamos a nuestros muertos, en que les construimos altares de luz y comida para guiarlos a casa. Y es en este ambiente, con la sensibilidad a flor de piel, que decido peregrinar a un altar distinto. Uno más antiguo, silencioso y permanente.
El viaje comienza al bajar en la estación de Metrobús La Bombilla. Te arroja de golpe a la cacofonía de Insurgentes, un río de asfalto y furia donde la ciudad grita sin parar. Caminas por Avenida de la Paz, y el empedrado de San Ángel comienza a amortiguar el estruendo. El sonido se vuelve un eco, pero la modernidad se aferra hasta el último momento. Es al girar hacia Avenida Revolución que te enfrentas de nuevo al monstruo sonoro, y justo ahí, anclado como un buque de piedra en medio de la tempestad, se levanta el Ex Convento del Carmen. Al cruzar su imponente portal de piedra, el ruido del mundo no se atenúa: es ejecutado. Un silencio de cuatrocientos años, denso y casi líquido, te inunda. Has cruzado la frontera. Has entrado en otro tiempo.

El laberinto del arte y la soledad
Y en ese silencio, casi siempre, estás sola. Esa es la primera verdad de este lugar. No es un museo de multitudes. Es un laberinto que se recorre en soledad, donde tus propios pasos sobre las losas de piedra volcánica se convierten en la única percusión. Mi recorrido inicia por el cuerpo principal del museo, el antiguo claustro, un universo en sí mismo. Las salas que rodean este primer claustro son un tesoro de arte novohispano que te abruma con su belleza silenciosa. No son solo pinturas; son ventanas a un mundo de fervor y dolor. Me detengo frente a los óleos monumentales de Cristóbal de Villalpando, el gran maestro del barroco, y me pierdo en el dramatismo de su claroscuro, en los rostros extáticos de sus santos. Más allá, una obra de Juan Correa me atrapa con su delicadeza. Hay esculturas de madera policromada y estofada, con heridas tan realistas y lágrimas de cristal tan perfectas que sientes el impulso de consolar a la materia.
La colección es un universo en sí misma: arte plumario que parece pesar menos que el aire, una impresionante muestra de Talavera poblana que evoca las cúpulas que coronan el edificio, y mobiliario que susurra historias de la vida conventual. En los corredores, fragmentos de murales originales se aferran a las paredes, los tatuajes más antiguos del convento. Este museo, en su totalidad, resguarda más de 700 piezas espectaculares.
Es en un corredor del segundo nivel de este mismo claustro, uno largo y solitario que conecta las antiguas celdas, donde el convento decide hablar. El silencio es tan profundo que el zumbido de mis propios oídos es lo único que escucho. De repente, un golpe seco y violento. Una de las pesadas ventanas de madera, al fondo del pasillo, se ha cerrado de golpe. Me quedo helado. El día está quieto, no hay corriente de aire que justifique esa furia. En el otro extremo del pasillo aparece una guardia, su rostro tan perplejo como el mío. Nos miramos a través de la distancia. «Debe ser el aire», dice, pero su voz es un susurro sin convicción. Ambas sabemos que ahí dentro no se mueve ni una hoja. Me quedo con la sensación de una presencia que acaba de anunciar su paso. Ya no me siento sola. Me siento observada.
Podría perderme horas detallando la historia que susurra cada uno de sus patios o los secretos arquitectónicos que guardan sus muros, pero eso convertiría esta crónica en un libro entero. Hay historias que el convento se reserva para quienes lo caminan sin prisa, misterios que solo se revelan en la quietud. Yo, sin embargo, vine con un propósito más oscuro. Dejé que esos otros fantasmas descansaran y busqué el corazón de este lugar.
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El descenso a la verdadera quietud
Dejé para el final el corazón del misterio. Bajar a la cripta es un acto físico y emocional. La escalera de piedra te traga hacia las entrañas de la tierra. La temperatura desciende bruscamente, el aire se vuelve pesado, denso, y el olor a encierro y a polvo mineral se intensifica. Se siente una presión en el pecho, una leve asfixia, como si el peso de los siglos se te echara encima.
Y allí, en sus vitrinas de cristal, nos esperan. Doce presencias quietas.
¿Por qué están aquí? La historia, reconstruida a través de los años, nos dice que no son monjes. Eran benefactores del convento, laicos adinerados que, entre los siglos XVIII y XIX, pagaron por el privilegio de ser enterrados en esta tierra sagrada. Su asombrosa conservación no es obra de un ritual, sino un milagro de la tierra: un proceso de momificación natural causado por las condiciones únicas de sequedad y las sales minerales del subsuelo, que deshidrataron los cuerpos rápidamente. Su historia moderna comienza con la violencia. Se cuenta que durante la Revolución, las tropas zapatistas acuarteladas aquí, buscando tesoros, profanaron la cripta y encontraron los cuerpos. Fue este acto el que los sacó del olvido y los convirtió en leyenda. Pero hay un susurro más inquietante: que muchos de los cuerpos fueron encontrados desnudos y que alguien, después, los vistió. Una puesta en escena póstuma que los transformó de difuntos en exhibiciones.
Me paro frente a ellos. La piel, como un papel antiguo, se tensa sobre la estructura de sus huesos. La ropa, ahora parte de su cuerpo, se deshace lentamente. Es un espectáculo crudo y profundamente humano. Saco el teléfono, un instinto moderno. Intento encuadrar un rostro, una mano. Y un frío eléctrico me recorre la espalda. “Si le tomo una foto, algo de él se vendrá conmigo”. Es el miedo ancestral a perturbar el descanso de los muertos. Guardo el teléfono. Hay imágenes que no deben ser capturadas, solo atestiguadas.

Si quieres vivir esta experiencia
Subir de nuevo a la luz gris del patio es un renacimiento. El aire se siente ligero, nuevo. El convento parece devolverte al mundo, pero no sales siendo la misma. El silencio de la cripta, el eco de tus pasos, todo eso se queda contigo.
Si quieres que este silencio te hable, si quieres caminar por este laberinto y enfrentarte a su misterio en estas fechas en que nuestros muertos se sienten tan cerca, puedes hacerlo. El Museo de El Carmen te espera.
- Dirección: Av. Revolución 6-no 4 y, San Ángel, Álvaro Obregón, 01000 Ciudad de México, CDMX
- Horario: Martes a domingo, de 10:00 a 17:00 horas.
- Costo: La entrada general es de $95 pesos.
- Entrada Libre: La entrada es gratuita para menores de 13 años, personas con discapacidad, estudiantes, maestros y adultos mayores con credencial vigente. Los domingos, la entrada es libre para el público nacional y extranjeros residentes.
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Y tu… ¿Ya conoces el Museo de el Carmen?
Visitanos de martes a domingo en un horario de 10:00 a 17:00 hrs.#MuseosINAH pic.twitter.com/kGhQ985zku— Museo de El Carmen (@museodeelcarmen) September 24, 2025