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El estereotipo no marcha (Opinión)

Generación Z; la importancia de estudiar las generaciones

Boris Berenzon Gorn Por Boris Berenzon Gorn
11 de noviembre de 2025
En Opinión, Rizando el Rizo
El estereotipo no marcha (Opinión)

México, 11 de noviembre de 2025. Marcha de la Generación Z. AMEXI/Foto: RR SS

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Boris Berenzon Gorn
Boris Berenzon Gorn

El pasado fin de semana, algunas calles del Centro de la Ciudad de México fueron testigos de un fenómeno que aparenta alejarse de los formatos tradicionales de la protesta social: cientos de jóvenes -en su mayoría pertenecientes a la Generación Z– se manifestaron en contra de la violencia creciente en el país. En lo formal, no lo hicieron al abrigo de un partido político ni como apéndice de alguna estructura organizada ni como prolongación de una convocatoria nacional previamente establecida, como la que se planea para el próximo 15 de noviembre. Lo hicieron por voluntad propia, en un gesto que pretendía descolocar tanto al poder como a la oposición.

Con pancartas artesanales, símbolos digitales transformados en consignas físicas y una actitud que no grita desde la utopía sino desde el hartazgo, estos jóvenes ocuparon el espacio público no sólo como ciudadanos, sino como una generación que exige ser reconocida sin intermediarios ni máscaras. Junto a la denuncia de la violencia, su presencia articuló otras demandas postergadas: la aprobación de la jornada laboral de 40 horas, el respeto a los derechos humanos, el derecho a una vida digna en un país donde ser joven no debería equivaler a estar en riesgo.

La historia muestra que cada vez que la juventud toma protagonismo, el sistema reacciona con prisa… y con cálculo. A esta marcha espontánea le siguieron intentos inmediatos de apropiación simbólica. Desde sectores de la oposición se buscó relacionarla con la movilización del 15 de noviembre, construyendo una narrativa artificial de continuidad o liderazgo juvenil planeado, cuando lo que ocurrió fue precisamente lo contrario: una ruptura con las formas políticas tradicionales. Por otro lado, no tardaron en llegar las descalificaciones veladas: se les tachó de manipulables, ingenuos, desinformados. En ambos casos, la misma maniobra: reducir a la juventud a una figura útil, a un arquetipo funcional.

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La historia de los siglos XX y XXI está llena de ejemplos similares. Las juventudes han sido, en muchas ocasiones, instrumentalizadas por el poder -pero sobre todo por sus adversarios- como carne fresca para viejos proyectos. Las Juventudes Hitlerianas en la Alemania nazi, o las juventudes comunistas en regímenes soviéticos y maoístas, mostraron cómo el ímpetu juvenil puede ser moldeado como arma ideológica. En América Latina no han faltado casos en los que partidos y gobiernos -de derecha o izquierda- han promovido una imagen estereotipada del joven: revolucionario o apolítico, valiente o peligroso, disciplinado o irreverente… según convenga al momento.

Lo que resulta preocupante es cómo estos arquetipos artificiales se convierten en herramientas de control narrativo. En vez de atender las demandas reales de los jóvenes, se les encasilla en figuras retóricas: el “futuro de la patria”, el “motor del cambio”, el “enemigo infiltrado” o el “activista que no entiende de política real”. Todas esas imágenes, aunque opuestas, cumplen la misma función: neutralizar la complejidad.

Lo que ocurrió en la marcha -y lo que amenaza con repetirse en los usos políticos en torno al 15 de noviembre- es un intento por manipular una energía auténtica para capital simbólico. Y eso no sólo es deshonesto: es una forma de violencia más. Porque convertir a la juventud en objeto discursivo, en lugar de reconocerla como sujeto político, es borrar su autonomía, su creatividad y su lenguaje propio.

Pero la Generación Z no se deja representar tan fácilmente. Lo ha demostrado con una estética de la ironía, con un uso del humor que subvierte el poder, con una desconfianza estructural hacia las narrativas oficiales, sean del partido en el poder o del bloque opositor. En lugar de pedir permiso, hacen presencia. En lugar de repetir slogans, interpelan con memes, intervenciones urbanas, discursos fragmentarios pero punzantes. Esta no es una generación que se deje domesticar por la retórica.

