
Antes de abrir el cuerpo, conviene recordar qué fue Angulema. Nacido en 1974 en una pequeña ciudad francesa sin otra ambición que la de celebrar el dibujo, el Festival Internacional del Cómic de Angulema logró, contra todo pronóstico, lo que la academia tardó décadas en aceptar: que la historieta —esa criatura sospechosa, esa adolescente perpetua, esa “lectura menor”— podía narrar el mundo con profundidad filosófica. Transformó un arte marginal en una tradición respetada, en una catedral laica donde convivían el trazo irreverente, la experimentación política, el humor negro y la memoria más delicada. Angulema fue, durante medio siglo, un territorio de libertad: una fiesta de ideas, de técnicas, de riesgos. Una celebración sin permiso. Hasta que se volvió rentable.
En 2007, con la llegada de 9e Art+, el festival cambió de alma. Ya no era un laboratorio, sino una franquicia; ya no era una fiesta del trazo, sino una feria de patrocinios; ya no era un espacio incómodo y desafiante, sino un evento gestionado como una marca premium. Mientras las pancartas decían “creatividad”, los balances financieros dictaban el tono. Y entre los stands cada vez más brillantes, algo empezó a oler a humedad: no el papel, sino la ética.
Ese olor se volvió hedor en 2024, cuando una empleada denunció una violación y la institución reaccionó como reaccionan las instituciones enfermas: despidiéndola, silenciándola, relegándola a la oscuridad. Fue el momento exacto en que Angulema dejó de ser un festival y se convirtió en un síntoma. Una institución cultural que abandona a sus trabajadores no es una institución: es una carcasa.
El desastre se selló en noviembre de 2025, cuando un correo electrónico interno —insulso, anestesiado, cobardísimo— confirmó lo que todos ya intuían: la edición 2026 estaba “paralizada”. Esa palabra —paralizada— es la que merecería un premio literario. No dijo “suspendida” ni “en crisis”: dijo “paralizada”, como quien describe a un cuerpo que aún respira, pero ya no siente. La filtración no fue una tragedia: fue un ejercicio de sinceridad involuntaria.
La comunidad, por su parte, reaccionó como comunidad y no como clientela. Organizó un boicot con la velocidad de quienes han comprendido que el mundo digital no es solo entretenimiento, sino un campo de batalla político. Los creadores, las editoriales, los lectores: todos se movieron como una inteligencia colectiva, más cercana a la de un panal que a la de una institución. Hashtags afilados, manifiestos que se multiplicaban, capturas de pantalla que cruzaban fronteras en segundos. Nada épico, nada grandilocuente: eficacia pura. Foucault podría haber disfrutado la escena: el poder dejó de subir y empezó a circular horizontalmente, horadando la estructura desde dentro. Los castillos culturales, cuando no están sostenidos por su comunidad, resultan ser edificios de cartón anodino.
Pero Angulema no es una excepción. Es el espejo de un fenómeno más amplio, más profundo y más corrosivo: la fragilidad de las instituciones culturales globales en la era del neoliberalismo emocional, ese que convierte todo —desde un festival hasta una identidad colectiva— en un producto vendible, fotografiable y monetizable. Lo que cayó no fue Angulema: fue la fantasía europea de que la cultura puede navegar en el mercado sin embarrarse de él.
América Latina es testigo —y víctima— de un proceso similar. Festivales literarios que sobreviven a base de voluntarios saturados; ferias del libro usadas como plataformas electorales; festivales de cine sacrificados a la diplomacia turística; encuentros de arte donde lo único que brilla es el patrocinador. Buenos Aires lucha por conservar su vocación cultural mientras los recortes ajustan el cuello de la cultura; Bogotá y Lima transforman sus ferias en vitrinas de “marca ciudad”; México sostiene ferias y encuentros con más pasión que financiamiento. La cultura latinoamericana resiste, pero resiste como resiste un pueblo sitiado: con dignidad, pero también con sangre.
En Estados Unidos, la situación tiene otro ritmo, pero no otro fondo. Allí, los grandes festivales viven el esplendor del capitalismo cultural. Comic-Con, Sundance, Tribeca: todos brillan con un lujo que oculta su vaciamiento interno. Tanta primicia corporativa, tanta alfombra roja, tanto patrocinador omnipresente, tanta dinámica VIP, que lo cultural queda sepultado bajo el espectáculo. No colapsan porque tienen dinero, pero implosionan por exceso de brillo. Lo verdaderamente artístico sucede en encuentros pequeños, marginales, casi clandestinos. La vitalidad se esconde en los sótanos, no en las salas principales.
