La Calzada de los Misterios dejó de ser una avenida hace unos días para convertirse en una cicatriz viva, una lengua de asfalto gris devorada por millones de suelas que avanzan con la terquedad de las mareas.
Aquí el tiempo cronológico no existe; el día y la noche se han disuelto en un continuo zumbido de tambores, cascabeles y rezos que saturan el aire hasta volverlo sólido.
El pavimento ya no respira, está sellado por una costra de cera derretida, pétalos triturados y el cansancio acumulado de una ciudad que se rinde ante el rito.
En medio de esta tectónica humana que empuja hacia el atrio, donde la arquitectura moderna de la Basílica de Guadalupe se alza como una carpa de concreto sagrado, opera una economía de la que nadie habla.
Mientras los ojos de la multitud buscan la imagen de la Virgen en las alturas, la mirada de Lupita rastrea el suelo con la precisión de un geólogo.
A sus 62 años, Lupita no es una peregrina convencional. No carga flores, ni estandartes. Ella carga costales de rafia vacíos y una urgencia doméstica que no sabe de feriados. Su manda es la supervivencia y su milagro es el reciclaje.

La minería del vidrio
Lupita vive en el Estado de México, en esa periferia gris que abastece de mano de obra a la capital, pero su oficina estacional son las jardineras y banquetas de La Villa. Su objetivo son los vasos de las veladoras: esos cilindros de vidrio grueso que, una vez consumida la flama de la promesa, pasan a ser estorbo, basura, residuo inerte para el servicio de limpia.
«Madre, con tu permiso, este ya se apagó», murmura Lupita antes de meter la mano en un rincón lleno de desperdicios.
Su labor es una forma de minería urbana. Rescata los vasos todavía tibios, manchados de hollín y parafina barata.
No le interesa la luz, le interesa el envase. Para ella, cada vaso es una moneda de cambio en un sistema de comercio informal perfectamente engranado.
«No es basura, es vidrio bueno. La gente lo tira porque ya pidió lo que iba a pedir, pero el vaso sirve. Yo me espero a que se vayan o a que los de limpieza los amontonen. Si no están rotos, van pa’ la bolsa», explica con la respiración agitada por el ajetreo.
El proceso de valorización ocurre lejos de aquí, en la intimidad de su cocina. Ahí, Lupita transforma el desecho sacro en utensilio profano.
«Llego a la casa y pongo a hervir agua en ollas grandes. Echo los vasos ahí para que el calor suelte la cera pegada y suba solita a la superficie. Ya luego, con el agua bien caliente, los tallo con harto jabón y cloro. Tienes que tallarle fuerte para quitarle lo negro del humo. Pero quedan claritos, como nuevos», detalla, describiendo una alquimia doméstica que purifica el objeto para su reingreso al mercado.
Su cliente final no está en la iglesia, sino en las cocinas económicas y fondas de la colonia Guerrero. Ahí, esos mismos vasos que contuvieron una plegaria, servirán mañana el agua de horchata o adornarán las mesas. Se los pagan a 5 pesos la pieza.
Es una tarifa de miseria si se ve por unidad, pero en la lógica del volumen, es la diferencia entre comer carne o tortilla con sal. Si junta cien hoy, son 500 pesos; dinero que no tiene en la bolsa.

Cifras de un monstruo devorador
La labor de Lupita es una gota en un océano de desperdicios. Para comprender su contexto, hay que mirar las dimensiones históricas de este monstruo.
La peregrinación a la Basílica de Guadalupe es el evento de concentración masiva más grande de Occidente, una bestia logística que desafía cualquier planificación urbana.
Basta recordar el récord histórico de 2022, cuando la Secretaría de Gobierno de la CDMX reportó una afluencia oficial de 12 millones 500 mil peregrinos. Es como si la población entera de un país pequeño decidiera ocupar el norte de la capital simultáneamente.
El rastro ecológico de esta fe es abrumador. En aquel mismo año récord de 2022, las autoridades recolectaron 898 toneladas de basura y barrieron más de 653 kilómetros de asfalto.
Entre esas montañas de desechos que se repiten año con año, el vidrio que mujeres como Lupita recuperan representa un tonelaje que, de no ser por ellas, colapsaría aún más los camiones recolectores.

