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¿Creatividad o crisis? ¿La hora de transformar o desaparecer?

Un Nobel para la era digital

Boris Berenzon Gorn Por Boris Berenzon Gorn
17 de octubre de 2025
En Opinión, Rizando el Rizo
¿Creatividad o crisis? ¿La hora de transformar o desaparecer?

Premio Nobel de Economiía 2025. AMEXI/FOTO: Tec de Monterrey

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Desaparecer, no lo creo. Pero tal vez ha llegado el momento de una crítica latinoamericana lúcida y profunda al Premio Nobel de Economía 2025 y a la ideología del progreso digital que esta encarna. En respuesta, han surgido voces críticas -con entusiasmo y rigor- que debaten el rumbo que está tomando nuestra economía, no sólo desde la academia, sino también desde la política, los movimientos sociales y la práctica económica cotidiana.

En un continente como América Latina, cuya historia ha sido marcada por siglos de subordinación económica, imposición cultural y despojo epistemológico, las decisiones tomadas en los centros del poder global no se viven como propias, sino como mandatos ajenos que llegan revestidos de modernidad y promesas universales. Son discursos que rara vez reconocen los tiempos, las memorias y las luchas de nuestros países por construirse. En ese contexto, el Premio Nobel de Economía 2025 -lejos de ser sólo un acontecimiento académico- representa un episodio cargado de implicaciones simbólicas, políticas y culturales que la región no puede ignorar.

Este año, el galardón no fue otorgado por un avance técnico, un modelo macroeconómico novedoso ni una fórmula financiera de precisión matemática. Fue concedido a una idea, a un marco de interpretación del mundo: la noción de que el crecimiento económico sostenido se produce a partir de la destrucción deliberada de lo existente, en favor de lo nuevo.

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El reconocimiento celebrado gira en torno a la revitalización contemporánea del concepto de “destrucción creativa”, una metáfora poderosa y provocadora acuñada por Joseph Schumpeter, pero reinterpretada con renovado entusiasmo por Joel Mokyr, Philippe Aghion y Peter Howitt.

En su visión, el desarrollo no es una línea evolutiva gradual, sino una serie de rupturas radicales.

Cada ciclo de progreso implica desestabilizar estructuras anteriores, reemplazar tecnologías, sustituir modelos de negocio y dejar atrás instituciones que ya no responden a las dinámicas del presente. Es un relato de cambio constante, donde el crecimiento está impulsado por la competencia, la innovación, la educación técnica y la apertura a lo nuevo. Lo que no se adapta, desaparece. Lo que no innova, se estanca.

A primera vista, la propuesta parece convincente: la historia económica del mundo occidental -como explica Mokyr- ha estado íntimamente ligada a entornos que promovieron la ciencia, el pensamiento técnico y la difusión del conocimiento. Las grandes transformaciones industriales y digitales no surgieron en el vacío, sino en culturas que valoraron la experimentación y desafiaron lo establecido. Por su parte, Aghion y Howitt, desde el enfoque del crecimiento endógeno, afirman que es posible diseñar políticas que estimulen la innovación de forma sostenible, siempre que existan condiciones institucionales y educativas adecuadas.

Sin embargo, el problema no radica en la solidez teórica del planteamiento, sino en la ideología que lo envuelve y el contexto en que se impone. Porque no es lo mismo aplicar la lógica de la destrucción creativa en economías consolidadas, con sistemas de bienestar robustos y acceso universal al conocimiento, que trasladarla a países con enormes desigualdades, sistemas educativos colapsados y dependencias estructurales que no se desactivan con un discurso de disrupción.

El Nobel de Economía 2025 -aunque no lo diga abiertamente- naturaliza una visión del mundo profundamente política: la competencia como motor inevitable de las relaciones humanas, la innovación como imperativo moral y el mercado como juez legítimo del valor de las ideas. En esta visión, los individuos compiten, las instituciones se adaptan o desaparecen, y el desarrollo depende de la capacidad de “destruir para crecer”.

Pero esa idea no es neutra ni universal, ni culturalmente inocente. Es una forma de pensar la economía -y por extensión, la sociedad- desde el prisma del norte global, desde las lógicas del capital tecnológico y los valores de las élites académicas y corporativas. Se omite el hecho de que muchas veces lo que se destruye no es obsoleto, sino simplemente diferente, y lo que se impone como “nuevo” es, en muchos casos, funcional a intereses ajenos a las necesidades de las mayorías.

¿Qué implica, entonces, “destruir lo viejo” en una región como América Latina? ¿Se trata de eliminar lo ineficiente o de desmontar formas de vida que no encajan en la racionalidad del mercado? ¿Estamos ante una invitación al cambio o ante una imposición ideológica que desconoce nuestras particularidades históricas, culturales y sociales?

