Premio Princesa de Asturias 2025

¿Y si el verdadero virus de nuestro tiempo no fuera biológico, sino existencial? ¿Y si el mayor acto de rebeldía hoy no fuera protestar en las calles, sino apagar el teléfono, guardar silencio y atreverse a pensar? En un mundo donde se mide el valor de una persona por su productividad, donde se presume de no tener tiempo y donde el ocio se ha convertido en pecado capital, premiar a un filósofo que escribe sobre el cansancio, la transparencia asesina, la pérdida del otro y la autoexplotación consentida es un acto radical.
Este octubre de 2025, Oviedo no solo acoge una ceremonia; acoge una provocación: la de un pensador que ha hecho de la incomodidad un método filosófico y de la lentitud, una forma de crítica. Byung-Chul Han no viene a darnos respuestas, sino a formular preguntas que arden. Viene a decirnos, desde el centro mismo del sistema que tanto critica, que seguimos vivos… aunque apenas tengamos tiempo para notarlo.
Ya es octubre en Oviedo. Las hojas secas del otoño asturiano crujen bajo los pasos de quienes se congregan en torno a una celebración que trasciende lo ceremonial. En un mundo dominado por la inmediatez, por el algoritmo y por la rentabilidad de lo banal, la llegada de Byung-Chul Han a la capital asturiana para recibir el Premio Princesa de Asturias de Comunicación y Humanidades constituye un acto de excepción. No solo porque se premie a un filósofo —lo cual, en sí, ya es un acontecimiento contracultural—, sino porque se reconoce en su figura algo cada vez más escaso: una lucidez crítica, serena, inquietante, que pone en cuestión las estructuras invisibles del poder que nos modelan hoy, desde dentro.
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Han ha capturado, como pocos, las contradicciones de nuestro tiempo. En un lenguaje accesible pero penetrante, ha convertido en palabras aquello que muchos sienten, pero no logran nombrar: el agotamiento existencial, la aceleración sin sentido, la vigilancia disfrazada de libertad, la desaparición del otro en un mundo dominado por el espejo digital. La elección de premiarlo tiene, por tanto, una fuerza simbólica que excede el acto institucional: es un gesto que pone en el centro el pensamiento en una época que lo relega a los márgenes.
Lejos del molde académico tradicional, Byung-Chul Han es un pensador de fronteras: nació en Seúl en 1959 y emigró a Alemania, donde se formó en filosofía, literatura alemana y teología. Abandonó la ingeniería metalúrgica —su primera vocación— para internarse en los laberintos del pensamiento europeo, bajo la influencia directa de Martin Heidegger. Se doctoró en la Universidad de Friburgo y desarrolló su carrera docente en instituciones como la Universidad de Basilea y la Universidad de las Artes de Berlín, donde aún enseña.
Sin embargo, su obra se ha expandido más allá de las aulas y ha alcanzado una resonancia cultural pocas veces vista en la filosofía contemporánea. Sus libros, breves, intensos, profundamente aforísticos, han sido traducidos a más de veinte idiomas y leídos por públicos muy diversos: estudiantes, artistas, psicólogos, arquitectos, políticos, profesionales de la salud mental. Sin redes sociales ni apariciones mediáticas, Han ha hecho de su invisibilidad una forma de coherencia con su pensamiento. Rehúye la celebridad, pero su influencia es vasta.
En La sociedad del cansancio, quizá su obra más emblemática, Han parte de una observación inquietante: las formas de poder ya no son coercitivas, sino seductoras. Hemos pasado, dice, de una sociedad disciplinaria a una sociedad de rendimiento. Ya no se nos obliga: nos autoexigimos. Ya no hay un amo que castigue: somos nuestros propios vigilantes. Este nuevo régimen de producción infinita nos ha convertido en sujetos que se explotan a sí mismos en nombre de la eficiencia y el éxito. Y esta autoexplotación, revestida de libertad, genera enfermedades silenciosas: depresión, burnout, ansiedad, fatiga crónica. Han no lo presenta como un fallo del sistema, sino como su núcleo. Vivimos en un mundo donde el sufrimiento ha sido privatizado y medicalizado, cuando en realidad es síntoma de un orden económico y simbólico profundamente enfermo.
El diagnóstico se amplía en obras como La sociedad de la transparencia, donde el filósofo señala la transformación radical del espacio público y privado. En la era digital, todo debe mostrarse, todo debe ser visible, cuantificable, evaluable. La transparencia, que antaño se reclamaba como antídoto contra la corrupción, se ha convertido hoy en una forma de dominación. La exposición permanente de uno mismo —en redes, en métricas de productividad, en circuitos de vigilancia pasiva— ha destruido la opacidad necesaria para la vida interior. Lo íntimo ha sido devorado por lo público, lo que antes era experiencia ahora es dato.
