El calendario marca el 8 de diciembre y el ambiente se transforma de golpe. Ese rojo encendido que anuncia el cierre de año tiñe las calles, las plazas comerciales y la intimidad de las salas en millones de casas. Es el Día Nacional de la Flor de Nochebuena, una fecha que debería ser de júbilo total, pero que también abre la puerta a una reflexión necesaria y punzante.
Detrás de la belleza ornamental de esta planta, existe una crónica de despojo silencioso. Lo que vemos en las macetas no es solo un adorno de temporada; es un recurso biológico que nació en esta tierra y que, tras un largo proceso histórico y comercial, ha terminado generando fortunas en cuentas bancarias extranjeras.
La memoria de la tierra y los emperadores
Para entender el tamaño de la pérdida, primero hay que recordar la magnitud del origen. Mucho antes de que la mercadotecnia global la adoptara, la planta ya poseía un estatus sagrado y aristocrático en los valles del México antiguo.
Los hablantes de náhuatl la nombraron Cuetlaxóchitl, un término que encierra poesía y realidad: alude a una flor de textura resistente, similar al cuero, que inevitablemente se marchita, recordándonos lo efímero de la existencia.
Su valor era tan alto que los emperadores aztecas, como Moctezuma y Nezahualcóyotl, la consideraban un símbolo de poder y distinción.
Debido a la altura y el frío de la gran Tenochtitlan, la flor no crecía de forma natural en la capital del imperio. Por ello, los tributarios la trasladaban desde las tierras tropicales bajas, específicamente desde las cañadas de Taxco y Oaxtepec, para adornar los jardines botánicos reales. No era una hierba común; constituía un lujo reservado para la élite y los dioses.

Sangre guerrera y medicina sagrada
En la cosmovisión mexica, su aparición coincidía con el solsticio de invierno, momento en el que el pueblo honraba a Huitzilopochtli, la deidad solar y de la guerra. Los antiguos veían en el color bermellón de sus hojas rojas un símbolo de la sangre de los guerreros caídos en combate, quienes, según la creencia, regresaban a este plano bajo la forma de colibríes para alimentarse de su néctar.
Su utilidad también era práctica en la vida cotidiana de aquellas civilizaciones. No solo conectaba con lo divino, sino que sus pigmentos teñían de rojo las vestimentas y cueros ceremoniales, mientras que la sabiduría de la medicina tradicional aprovechaba sus propiedades para sanar infecciones en la piel. Era un patrimonio biocultural libre, sin patentes ni dueños, integrado perfectamente al ciclo de la vida indígena.
La ruta del despojo biológico
El destino de la Cuetlaxóchitl cambió de rumbo dos veces. La primera fue espiritual, cuando los franciscanos en el siglo XVI resignificaron su uso para evangelizar, asociando su forma y color con el nacimiento de Jesús. Pero el segundo giro, el comercial y definitivo, ocurrió en 1828. Fue entonces cuando Joel Roberts Poinsett, diplomático estadounidense, quedó prendado de la flora de Taxco y decidió enviar muestras a su país.
Aquel acto, que parecía de simple curiosidad botánica, detonó una industria que terminó por borrar la huella mexicana del mapa. Al cruzar la frontera norte, la planta perdió su nombre original y adoptó el de Poinsettia. A partir de ahí, laboratorios extranjeros comenzaron a modificarla, registrarla y patentarla, creando un sistema donde el país de origen pasó a un papel de simple espectador.
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Una mina de oro en suelo ajeno
Al hacer el recuento de los daños económicos, los números son fríos y contundentes. Estados Unidos ha logrado construir un imperio alrededor de esta flor. Mientras en México luchamos por mantener la producción, el mercado estadounidense genera una derrama económica anual estimada en 250 millones de dólares.
Es una maquinaria de ventas voraz: en tan solo seis semanas de festividades, los vecinos del norte logran comercializar cerca de 70 millones de ejemplares. Lo paradójico y doloroso de este éxito ajeno es que la base científica que lo sostiene sigue siendo mexicana.
Investigaciones del Instituto de Biología de la UNAM confirman que los cultivares que el mercado vende masivamente en el extranjero tienen su origen genético en las poblaciones silvestres que crecen en el norte de Guerrero. Es decir, México pone la materia prima evolutiva y otros cobran las regalías.
La crisis de la diversidad oculta
El daño no es solo monetario, sino también ambiental. La naturaleza mexicana es increíblemente generosa: en nuestro territorio crecen de manera silvestre al menos 16 variantes genéticas distintas de esta flor, cada una adaptada a condiciones específicas de frío, sol y humedad.
Sin embargo, la industria global es reduccionista y ha decidido explotar comercialmente solo dos de estas líneas genéticas, estandarizando el producto y despreciando la riqueza natural.
El riesgo es altísimo. Los especialistas advierten que apenas el 30% de estas variedades nativas habitan zonas resguardadas. El resto sobrevive a la intemperie, amenazadas por el crecimiento desmedido de las ciudades y el cambio de uso de suelo. Si estas poblaciones silvestres desaparecen, perderemos para siempre el disco duro genético de la especie, dejando al mundo dependiente de las versiones clones de laboratorio.

Manos mexicanas que resisten
A pesar de este escenario de propiedad intelectual adversa, el campo mexicano no se rinde y las cifras más recientes de la Secretaría de Agricultura lo confirman. Para esta temporada, los productores nacionales han logrado poner en el mercado más de 20.5 millones de plantas, generando un valor de producción estimado en 720 millones de pesos.
Es un esfuerzo titánico liderado por el estado de Morelos, que se mantiene como el gigante productor aportando casi el 30% del total nacional, seguido de cerca por Michoacán, Puebla y la Ciudad de México.
Este sector, que da sustento directo a más de 3 mil 500 familias y que impulsan mayoritariamente las mujeres, cultiva más de un centenar de variedades distintas, aunque el mercado siga exigiendo, en un 90%, la clásica flor roja.
Al comprar una planta nacional, estamos apoyando esa resistencia y manteniendo viva una tradición que, por derecho, historia y sangre, nos pertenece.
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