Frente al intento de absorberla o descartarla, la juventud que marchó lanza un mensaje claro: no somos un decorado para sus campañas ni una masa moldeable para sus guerras simbólicas. Somos una generación que, lejos de pedir representación, exige realidad. Y frente a eso, ni el poder ni sus oponentes parecen estar preparados. ¿Será?…

¿Cómo surgen los estudios generacionales?

Para entender qué mueve a una generación como la Z no basta con observar los hechos. Es necesario comprender la forma en que surgen y evolucionan los estudios sobre generaciones como objeto de análisis cultural. Aunque el ser humano siempre ha vivido en ciclos familiares y sociales, el estudio formal de las generaciones emergió con fuerza en el siglo XX, como un intento por explicar los cambios profundos que no podían reducirse a clases sociales, ideologías o estructuras económicas.

Uno de los pioneros en esta mirada fue Karl Mannheim, quien en 1928 propuso una idea radical para su tiempo: que las generaciones no son simplemente agrupaciones cronológicas, sino colectivos históricos que comparten un «horizonte de experiencia». Es decir, que estar expuesto a un mismo trauma, revolución, cambio tecnológico o crisis en una etapa formativa puede configurar un modo de ver el mundo compartido, aunque no idéntico.

Con el tiempo, esta teoría fue apropiada por otras disciplinas -desde la sociología hasta el marketing-, que encontraron en el estudio generacional una herramienta para interpretar el cambio cultural desde la base. Porque allí donde la política no llega, los hábitos, lenguajes y emociones generacionales sí construyen nuevas formas de identidad colectiva.

¿Para qué sirve estudiar a las generaciones?

Estudiar a las generaciones no es un ejercicio superficial ni una moda pasajera. Es, en realidad, una herramienta crítica para comprender la dinámica del cambio social desde una perspectiva íntima y colectiva a la vez. En lugar de observar la historia únicamente desde los grandes eventos o los sistemas económicos, los estudios generacionales nos invitan a mirar desde abajo: desde la experiencia cotidiana de quienes crecieron bajo los mismos estímulos culturales, crisis políticas, revoluciones tecnológicas y transformaciones emocionales. Las generaciones comparten no sólo fechas de nacimiento, sino climas simbólicos, traumas comunes, formas específicas de construir identidad frente al mundo.

Comprender a una generación permite identificar patrones culturales y políticos que definen los comportamientos colectivos de un grupo etario. ¿Qué consumen, cómo se informan, qué lenguajes usan, qué valores priorizan? Estos rasgos no aparecen por azar: son respuestas a contextos concretos. De ahí que los estudios generacionales sean claves para detectar, por ejemplo, cómo la desconfianza hacia las instituciones crece entre los más jóvenes o cómo las nuevas tecnologías reconfiguran las relaciones humanas.

A su vez, estudiar generaciones nos ayuda a explicar los conflictos intergeneracionales, no como simples choques entre jóvenes y adultos, sino como síntomas de una transición cultural profunda. Cuando los discursos del deber chocan con los del derecho, o cuando la ética del trabajo entra en tensión con la búsqueda del bienestar emocional, no se trata de una guerra de edades, sino del roce entre modelos distintos de vivir en el mundo. Los estudios generacionales permiten desentrañar esas tensiones sin simplificarlas.

Además, esta mirada permite anticipar tendencias. Porque las generaciones emergentes no sólo adoptan nuevas formas de vida: también las crean. Comprender cómo se relacionan con la tecnología, cómo definen su participación política, qué causas les movilizan o qué tipo de estructuras sociales rechazan es crucial para proyectar escenarios futuros, no sólo desde el marketing o la pedagogía, sino desde la política pública y la ética social.