Este tipo de discurso -aunque se vista de neutralidad académica- refuerza una idea peligrosa: que hay un único camino válido hacia el desarrollo y que quienes no lo transiten con suficiente rapidez están condenados a la irrelevancia. Así, el Premio Nobel termina funcionando como un vehículo de legitimación simbólica de una modernidad excluyente, donde las voces del sur son recibidas sólo si replican los códigos de innovación dictados desde las metrópolis.

En lugar de abrir una conversación plural sobre el futuro económico del mundo, el Nobel 2025 consolida una narrativa de progreso lineal y homogéneo, en la que se celebran las disrupciones sin atender a sus efectos sociales, culturales y territoriales. Y eso, en América Latina -una región que sigue enfrentando crisis superpuestas de pobreza, informalidad, exclusión digital, violencia estructural y crisis ecológica-, no puede aceptarse sin una revisión crítica.

Por tanto, quizá el verdadero reto hoy no sea adaptarse al relato de la destrucción creativa, sino disputar el sentido del desarrollo. No se trata de negar el valor de la innovación, sino de preguntarnos: ¿qué innovaciones queremos? ¿para quién? ¿con qué propósito? Y, sobre todo, ¿cómo evitar que, en nombre del futuro, se perpetúe una economía sin alma, desconectada de la vida real de nuestros pueblos?

Es tiempo de responder al modelo dominante no con rechazo irracional, pero sí con pensamiento crítico, audacia política y arraigo cultural. No se trata de temer al cambio, sino de hacerlo nuestro, con nuestras voces, en nuestros tiempos y con nuestra gente.

¿Y qué pasa con América Latina?

Para América Latina, la “destrucción creativa” no es sólo una fórmula abstracta. Es una experiencia cotidiana. En nombre del progreso, hemos visto desaparecer industrias, oficios, lenguas, pueblos y formas de vida enteras. La apertura comercial de los 90 fue vendida como modernización, pero para muchos significó precarización. Las reformas estructurales se justificaron como necesarias, pero arrasaron con derechos sociales. Hoy se habla de la digitalización como salvación, pero en muchas regiones del continente la conectividad básica sigue siendo un privilegio y el acceso a la educación tecnológica, una promesa lejana.

Aquí, el discurso del Nobel se vuelve problemático. Porque plantea que la única manera de crecer es adaptarse a los cambios del mundo digital, asumir la lógica del emprendimiento disruptivo, competir en el mercado global del conocimiento. Pero ¿qué pasa con las culturas que no viven el tiempo como aceleración, sino como cuidado? ¿Qué pasa con las comunidades que resisten la lógica de “crear valor” porque valoran otras formas de vida que no caben en una hoja de Excel?

El choque no es sólo económico. Es social, político y cultural. En nombre del progreso, se están redefiniendo las normas del trabajo, del consumo, de la relación con el Estado. Se privatiza el futuro. Las plataformas tecnológicas se presentan como neutrales, pero su lógica es profundamente extractiva: extraen datos, atención, tiempo, afecto. Organizan la vida diaria a través de algoritmos que nadie elige y pocos comprenden. En este proceso, la democracia se debilita, la soberanía se difumina y la comunidad se fragmenta.

La crisis del sujeto colectivo

En la ideología que sustenta el Nobel de Economía 2025, el sujeto ideal es el emprendedor solitario, el innovador que rompe esquemas, el joven que “piensa fuera de la caja” y desarrolla la próxima aplicación disruptiva. Es el individuo como fuerza motora de la historia. Pero en América Latina, esa figura coexiste con el trabajador informal, la mujer cuidadora no remunerada, el indígena expulsado de sus tierras, el migrante excluido del sistema bancario, el joven sin acceso a educación superior. ¿Qué lugar ocupan ellos en el modelo de innovación que premia la destrucción creativa?

La cultura latinoamericana -compleja, diversa, resiliente- ha sido históricamente un espacio de resistencia frente a modelos impuestos. La cultura no es un adorno del desarrollo. Es su fundamento. La forma en que una sociedad concibe el tiempo, el trabajo, el éxito, la comunidad, define qué tipo de economía está dispuesta a aceptar. Por eso, pensar el futuro de América Latina sólo desde el prisma de la disrupción tecnológica es una forma sutil de violencia simbólica: una economía que no reconoce las culturas que la sostienen es una economía sin alma.

Además, la política -entendida como capacidad colectiva de decidir sobre el destino común- queda reducida a la gestión técnica del cambio. Se despolitiza el desarrollo. Se impone la idea de que sólo hay un camino válido: innovar o desaparecer. Pero esta no es una elección libre, es una imposición disfrazada de modernidad. En vez de fortalecer el debate democrático sobre el futuro, se impone un relato cerrado, en el que quien no se adapta queda fuera del juego.