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El duelo como motor
Pero Lupita no junta vidrio por ecología, lo hace por orfandad. En su casa la esperan dos nietos, de 6 y 8 años. Son la herencia viva de su hija, quien falleció hace dos años, dejando a la abuela a cargo de una crianza para la que ya no tenía fuerzas, pero sí obligación.
Aunque Lupita cobra la Pensión para el Bienestar de las Personas Adultas Mayores, que para este 2025 ronda los 6,000 pesos bimestrales, la aritmética de la pobreza es cruel.
«La pensión es bendita, pero cae cada dos meses. Los niños no comen cada dos meses. Piden zapatos, piden para el recreo. Mi hija ya no está para dárselos, así que me toca a mí«, dice, y en su voz no hay queja, hay una resignación dura. «Yo siento que mi muchacha me ayuda desde allá arriba a encontrar los vasos buenos. Es como si ella me los pusiera en el camino».

Carmen: la transacción con La Jefa
Mientras Lupita pepena el sustento, a unos metros, sobre el mismo asfalto rugoso, Carmen negocia la existencia.
Tiene 42 años y no camina; se arrastra. Viene desde la glorieta de Peralvillo de rodillas. El pantalón de mezclilla hace mucho que cedió ante la fricción del concreto, abriendo ventanas de tela por donde asoma la carne viva, sanguinolenta, mezclada con el polvo de las calles de la ciudad.
Las cifras de atención médica suelen superar los 13 mil peregrinos atendidos en jornadas como la de aquel 2022, y Carmen es hoy una de esas historias vivas de dolor.
Carmen no llora, jadea. Su rostro está contraído en una mueca de concentración absoluta.
«Me quitaste la señora, mi cáncer», suelta Carmen con la voz rota, refiriéndose a la enfermedad con ese respeto temeroso. «Los doctores me daban meses. Ya pasaron tres años. Yo hice un trato con La Jefa: ella me da tiempo para mis hijos, yo le doy mis rodillas».
Para la mujer de la urbe, la Virgen de Guadalupe no es una figura etérea; es La Jefa, una entidad poderosa con la que se cierran tratos bilaterales. Es una relación transaccional cimentada en el sacrificio físico: el cuerpo se rompe para que la vida continúe.

La ciudad que abraza: el milagro del pan compartido
El 12 de diciembre provoca una metamorfosis en la arquitectura social de la capital. Si bien la infraestructura colapsa bajo el peso de los millones de asistentes, surge una infraestructura paralela, orgánica y profundamente chilanga: la de la solidaridad.
A lo largo de la Calzada de Guadalupe y las avenidas aledañas como Misterios y Eje 5 Norte, las banquetas dejan de ser espacio público para convertirse en mesas extendidas. Aunque los operativos gubernamentales, como el de 2022, han llegado a repartir 967 mil litros de agua, gran parte de la hidratación real viene de las manos del pueblo.
Familias enteras de colonias vecinas sacan mesas de plástico y ollas de peltre humeantes. Es un ejército civil armado con naranjas partidas, tortas envueltas en servilletas de papel y bolsas de agua.
«¡Pásale, peregrino! ¡Un café caliente para el frío!», gritan señoras que llevan cocinando desde la madrugada anterior.
Aquí se rompe la lógica del capitalismo urbano: nadie cobra, nadie paga. El que tiene poco le da al que no tiene nada. Es un fenómeno de resistencia comunitaria donde el habitante de la ciudad, usualmente hostil y apresurado, se detiene para hidratar al extraño que viene de la sierra de Puebla o de los barrios bravos del Estado de México. La ciudad, por unas horas, no devora a sus hijos; los nutre.

