
Psicólogo y maestro en educación por la Universidad Autónoma de Sinaloa. Doctorante en la UPN Ajusco
En su introducción a la “Crítica de la Filosofía del Derecho de Hegel”, Karl Marx planteaba que la miseria religiosa era una expresión de la miseria real, una respuesta, un sollozar de los oprimidos que buscaban en ella un consuelo frente a un mundo cruel.
En ese sentido es que lanzaba la frase “es el opio del pueblo” para referirse a la religión. El año en que la escribió era 1844.
La primera guerra del opio que el Imperio Inglés impulsó contra el Imperio Chino había acabado hace dos años (1839-1842). Se trató de un conflicto desencadenado por el intenso tráfico que los primeros llevaban a cabo en aquel lejano país oriental.
Dicho tráfico tuvo una connotación de represalia ya que el gigante asiático no aperturaba su economía a las mercancías británicas.
Es una de las primeras instrumentalizaciones a gran escala de la cuestión de la producción y trasiego de una sustancia psicoactiva que un Estado implementó para forzar a otro a tomar ciertas medidas político-económicas de acuerdo con sus intereses.
Sin embargo, más allá del potencial adictivo que pueda tener una sustancia psicoactiva, lo que está de fondo en la expansión del uso compulsivo de herramientas que modifican la consciencia tiene un fuerte componente anímico.
Vale la pena preguntarse si hoy, en la época del capitalismo tardío, las drogas psicoactivas no se han convertido en la religión de amplios sectores de masas.
¿Qué es pharmakon?
Frente a un mundo y unas sociedades que son percibidos por dichos sectores como hostiles fuentes de hastío y desolación, el pharmakon, es decir, la sustancia que funge como un remedio/consuelo ─o un veneno, dependiendo su dosis- para el alma, pasa a ser una herramienta de primer orden. Su instrumentalización política por parte de gobiernos actuales, también.
Las sociedades industriales avanzadas, como bien nota Antonio Escohotado en su “Historia General de las Drogas”, requieren drogas que “otorguen un tipo u otro de analgesia y un tipo u otro de estimulación en abstracto” (1998, p. 45).
La tendencia a producir nuevas sustancias de ese tipo y en mayores cantidades, así como ampliar su uso, se ha acentuado desde el siglo XIX a la fecha.
El desarrollo de la técnica y la industria capitalistas ─con los subproductos en el plano de las subjetividades que se configuran en sus relaciones sociales de producción-, han sido unas de sus condiciones de posibilidad.
El descubrimiento de los métodos para sintetizar morfina en 1804 ─con su comercialización en 1827 (López, et al. 2011)-; el descubrimiento de la cocaína en 1859 ─comercializada en 1882 (López, et al. 2011)-; así como la primera síntesis de heroína en 1874 ─y su entrada en el mercado estadounidense en 1899 (López, et al. 2011)-, dan cuenta de dicha pujanza.
A la vez que se va dando esta expansividad, va configurándose un modelo internacional de prohibición: su inicio nos remite hasta 1906 con la promulgación del Pure Food and Drug Act por parte de la administración gubernamental estadounidense de Theodor Roosvelt y en 1909 con la primera iniciativa internacional ─impulsada por los norteamericanos- para regular la producción y tráfico de opiáceos puesta en acto en la Conferencia de Shangai, así como con la Harrison Narcotic Tax Act de 1914, también en Estados Unidos, que restringía, a través de impuestos, el consumo de opiáceos ─antecedente jurídico a partir del cual se lograría la ilegalización de la heroína en dicho país para 1924-.
¿Cuándo se prohíbe en México?
Para México, en 1916 se ubica la primera prohibición de la importación del opio y sus extractos. Desde ese momento la presión estadounidense ya se hacía presente ante un gobierno encabezado por Venustiano Carranza que estaba necesitado de reconocimiento internacional, pasado 1915, uno de los años más importantes de los combates militares contra el convencionismo ─que aglomeraba a las fuerzas sociales revolucionarias encabezadas por Emiliano Zapata y Francisco Villa-, por lo que el acatamiento prohibicionista se dio sin resistencia.
Para inicios de 1917, momento de la promulgación de la Constitución Mexicana actual, las discusiones en el escenario constituyente abordaron el tema de la regulación de las drogas, pero bajo la lógica de una instrumentalización “para resolver pugnas internas, criminalizar oponentes políticos o poblaciones indígenas, chinas, europeas o estadounidenses que amenazaban a la raza mestiza” (Enciso, 2024, p. 135).
Bajo esta óptica, en 1926, durante el gobierno de Plutarco Elías Calles, se publicó el Código Sanitario en el que “se resumen todos los criterios prohibicionistas y se establece la ilegalidad del consumo de todas las sustancias, excepto los enteógenos prehispánicos” (Vargas, 2019, párr. 15).
A partir de ahí nacen dos tipos particulares de delincuentes: el productor/comercializador de narcóticos y el toxicómano, este último, actualmente considerado como farmacodependiente en el artículo 192 bis de la Ley General de Salud vigente en México. Ambos implícitamente considerados elementos nocivos o degradantes para la sociedad y/o la nación.