Por último, estos estudios nos invitan a romper con la idea de la homogeneidad generacional. Dentro de cada cohorte hay desigualdades, tensiones internas, contradicciones. No todos los millennials son iguales ni todos los boomers piensan lo mismo. Comprender esa diversidad interna permite un análisis más fino, más justo y más realista de la complejidad humana.

En resumen, estudiar a las generaciones es una forma de pensar el tiempo como algo más que un calendario: es entenderlo como una estructura viva donde las personas, agrupadas por experiencia histórica, responden creativamente a los desafíos de su época. Entender a una generación es escuchar las preguntas que un periodo se hace -y también las que no se atreve a formular-, pero que laten con fuerza en quienes vienen a habitar el presente con ojos nuevos.

Con gusto. A continuación, desarrollo el texto solicitado, transformando los puntos clave en un análisis fluido, crítico y bien articulado, manteniendo un tono reflexivo y académico-literario:

A lo largo del siglo XX y lo que va del XXI, algunas generaciones no sólo han transitado la historia, sino que la han marcado con su experiencia. No es su edad lo que las distingue, sino las condiciones históricas que les tocó enfrentar, las transformaciones sociales que vivieron y los modos en que respondieron -con resignación, con rebeldía o con reinvención- a los desafíos de su tiempo. Cada una de estas generaciones encarna no solo una época, sino una sensibilidad histórica. Y sus huellas aún modelan el presente.

Generación del Silencio (1928-1945): el legado del orden forzado Esta generación nació y creció en medio del trauma. Marcada por la Gran Depresión, el ascenso del fascismo, la Segunda Guerra Mundial y sus consecuencias devastadoras, fue testigo del colapso de certezas morales, políticas y económicas. Su infancia y juventud estuvieron atravesadas por el miedo, la escasez y la disciplina impuesta como única forma posible de supervivencia. Aprendieron el valor del orden, de la obediencia, de la reconstrucción. Pero ese orden venía acompañado de un silencio institucional: silencio sobre el dolor, sobre el trauma, sobre la desigualdad. Se les enseñó a no quejarse, a resistir, a construir sin preguntar demasiado. Esta generación cimentó la base de un nuevo mundo, pero al precio de su voz individual.

Baby Boomers (1946–1964): entre la expansión y el desencanto Hijos de la posguerra, los llamados baby boomers nacieron en un mundo que, tras la catástrofe, apostaba al progreso. Fueron testigos y protagonistas de una época de expansión económica, urbanización acelerada, modernización tecnológica y consumo masivo. Pero también protagonizaron los grandes movimientos de transformación cultural: la lucha por los derechos civiles, las revoluciones sexuales, el feminismo de segunda ola, la contracultura de los años 60, el pacifismo frente a Vietnam, el ecologismo emergente.

El paso del tiempo les reservó un giro irónico: muchos de los ideales juveniles que defendieron fueron dejados atrás a medida que accedieron a posiciones de poder. Del hippie al yuppie, del activista al burócrata. Esta generación, que luchó por liberar al mundo de sus viejas estructuras, terminó participando -en muchos casos- en las decisiones políticas y económicas que agravaron la desigualdad, el colapso ambiental y la concentración del poder. Su legado es ambivalente: transformación e institucionalización, rebeldía y conformismo.

Generación X (1965–1980): entre la caída de los relatos y la adaptación al vacío La Generación X creció en las ruinas de los grandes relatos del siglo XX. Si los boomers creyeron en revoluciones, los X vieron cómo esas utopías se erosionaban bajo el peso del desencanto. Fue la generación de la Guerra Fría, del SIDA, del auge del individualismo y del neoliberalismo. Convivieron con el cinismo como mecanismo de defensa y el escepticismo como identidad. Aprendieron a no confiar ni en los discursos oficiales ni en las promesas de futuro.

Esta generación se formó en la transición del mundo analógico a la digital, del trabajo estable al empleo flexible, del Estado protector al mercado desregulado. No se rebelaron a gran escala, sino que aprendieron a sobrevivir en la ambigüedad. Muchos desarrollaron una conciencia crítica aguda, pero también una sensación de estar atrapados entre lo que fue y lo que no termina de nacer. Son los adultos invisibles en muchos relatos sociales, pero los que han sostenido el puente entre dos épocas.

