Como cada 11 de diciembre desde 2003, hoy se conmemora el Día Internacional de las Montañas, designado oficialmente por la Asamblea General de las Naciones Unidas para sensibilizar a la humanidad sobre la importancia crítica de estos ecosistemas.
Sin embargo, para México, volver la vista hacia las cumbres ha sido, durante milenios, mucho más que un acto de contemplación geográfica o una efeméride ambiental; ha sido un acto de fe, de supervivencia y de conexión profunda con lo divino.
Para nuestros pueblos prehispánicos, y tal como lo confirma la ciencia moderna, la montaña no es simplemente una elevación de tierra y roca, sino el eje rector de la existencia, el hogar de los dioses y el gran contenedor de los recursos hídricos que permiten la vida.

Definición técnica y el dominio de los gigantes
Para comprender la magnitud de nuestro relieve es necesario partir de la definición técnica que rige el entendimiento del territorio nacional.
De acuerdo con el Instituto Nacional de Estadística y Geografía (Inegi) y propósito de esta fecha, se considera montaña a aquella elevación natural de la corteza terrestre que supera los 700 metros de altura respecto al terreno circundante.
Aunque bajo el mar también existen movimientos de placas tectónicas que originan montañas submarinas, son las formaciones continentales las que definen nuestra identidad y clima.
Dentro de la vasta orografía mexicana, destacan los colosos conocidos como «cincomiles», un grupo selecto de cumbres que superan la barrera de los 5,000 metros sobre el nivel medio del mar.
Según el Inegi, estas son las montañas más altas de México:
- Pico de Orizaba o Citlaltépetl: El techo de México, con una altitud de 5,610 metros.
- Popocatépetl: El emblemático volcán activo, con 5,419 metros.
- Iztaccíhuatl: La mujer dormida, con 5,201 metros.
Es importante aclarar una duda geográfica común: en México, los grandes volcanes son, por definición y excelencia, montañas.
Nuestro perfil geográfico está dominado por el fuego del Eje Neovolcánico, y estas cumbres no solo son volcanes, sino las montañas sagradas primordiales.
A estos gigantes les siguen otras elevaciones que, aunque no rebasan los cinco mil metros, son vitales para el equilibrio ecológico del país, tal como lo enlista el INEGI: el Nevado de Toluca con 4,283 metros, el Cofre de Perote con 4,161 metros, La Malinche con 4,105 metros y el Nevado de Colima con 4,069 metros.

La flor de cuatro pétalos y el centro del mundo
Para comprender la magnitud sagrada de estas elevaciones, debemos mirar hacia el subsuelo de la ciudad de los dioses: Teotihuacán.
Debajo de la imponente Pirámide del Sol, que en sí misma es una montaña artificial construida por el hombre, los arqueólogos descubrieron una cueva natural modificada antiguamente que termina en una forma extraordinaria: cuatro cámaras dispuestas como los lóbulos de una flor o un trébol de cuatro hojas.
Este hallazgo revela el concepto más profundo de la montaña mesoamericana: la flor de cuatro pétalos o el Nahui Ollin.
En la cosmovisión indígena, la montaña funcionaba como el Axis Mundi, el pilar central que sostenía el cielo y conectaba los tres planos del universo: inframundo, tierra y cielo. Pero no sólo eso, la montaña era el punto de origen desde donde se ordenaban los cuatro rumbos del universo.
La montaña sagrada se concebía como el centro de esta flor cósmica, pues desde su cima y sus entrañas se distribuían los vientos, las lluvias y la vida hacia los cuatro rumbos del universo.
Por ello, subir a la montaña o construir un templo en su honor no era solo adorar una piedra alta, era posicionarse en el ombligo del mundo, en el lugar exacto donde nacía el orden y se contenía el caos.

Lee: Zona arqueológica de Cobá reabre el Nohoch Mul tras seis años de cierre
El Altepetl: la montaña como centro del universo
Esta visión sagrada se trasladaba del mito al lenguaje cotidiano y a la organización social. La lingüística náhuatl nos regala la prueba más contundente de esta simbiosis entre el relieve y la comunidad.
La palabra utilizada para designar a un pueblo, una ciudad o un estado no era una referencia a sus gobernantes, sino al entorno geográfico que los sustentaba: altepetl.
Este término es un difrasismo, una metáfora compuesta que une dos vocablos: atl, que significa agua, y tepetl, que significa cerro o montaña.
Literalmente, se traduce como agua-cerro. Para los antiguos pobladores, era inconcebible la existencia de una civilización sin un cerro que la resguardara.
Se tenía la certeza, tanto mística como empírica, de que en el interior de las montañas se gestaban las nubes y se almacenaban los manantiales. Sin el cerro, no había agua; y sin agua, no había pueblo.