Ambos implícitamente considerados pharmakoi ─el plural de pharmakos-, es decir, aquellos que en la antigua Grecia eran individuos seleccionados para ser sacrificados o expulsados de las comunidades, a manera de chivos expiatorios, a través de cuyo sacrificio o aislamiento se purificaría a la sociedad de ciertos males o desgracias.
Empero, en dicha perspectiva, que continúa prevaleciendo en nuestros días, jamás se cuestiona el papel de la sociedad como generadora de lo que tácitamente se consideran pharmakoi.
En cambio, la instrumentalización política de la cuestión de la producción y trasiego de sustancias psicoactivas ilegalizadas se ha intensificado.
Tiempos recientes
Lo vemos en tiempos recientes con el supuesto combate al fentanilo y las presiones que el gobierno estadounidense de Donald Trump ejerce sobre el gobierno mexicano de Claudia Sheinbaum manipulando el tema.
Dicha presión tiene aristas que van más allá del asunto concreto del tema de las drogas ilegales, con vertientes relacionadas con la intensificación de la militarización de México para el cumplimiento de intereses económicos tanto legales e ilegales de distinto tipo ─y que involucra diversas actividades de las industrias criminales en la producción de mercancías y servicios ilegales-, así como de la persecución a migrantes, y otras cuestiones de relevancia geopolítica para Estados Unidos como lo es el mermar las relaciones económicas de nuestro país con China.
En ese sentido, no se debe esperar por parte de los gobiernos mexicanos o yankees que se atienda a las condiciones estructurales que configuran el sufrimiento humano que favorece la compulsión al consumo de sustancias como vía de escape a una situación social que se percibe y se vive colmada de hastío y hostilidad.
En ambos lados del Río Bravo históricamente el tema del narcotráfico ha estado marcado por la secrecía y la turbiedad estatal, es decir, la selectividad clientelar en la aplicación de las prohibiciones que se dicen impulsar para atender problemas sociales y de salud pública.
Historia México-americana
La historia México-americana de la supuesta “guerra contra las drogas” es abundante en eventos que reflejan esto último: Richard Nixon, el primer presidente norteamericano que utilizó la expresión mencionada ─en septiembre de 1968, en el marco de su campaña por la presidencia- ordenó que fuera implementada en septiembre de 1969 la Operación Intercepción, en la cual se dio un cierre total unilateral de la frontera mexicana presumiblemente para detener el tráfico de estupefacientes.
La opinión pública consideró la Operación un fracaso ya que no logró su objetivo explícito, sin embargo, en sus memorias, Gordon Liddy ─codirector de la fuerza especial antidrogas de la administración Nixon-, reveló que esa consideración solo podía ser planteada por quienes desconocían los objetivos reales del operativo ─es decir, las amplias mayorías a quienes se les ocultó-, el cual no tenía nada que ver con el narcotráfico: “[los objetivos] reales no eran parar el contrabando de drogas hacia Estados Unidos”, en cambio, Liddy reconoció “[La Operación] fue un gran éxito.
«Por motivos diplomáticos, nunca revelamos sus verdaderos propósitos. La Operación Intercepción, con su disrupción económica y social masiva, podía ser sostenida por mucho más tiempo por Estados Unidos que por México. Era un ejercicio de extorsión puro, simple y efectivo, diseñado para doblegar a México a nuestra voluntad” (en Enciso, 2024, p. 343).
Años después, en 1984, se implementaría la Operación Irán-Contras (que debería incluir el nombre de México en ella) con la cual el gobierno de Ronald Reagan (1981-1989) utilizó, con la colaboración de los gobiernos mexicanos de José López Portillo (1976-1982) y Miguel de la Madrid (1982-1988), el comercio de cocaína para financiar a contrarrevolucionarios nicaragüenses, empleando, para ello ─vía la CIA y la Dirección Federal de Seguridad mexicana─, a la estructura que lideraron Ernesto Fonseca Carrillo, Rafael Caro Quintero y Miguel Ángel Félix Gallardo.
¿Qué pasó en 1985?
En medio de esa situación a inicios de 1985 resultó asesinado el famoso agente de la DEA, Enrique Camarena. Hoy se sabe que los responsables de la ejecución y tortura de Camarena fueron tanto el gobierno yankee como el mexicano.
Todo esto mientras el presidente Reagan estaba a punto de firmar la Decisión Directiva 221 de Seguridad Nacional, el 8 de abril de 1986 (Casa Blanca, 1986) tras la cual se declara la lucha contra las drogas como un asunto de seguridad nacional prioritaria para el Departamento de Defensa de Estados Unidos, inaugurando una nueva etapa de supuesto combate militar al fenómeno del narcotráfico que perdura hasta nuestros días en que los llamados cárteles de la droga fueron declarados organizaciones terroristas internacionales por el gobierno de Trump.
Tomando en cuenta estos referentes, la búsqueda de soluciones al problema del consumo compulsivo de sustancias psicoactivas ─por limitadas que sean- de parte de organizaciones de especialistas en el rubro, así como familias y usuari@s que presenten la mencionada condición, no puede depositar esperanzas en los aparatos gubernamentales que continúan instrumentalizando el tema. Hay todavía un camino muy largo en la búsqueda de alternativas.
Esas alternativas deben pasar por la superación de considerar a las y los llamados adictos como pharmakoi, considerando la dimensión colectiva de la aflicción humana que lleva a la adicción.