Un Nobel para la era digital

El Premio Nobel de Economía 2025 reconoce una visión que ha cobrado enorme fuerza en la era digital: la idea de que el crecimiento económico sostenido no es un proceso lineal ni progresivo, sino el resultado de cambios radicales impulsados por la innovación tecnológica y la destrucción de estructuras obsoletas. En este marco, los economistas Joel Mokyr, Philippe Aghion y Peter Howitt han sido galardonados por sus aportes a la comprensión del papel que juega la innovación -especialmente la tecnológica- en el desarrollo económico moderno. Sus trabajos explican cómo la competencia, la inversión en conocimiento y la disrupción constante permiten dinamizar economías estancadas. Esta visión encuentra en el mundo digital su laboratorio ideal: una realidad en la que nuevas plataformas y tecnologías desplazan, de manera rápida y muchas veces brutal, a sectores enteros.

En este sentido, el mundo digital representa el escenario más extremo de la destrucción creativa. Empresas como Amazon, Uber, Airbnb o Mercado Libre han demostrado que una idea bien ejecutada puede transformar por completo los hábitos de consumo, la forma de producir y hasta el concepto de empleo. Las nuevas tecnologías han permitido el surgimiento de mercados ágiles y altamente rentables, pero también han traído consigo una ola de desregulación, concentración de poder y precarización laboral. La economía digital no sólo destruye lo viejo: redefine las reglas del juego. Lo que el Nobel de Economía de 2025 pone en valor es esa capacidad transformadora, sin detenerse demasiado en los costos sociales y culturales que dicha transformación conlleva.

Desde una perspectiva crítica, es necesario preguntarse si el modelo de innovación que premia el Nobel puede ser replicado sin matices en regiones como América Latina. La economía digital no se desarrolla en el vacío: requiere infraestructura, educación, acceso equitativo a la tecnología y marcos normativos justos. Sin esos componentes, la innovación no libera, sino que excluye. El desafío, entonces, no es sólo digitalizar la economía, sino hacerlo de forma soberana, inclusiva y culturalmente pertinente. La pregunta que deja abierto el Nobel 2025 no es si debemos innovar, sino cómo, con quién y para qué. Porque no basta con conectarse al mundo digital; es necesario decidir colectivamente qué mundo queremos construir desde allí.

¿Qué hacer, entonces?

Frente a este escenario, la crítica no debe convertirse en inmovilismo, pero tampoco en sumisión. América Latina necesita transformarse, sí. Necesita modernizar sus economías, invertir en ciencia, reformar sus sistemas educativos, conectar territorios aislados. Pero esa transformación debe surgir desde adentro, con sentido colectivo, con anclaje cultural y con justicia social.

No basta con importar ideas desde Silicon Valley o desde Estocolmo. Necesitamos una economía que nazca de nuestras historias, de nuestras luchas, de nuestras posibilidades. La innovación debe estar al servicio de la vida, no de la eficiencia. El conocimiento debe circular como bien común, no como privilegio. La tecnología debe usarse para liberar tiempo, no para sobreexigir productividad.

La destrucción creativa puede tener sentido si va acompañada de creación comunitaria, memoria histórica y políticas redistributivas. No es destruir por destruir. Es transformar con conciencia, sabiendo qué se deja atrás y qué se quiere construir. Y ese proceso no puede ser tecnocrático ni unilateral: debe ser democrático, participativo y con horizonte ético.

En lugar de adoptar el modelo del cambio sin pausa que impone el mercado, América Latina puede proponer una modernidad alternativa: lenta, plural, sustentable, con raíces culturales profundas y redes de solidaridad. Una modernidad que no margine a los que no corren al ritmo del algoritmo, sino que los incorpore como portadores de saberes que el mundo necesita recuperar.

Una modernidad con alma

La economía no puede reducirse a un laboratorio de eficiencia ni a una carrera por la innovación. Es también una expresión de nuestros valores, de nuestras prioridades, de nuestra visión del mundo. Y si la innovación nos aleja de la comunidad, si nos obliga a competir en lugar de cooperar, si convierte la cultura en un producto y el conocimiento en un arma de exclusión, entonces estaremos perdiendo más de lo que ganamos.

El Nobel de Economía 2025 es una oportunidad para debatir en serio el tipo de futuro que queremos. Pero no debe aceptarse como verdad indiscutible. Debemos disputarlo, reinterpretarlo, contextualizarlo. Porque si sólo nos limitamos a seguir el modelo del norte, sin preguntarnos qué tipo de desarrollo queremos, terminaremos destruyendo nuestras propias posibilidades de bienestar con el pretexto de “progresar”.

El futuro de América Latina no puede construirse desde el miedo a quedar fuera. Debe construirse desde la confianza en nuestra capacidad colectiva de crear otro modo de vida, otra economía, otra cultura de lo común. Porque, como enseña nuestra historia, destruir sin crear es repetir el pasado. Crear con memoria es la única forma de transformar con dignidad.

Lee: ¿Quién ganó el Premio Nobel de Economía 2025 y por qué?

Etiquetas: América Latinacrecimiento económico sostenidodesarrollodestrucción creativaPremio Nobel de Economía 2025progreso digital
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