Europa, por su parte, vive de su prestigio, no de su coherencia. Komikazen desapareció por dignidad: prefirió morir antes que transformarse en un circo temático. Avoriaz se rindió cuando la industria exigió “moderación”. Las ferias literarias europeas se inclinan cada vez más hacia la estética del influencer, dejando a la crítica real en los márgenes. El continente que presume ser la cuna de la cultura ha convertido la disidencia estética en merchandising y la vanguardia en souvenir.
En ese paisaje mundial de instituciones agotadas, el correo filtrado de Angulema aparece como un insecto, sí, pero uno de esos que transmiten enfermedades mortales. No es una anécdota: es un diagnóstico. El siglo XXI ha consagrado un nuevo género literario —la filtración— y un nuevo instrumento político —el reenvío de correo—. El comunicado oficial ha perdido su poder; lo marginal, lo filtrado, lo clandestino, lo subversivo, lo incómodo es lo que define el relato. Žižek tendría razón al decir que lo que se derrumbó no fue el festival, sino la fantasía que lo sostenía: la idea de que se puede servir simultáneamente a la comunidad y al mercado sin traicionar a uno de ellos. La realidad es simple: siempre se elige. Angulema eligió mal.
Lo que está en juego no es el futuro de un festival: es el futuro de la cultura como espacio público. Angulema cuenta la misma historia que São Paulo, Los Ángeles, Barcelona, Ciudad de México o Buenos Aires: la tensión entre cultura como derecho y cultura como mercancía; entre ciudadanía cultural y consumo cultural; entre el arte que se arriesga y el arte que se vende; entre el creador que busca libertad y la institución que busca patrocinio.
¿Volverá Angulema? Por supuesto. Los festivales son como ciertos personajes de historieta: mueren, resucitan, se reciclan, regresan con una nueva saga. Pero lo que ya no podrá reciclar es su inocencia. Los creadores han visto detrás del telón, el público ha descubierto su poder, la comunidad ha comprendido que el festival existe porque ellos deciden sostenerlo.
Angulema solo tiene dos destinos: renacer desde la ética, la transparencia y la comunidad o convertirse en una reliquia vacía del neoliberalismo cultural, brillante en los folletos turísticos pero inservible en la memoria viva.
Porque en cualquier idioma —francés, inglés o español— la lógica es la misma: Cuando la cultura se administra como mercancía, produce consumidores. Cuando se administra como comunidad, produce ciudadanía. Y ninguna institución cultural, por prestigiosa que sea, puede ignorar esta diferencia sin pagar el precio.
Angulema ya pagó el suyo. Ahora le toca al mundo decidir si aprende algo del cadáver que tiene frente a sí o si prefiere seguir acumulando futuras autopsias. Porque si algo nos enseña este episodio es que el desmoronamiento de una institución cultural nunca es un hecho aislado: es un mensaje enviado al resto del planeta. La cultura, que alguna vez se creyó inmortal, está hoy sometida a un desgaste acelerado, a una tensión permanente entre su vocación de refugio y su instrumentalización como mercancía. Y en ese choque —intenso, cotidiano, silencioso— están en juego no solo los festivales, sino el propio sentido de lo que llamamos cultura.
Vivimos en una época en que los grandes festivales —esos templos laicos del arte, del cine, del libro, del cómic, de la música— ya no son necesariamente espacios de riesgo, sino escenarios donde el patrocinio dicta la curaduría, donde las alfombras pesan más que las ideas, donde la presencia de una celebridad multiplica el valor simbólico más rápido que un ensayo estético. Cannes y Venecia compiten por estrenos que se parezcan más a lanzamientos corporativos que a experimentos; Frankfurt y Guadalajara debaten más sobre mercado editorial que sobre literatura; Art Basel, la Bienal de São Paulo o la de Venecia parecen a veces ferias de inversiones disfrazadas de galerías. El glamour cultural, que alguna vez sedujo por su irreverencia, se ha convertido en una estética de la obediencia.