Millennials (1981–1996): la generación de la promesa rota Los millennials crecieron con la narrativa del “puedes ser lo que quieras ser” y con la creencia de que el mundo les ofrecería todas las herramientas para alcanzar sus metas. Sin embargo, lo que recibieron fue otra cosa: una crisis financiera global (2008), una cultura laboral precarizada, deudas educativas impagables, salarios estancados, viviendas inalcanzables y un sistema planetario al borde del colapso ambiental.

A pesar de haber sido formados en la meritocracia y la innovación, han vivido bajo la sombra de la inestabilidad. Son la generación del multitasking, del emprendedurismo como supervivencia, del agotamiento crónico y de la salud mental quebrada. Pero también son los que han revalorizado las emociones, el autocuidado, el trabajo con sentido y nuevas formas de activismo y organización social. Han transformado los valores tradicionales sobre el éxito, el trabajo, la familia y la identidad, generando rupturas profundas en la cultura dominante.

Generación Z (1997–2012): ironía crítica en tiempos de colapso. La Generación Z ha crecido en un mundo atravesado por la incertidumbre total. No conocieron un antes sin Internet, sin vigilancia, sin redes sociales. Son nativos digitales, pero también nativos del colapso: crisis climática, pandemia global, violencia estructural, polarización política, desinformación y ansiedad generalizada. Lo que para otros es una emergencia, para ellos es el punto de partida.

Lejos de la apatía que a veces se les atribuye, su respuesta ha sido compleja: una mezcla de humor corrosivo, conciencia crítica, lenguaje inclusivo, sensibilidad por la diversidad y creatividad radical. No confían en las instituciones, pero crean nuevas formas de participación desde lo cotidiano. No creen en los liderazgos tradicionales, pero viralizan causas en segundos. No se reconocen en las categorías heredadas, y eso les permite subvertirlas.

La ironía no es frivolidad, sino defensa. El meme no es sólo broma: es cápsula de pensamiento. La estética digital que habitan no niega el dolor, lo resignifica. Esta generación está inventando nuevas formas de narrar el mundo y en ese gesto hay un profundo acto político.

Cada generación ha dejado una huella única no por lo que quiso ser, sino por lo que el mundo le obligó a enfrentar. Lo generacional no es una simple etiqueta demográfica, sino un espacio simbólico donde la historia se experimenta, se interpreta y se responde. En esas respuestas colectivas -de resistencia, de adaptación o de transformación- se juega el rumbo de las sociedades.

Estudiar las generaciones es mirar los pliegues del tiempo. Es entender cómo, en distintas épocas, el ser humano ha reinventado sus lenguajes, sus luchas y sus sueños frente a los límites que la historia le impuso. Y, sobre todo, es recordar que en cada generación hay una memoria viva que no debe ser olvidada ni reducida a cliché, sino escuchada con atención y con sentido crítico.

Hablar de generaciones es hablar de narrativas compartidas. No basta con coincidir en el calendario: lo esencial es coincidir en la historia. La Generación Z ha sido moldeada por un mundo inestable, vigilado, hiperconectado, desigual. Su mirada del mundo, filtrada por pantallas, pero cargada de percepción crítica, no es más cínica que la de generaciones anteriores; es más aguda.

Lo que une a esta generación no es un ideal homogéneo, sino una sensación compartida de vulnerabilidad y descontento. No han respondido con violencia, sino con ironía; no con cinismo, sino con memes. El sarcasmo es su defensa; la estética digital, su forma de intervenir. La Generación Z no construye utopías, pero sí desmonta ficciones.

En México, el humor siempre ha sido una forma de entereza. La picardía popular, el doble sentido, los rumores con carga política: todos han servido para burlar la represión, para decir lo que no puede gritarse abiertamente. Hoy, la Generación Z ha convertido el meme en arma y archivo. El rumor viral reemplaza al editorial; el shitposting reemplaza al panfleto. No es frivolidad, es lenguaje. Un meme puede condensar una crítica estructural con más eficacia que un ensayo. Y detrás de la risa, hay rabia; detrás de la irreverencia, hay memoria.