La montaña de los mantenimientos
La mitología profundiza aún más en este vínculo vital. Las leyendas nahuas hablan del Tonacatépetl o Cerro de los Mantenimientos y según los relatos de la creación, antes de que el ser humano pudiera alimentarse, el maíz estaba escondido dentro de una montaña cerrada, imposible de abrir, guardado celosamente por la naturaleza.
Fue Quetzalcóatl quien, transformándose en una pequeña hormiga negra, logró penetrar en las grietas de la roca para sacar el grano sagrado y entregarlo a la humanidad, mito que refuerza la idea de la montaña como una inmensa bodega de vida. No solo proveía el agua, sino que resguardaba la semilla misma de la civilización.
Se creía que las montañas eran inmensas ollas o cántaros gigantescos llenos de agua. Dentro de sus cuevas residían los tlaloques, pequeños ayudantes del dios de la lluvia Tláloc, quienes utilizaban palos para romper las vasijas y dejar caer el agua sobre los campos, con lo cual el respeto a la montaña era una cuestión de seguridad nacional y alimentaria.

Arqueología de alta montaña y el contacto divino
La adoración a estas entidades geográficas no se quedaba en la metáfora; implicaba un esfuerzo físico monumental.
La arqueología de alta montaña ha documentado cómo los antiguos sacerdotes y gobernantes realizaban ascensos penosos hacia las cumbres, venciendo el frío y la falta de oxígeno para dialogar con las deidades.
El ejemplo más impresionante es el sitio arqueológico del Monte Tláloc. Situado a más de 4,000 metros de altura en la Sierra Nevada, este lugar alberga una calzada procesional y un recinto cuadrangular que constituye el santuario de montaña más alto de Mesoamérica.
Las crónicas históricas narran que los gobernantes de la Triple Alianza subían hasta aquí para realizar sacrificios en un templo que, alineado con los astros y los cerros vecinos, funcionaba como un marcador del tiempo para predecir las lluvias.
Del mismo modo, en las entrañas del cráter del Nevado de Toluca, conocido antiguamente como Xinantécatl, los arqueólogos han recuperado ricas ofrendas de copal, madera, puntas de maguey con sangre y cerámica depositadas directamente en las heladas aguas de las lagunas del Sol y de la Luna.
Estos actos confirman que la línea de nieve no era una frontera prohibida, sino un umbral sagrado donde lo humano se encontraba con lo divino.

La realidad actual: dependencia y sustentabilidad
Hoy, la visión mística del agua-cerro encuentra un eco urgente en los datos duros globales. Para el Inegi, más de la mitad de la población del mundo depende de las montañas para abastecerse de agua, alimentos y energía renovable, lo que revela la fragilidad de nuestra civilización moderna: somos tan dependientes de las cumbres como lo eran nuestros antepasados.
El organismo subraya que la conmemoración del 11 de diciembre brinda la oportunidad de destacar cómo el cambio climático, el hambre y la migración afectan a las tierras altas, promoviendo que su cuidado y protección se integre en la Agenda 2030 para el Desarrollo Sostenible.

Crisis climática: el fin de los glaciares
En la actualidad, mientras las ciudades crecen y la demanda de recursos aumenta, las montañas de México -desde el Pico de Orizaba hasta el Nevado de Colima- siguen dictando la viabilidad de nuestro futuro, y recuperar la memoria histórica de nuestros pueblos y comprender los datos científicos sobre estos ecosistemas es el primer paso para garantizar que sigan siendo fuentes de vida.
Sin embargo, el panorama enfrenta hoy su desafío más crítico y doloroso, pues la intervención humana desmedida rompe el equilibrio milenario de estos gigantes.
La tala clandestina e inmoderada devora hectáreas de bosques que funcionan como esponjas naturales, impide la recarga de los mantos acuíferos.
A esto se suma una crisis irreversible en las cumbres: investigadores del Instituto de Geofísica de la UNAM advierten que los glaciares mexicanos, como los del Iztaccíhuatl y el Pico de Orizaba, podrían extinguirse por completo en las próximas décadas debido al calentamiento global.
Dañar la montaña es sentenciar a nuestros pueblos a la sed, pero detener esta devastación ambiental es la única ofrenda válida que nos queda para asegurar el futuro.
Lee: Objetos mexicas, teotihuacanos y zapotecos regresan a México