Han insiste en que el control ya no se impone, se induce. Y lo hace a través de lo que denomina psicopolítica, un concepto que reelabora la biopolítica foucaultiana. El poder contemporáneo no regula cuerpos a través de castigos, sino deseos a través de estímulos. Se vale de la libertad subjetiva para colonizar la mente. La tecnología —presentada como herramienta de emancipación— opera, en verdad, como una red invisible de condicionamiento emocional. No se trata de vigilancia orwelliana, sino de una lógica más sutil: nos creemos libres mientras somos gobernados por lo que se nos muestra, se nos sugiere, se nos ofrece.
En La expulsión de lo distinto, Han advierte que este régimen hipermoderno también ha vaciado el mundo de alteridad. El otro, en su diferencia irreductible, ha sido desplazado por el mismo: por reflejos, por imágenes espejeadas, por lo igual a uno mismo. Vivimos en una cultura narcisista que prefiere la familiaridad a la diferencia, el consenso a la confrontación, la comodidad del algoritmo al desafío de lo desconocido. En este sentido, la cancelación del otro no es solo política o social, sino ontológica: desaparece la posibilidad del encuentro, del desacuerdo, de la transformación mutua.
La fuerza de Han no reside únicamente en lo que denuncia, sino en cómo lo hace. Su prosa, desprovista de jergas académicas, posee una musicalidad lírica que remite más al ensayo literario que al tratado sistemático. Sus textos tienen algo de haiku filosófico: son breves, a veces abruptos, pero están cargados de sentido. Esa economía verbal no empobrece, sino que potencia la densidad del pensamiento. En tiempos de sobreabundancia discursiva, su estilo minimalista actúa como una forma de resistencia. Nos recuerda que pensar no es acumular datos, sino mirar con profundidad.
Naturalmente, su éxito ha generado resistencias. Algunos críticos lo acusan de repetitivo, de fatalista, incluso de superficial. Se le reprocha construir aforismos sin argumentación extensa, o de hacer diagnósticos sin propuestas claras. Sin embargo, estas críticas rara vez alcanzan el corazón de su obra. Porque Han no pretende construir un sistema cerrado ni ofrecer soluciones técnicas. Su filosofía no es programática, sino epifánica. No busca decirnos qué hacer, sino mostrarnos dónde estamos y hacia dónde nos dirigimos si no hacemos nada.
Y ahí radica su potencia. Porque lo que Han pone sobre la mesa no es solo un análisis cultural, sino una pregunta urgente por el sentido: ¿cómo vivir en un mundo que ha vaciado la vida de su densidad? ¿Cómo recuperar el silencio, el aburrimiento, la contemplación, el arte de demorarse, de no hacer? ¿Qué lugar queda para la intimidad en un espacio saturado de exposición? ¿Cómo sostener el pensamiento cuando todo empuja a la velocidad, a la dispersión, al rendimiento?
La respuesta no está en sus libros como una solución cerrada, sino como una dirección posible. Han propone una forma de resistencia ética y estética: reaprender a mirar, a escuchar, a estar en el mundo sin consumirlo. Reivindica lo inútil —el arte, la filosofía, el juego, el amor sin cálculo— como gestos de subversión frente a un sistema que todo lo mide, todo lo convierte en valor de cambio. En un mundo donde la única pausa posible parece ser la del colapso, Han sugiere que hay otra forma de detenerse: el pensamiento.
Por eso este premio no es una simple distinción honorífica. Es una señal. Una afirmación de que el pensamiento aún importa. Que detenerse a reflexionar no es un lujo, sino una necesidad. Que, frente al caos, no hay mayor acto de valentía que preguntarse, sin prisa, qué estamos haciendo con nuestras vidas.
Mientras los aplausos resuenen en el Teatro Campoamor y las cámaras capturen la ceremonia, lo verdaderamente esencial estará ocurriendo en silencio. Quizás alguien, tras leer a Han o escucharlo en Oviedo, decida apagar el teléfono por unas horas. Sentarse sin culpa. Caminar sin rumbo. Escuchar sin interrumpir. Pensar sin miedo. Tal vez ahí comience, discretamente, una pequeña revolución.
Quizá la verdadera revolución no venga con pancartas ni con nuevas tecnologías, sino con algo más subversivo: detenerse. Tal vez el gesto más radical hoy sea mirar el cielo sin propósito, cerrar los ojos sin miedo al silencio, dejar de producir por un instante y, simplemente, ser. Byung-Chul Han, desde su escritura sobria y punzante, no nos invita a huir del mundo, sino a habitarlo de otro modo: con menos ruido, menos velocidad, menos ego, y más sentido.
Oviedo lo premia, pero él, en el fondo, nos desafía. ¿Qué haremos con este espejo que nos ofrece? ¿Lo rechazaremos por incómodo o nos atreveremos a mirarnos con honestidad brutal? ¿Seguiremos celebrando el rendimiento hasta el colapso o aprenderemos a defender espacios donde lo inútil, lo frágil y lo lento vuelvan a tener valor? Quizá no haya mayor acto de humanidad, en esta era hiperconectada y vacía, que atreverse a pensar como si el alma aún importara.