Sofía: la herencia en la mirada
Entre ese río de gente que fluye, masticando la bondad de los desconocidos, avanza una familia distinta. No vienen a pagar una manda de dolor, vienen a cumplir un rito de iniciación.
Sofía tiene siete años. Es su primera vez en La Villa. Camina agarrada de la mano de su madre con la fuerza de quien teme ser arrastrada por la corriente. Sus ojos, acostumbrados a la luz azul de las pantallas, intentan procesar el estallido de vida que tiene enfrente.
Para ella, el cansancio y el hacinamiento son invisibles. Su atención está secuestrada por los grupos de Concheros que danzan en el atrio. El sonido del huehuéotl golpea el pecho y los cascabeles en los tobillos marcan un ritmo hipnótico que hace vibrar el suelo.
«Mira mamá, cómo brillan«, dice Sofía, señalando los penachos de plumas sintéticas que cortan el aire gris.
Su madre, una empleada de mostrador de 28 años de edad, la carga en hombros para que pueda ver por encima de la multitud. Al fondo, la imagen de la Virgen en el ayate parece observarlas desde su vitrina blindada.
«Ella es la Tonantzin, la madrecita de todos. A ella vienes a ver», le explica la madre al oído.
En ese instante, ocurre la transmisión del código postal y sentimental. Sofía no está aprendiendo teología; está aprendiendo identidad. Está entendiendo que ser de esta ciudad implica habitar el caos, compartir el asfalto y encontrar belleza en el tumulto.
Mientras Lupita recicla lo material para sobrevivir, niñas como Sofía reciclan la esperanza, asegurando que la tradición tenga relevo generacional.

El amanecer del 13: la resaca de la fe
La noche cae, pero la Calzada no duerme. La madrugada del 13 de diciembre llega con un frío que cala los huesos, una neblina baja que se mezcla con el humo de los anafres que se apagan. Es la hora de la resaca espiritual.
El suelo es un campo de batalla pacífico: cartones extendidos donde duermen familias enteras abrazadas para conservar el calor, cobijas de cuadros y restos de confeti. El silencio empieza a recuperar su lugar, roto apenas por el arrastrar de pies de los últimos rezagados.
Lupita ha pasado la noche en vela, cuidando sus costales como quien cuida oro. Esperar hasta la mañana del 13 fue la estrategia correcta: cuando la marea baja, aparecen los tesoros. Ha logrado llenar tres costales grandes con vasos que quedaron abandonados en la oscuridad.
Una vecina de la colonia Industrial, que recoge ya su puesto de ayuda, ve a Lupita tiritando junto a su carga. Sin preguntar, le sirve el último vaso de atole de arroz y le da un pan de dulce.
«Téngase, madre, para el camino. Que Dios se lo pague», le dice la voluntaria.
Lupita recibe el calor en las manos. En este ecosistema, ella también es peregrina, aunque su destino no sea el cielo, sino la supervivencia.

El regreso con el vidrio a cuestas
Con la luz gris de la mañana iluminando las torres de la Basílica, comienza el éxodo. Los camiones foráneos rugen en las calles aledañas. Lupita se prepara para su propia travesía hacia el Estado de México.
Sus costales pesan, pesan mucho. Lleva más de cien vasos rescatados. En la aritmética de su necesidad, eso se traduce en 500 pesos brutos. Es poco para las estadísticas macroeconómicas, es nada para los discursos oficiales, pero para Lupita es la certeza de que sus nietos comerán carne esta semana.
Con dificultad, y ayuda de un joven que pasa, se echa la carga al hombro. El vidrio choca entre sí produciendo un tintineo agudo, su propia música sacra. Camina hacia el paradero, arrastrando los pies hinchados, mezclándose con los obreros que a esa hora ya salen a trabajar, indiferentes al milagro que acaba de ocurrir.
Al llegar a casa, no habrá descanso. Habrá que calentar agua, verter cloro y empezar a tallar. Mañana, esos vasos estarán brillantes en una mesa de la colonia Guerrero, listos para servir agua de sabor en una comida corrida, habiendo olvidado ya que alguna vez contuvieron el fuego de una promesa en el suelo frío de La Villa.
En la Ciudad de México, los milagros no siempre bajan del cielo entre rosas; a veces se recogen del piso al amanecer, se lavan con agua hirviendo y sirven para que una abuela y dos niños sigan resistiendo. Y eso, en esta urbe de concreto y furia, es fe suficiente.
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