Y, sin embargo, incluso en ese terreno, la cultura sigue encontrando maneras de respirar. Porque lo que salva a los festivales no son sus enormes estructuras, sino las pequeñas fugas: esa charla improvisada en un pasillo, ese corto que nadie esperaba, ese libro autoeditado que circula de mano en mano, ese dibujante que firma ejemplares como acto de resistencia, ese grupo que toca fuera del programa oficial. La cultura vive más en los márgenes que en los escenarios principales; más en lo que acontece espontáneamente que en lo que se inaugura con champagne.
El humor —ese contrapoder histórico, ese recurso de los débiles— también cumple hoy una función crucial. En un mundo saturado de solemnidad corporativa, el humor es el último bastión de la crítica real. Los memes, las parodias, las caricaturas digitales dicen más sobre el estado de la cultura que cualquier editorial académico. Los festivales, las instituciones, las figuras públicas temen más al ridículo que a la protesta. Y ahí radica un poder inesperado: la risa es hoy un instrumento político de primer orden. Lo que no puede derribar una manifestación, puede destruirlo un chiste. Lo que no puede denunciar un comunicado, puede exponerlo un meme bien dirigido. Angulema lo sabe: buena parte de su caída se incubó en la ironía digital.
Y los rumores, ese hábitat paralelo de la cultura, también cumplen su función. Durante siglos fueron el mecanismo que permitía perforar la censura; hoy son a veces la única forma de escapar del control corporativo. El rumor es, en el fondo, la expresión más antigua —y más humana— de la crítica cultural: una comunidad que dice lo que una institución intenta callar. Los rumores no son errores: son síntomas. Son la voz de lo que no tiene micrófono. Toda crisis cultural inicia como rumor; toda autopsia institucional confirma aquello que el rumor ya sabía.
La cultura contemporánea, a diferencia de la del siglo XX, ya no se sostiene en grandes relatos, sino en microrrelatos que circulan de manera impredecible: videos caseros, textos breves, viñetas digitales, publicaciones efímeras, obras que viven más en la memoria que en el archivo. Los grandes festivales intentan capturar esa energía, pero rara vez pueden hacerlo: su propia estructura de prestigio los vuelve lentos, previsibles, conservadores. Mientras la cultura muta como un organismo vivo, muchos festivales siguen construidos como museos del siglo pasado.
Por eso Angulema importa más de lo que parece. Su caída parcial no es solo la historia de un fracaso administrativo, sino la señal de que estamos entrando en una nueva fase de la cultura global: una fase donde las comunidades tienen más poder que los organizadores; donde la crítica se desplaza del escenario oficial a las redes; donde los errores institucionales no se olvidan, sino que se viralizan; donde la legitimidad ya no se compra, se construye.
El mundo cultural enfrenta hoy una contradicción esencial: ¿seguirá defendiendo su dimensión pública, crítica, plural, comunitaria, o se entregará definitivamente a la lógica industrial, a las métricas de impacto, a la dictadura del patrocinador? La respuesta no depende de los directores de festivales, sino de quienes los sostienen: autores, lectores, espectadores, artistas, ciudadanos.
Si Angulema cayó, no fue porque la cultura esté muriendo, sino porque la cultura —la verdadera— está despertando. Lo que se derrumba son las estructuras que ya no la representan. Lo que se fortalece es todo lo que crece fuera de los reflectores: clubes de lectura improvisados, ferias independientes, festivales alternativos, plataformas autogestivas, espacios colectivos donde el arte sigue siendo riesgo, vínculo, pensamiento.
El cadáver de Angulema no es una tragedia, sino un aviso. Un recordatorio de que la cultura resiste, pero las instituciones que la traicionan no. Un recordatorio de que el arte no desaparece: solo cambia de casa. Y de que, cuando un festival muerde el polvo, lo que renace no es la burocracia, sino la comunidad que siempre lo sostuvo.
Angulema ya pagó el suyo. Ahora le toca al mundo —a este mundo lleno de festivales brillantes y espíritus exhaustos— decidir si aprende algo del cadáver que tiene frente a sí o si prefiere seguir acumulando futuras autopsias culturales.
Porque, al final, la cultura no muere: solo mueren quienes no saben escucharla.
PD. Tomaremos un descanso invernal hasta la segunda semana del próximo año, así que deseo a mis cuatro lectores unas felices fiestas y un generoso 2026.
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