En toda época, los grupos de poder han encontrado útil enfrentar a las generaciones. Los jóvenes son “inmaduros”, los viejos “obsoletos”. Se usan como banderas o chivos expiatorios. Pero esta lógica es una trampa: no hay “juventud contra adultez”, sino proyectos de mundo que se disputan el futuro.

Hoy, los medios caricaturizan a la Generación Z. Los políticos los instrumentalizan. Pero pocos los escuchan de verdad. Se les acusa de “frágiles”, pero lo que muestran es sensibilidad ética. Se les acusa de “no querer trabajar”, cuando en realidad exigen condiciones de vida más humanas. Es el lenguaje del privilegio el que los rechaza.

En el contexto de la reciente marcha en Ciudad de México, donde cientos de jóvenes -principalmente de la Generación Z- salieron a exigir un país menos violento y más justo, se volvió evidente que el concepto de “generación” no es sólo una categoría demográfica, sino también un campo de disputa simbólica. Y como todo símbolo, puede ser reivindicado… o instrumentalizado.

Tanto el poder como la oposición han aprendido a utilizar el término “juventud” o “generación” como herramienta discursiva. Para unos, sirve para encarnar el “futuro esperanzador”, la energía renovadora, el relevo necesario. Para otros es un recurso para desacreditar, ridiculizar o minimizar el valor de la protesta. Ambos extremos -el elogio romántico y la burla cínica- construyen un arquetipo artificial que poco tiene que ver con la experiencia real de los jóvenes.

Los partidos políticos, por ejemplo, suelen referirse a la juventud como un bloque uniforme, manejable, susceptible de ser seducido por discursos fáciles o consignas llamativas. La oposición, cuando le conviene, enaltece a “los jóvenes que despiertan” como vanguardia ética, mientras que el oficialismo, ante la misma protesta, puede tacharlos de “manipulados”, “desinformados” o “infiltrados por intereses externos”.

Así, se fabrica una figura simbólica del joven que no se basa en su complejidad ni en su diversidad, sino en la necesidad de ocupar un lugar funcional en el relato. Esa figura puede ser heroica o peligrosa, iluminada o ingenua, según convenga. Pero lo cierto es que, en ambos casos, se impone un arquetipo vacío, desvinculado de las experiencias concretas, y construido para fines narrativos más que para comprender la realidad.

La Generación Z, en particular, ha sido víctima constante de estas simplificaciones: se les acusa de “narcisistas digitales”, “apáticos”, “hipersensibles”, “adictos a las pantallas”. Pero al mismo tiempo se les exige que resuelvan los problemas heredados, que voten con responsabilidad, que protesten sin molestar, que innoven sin desestabilizar.

Lo que esta marcha mostró, sin embargo, es que la Generación Z no encaja en ese molde simplista. Su presencia en el espacio público desbordó los guiones prefabricados. No fueron marionetas de ningún partido ni protagonistas de una utopía superficial. Fueron, más bien, cuerpos conscientes, voces críticas, subjetividades disonantes que cuestionan el papel que el sistema les asigna.

La categoría “generación”, entonces, no debe utilizarse como un rótulo congelado ni como un objeto de apropiación política. Porque cuando se convierte en eso deja de ser una herramienta de análisis para transformarse en una máscara impuesta. Y lo que necesitamos, ahora más que nunca, es mirar más allá del arquetipo artificial y escuchar la complejidad viva que hay detrás del término.

Lo que une a una generación no es el estereotipo impuesto desde arriba, sino la experiencia compartida desde abajo: el trauma colectivo, la rabia organizada, el lenguaje de la calle, el meme irónico, la consigna reinventada, la esperanza indisciplinada.

Lee: En el mundo, Generación Z y Millennials consumen menos alcohol

Etiquetas: Generación ZgeneracionesHistoriamarchaPortada 1
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