En un mundo atravesado por la regresión democrática, la consolidación de liderazgos iliberales y el colapso del discurso público racional, millones de personas justifican su adhesión electoral a proyectos autoritarios como si se tratara de una decisión pragmática o inevitable. Pero esa justificación, repetida con resignación, encubre un mecanismo más profundo: el cinismo. No necesariamente como falta de valores, sino como refugio emocional y anestesia moral en tiempos de saturación, miedo y desencanto.
Una escena que se repite en múltiples geografías: ciudadanos que reconocen sin ambigüedad el deterioro institucional, el abuso de poder, la persecución de periodistas, el desprecio por las normas democráticas. Pero al mismo tiempo aseguran que volverían a votar por el mismo liderazgo. No lo hacen por fe ni por convicción ideológica. Lo hacen porque sienten que no hay alternativa viable, porque desconfían de todos los demás, o porque han aprendido a convivir con el desencanto como si fuera una forma de madurez política. En realidad, es una renuncia.
El cinismo como estado anímico colectivo, una estructura de evasión que se presenta como realismo. Como lo ha señalado Valeria Luiselli, este tipo de cinismo es una forma de anestesia emocional ante un entorno desbordado de violencia simbólica, mentira institucional y promesas incumplidas. Es un mecanismo de defensa que permite habitar la distorsión sin cuestionarla, aceptar la brutalidad como paisaje. Se produce una forma de sobrevivencia sin conflicto interior: se ve, se entiende, se acepta.
Cuando esa aceptación se traduce en respaldo electoral, el resultado es un tipo de obediencia pasiva que sostiene al poder sin necesidad de convención profunda. Se trata de una obediencia cínica: se sabe que el proyecto político es destructivo, pero se prefiere no pensar demasiado en ello. Se elige no sentir, para no tener que actuar.
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Este tipo de adhesión es la que necesitan los autoritarismos del siglo XXI. Como ha advertido Moisés Naím, ya no se impone el poder solamente mediante la censura directa o la represión visible. Se ejerce a través del colapso de la voluntad crítica: por medio de la saturación de información irrelevante, la confusión deliberada, la polarización constante y la teatralización del conflicto. No se necesita una población convencida, sino agotada. No hace falta reprimir, basta con inducir resignación.
La consecuencia es una democracia sin ciudadanos activos. La opinión pública se transforma en eco de consignas. La participación se reduce a rituales electorales vaciados de deliberación real. La libertad de expresión se convierte en ruido que desactiva la escucha. En ese contexto, el cinismo florece como una forma de comodidad: ya no es necesario indignarse, porque «así ha sido siempre»; ya no es urgente exigir, porque «nada cambiará».
Este discurso no se limita a las bases sociales. Desde la academia, los medios o el arte, proliferan voces que avalan el deterioro democrático con lenguaje moderado. Se insiste en que, pese a todo, hay que sostener el rumbo actual porque la alternativa sería peor. Se normaliza el mal menor como doctrina. Se descalifica la crítica profunda por considerarla irresponsable o interesada. El pensamiento se encierra en los límites de lo posible, que el poder ya definió.
Este tipo de relato convierte al voto en una coartada moral. No se vota por convicción, sino para no tener que hacerse cargo de una decisión más difícil. Se delega la responsabilidad en una especie de inercia colectiva. Se vota obedientemente, se justifica con resignación, y luego se duerme tranquilo bajo la idea de que «no había de otra». Así se perpetúa el deterioro.
Frente a esto, la esperanza no puede ser ingenua. No puede reducirse a una fe ciega en instituciones desgastadas ni en liderazgos salvadores. Debe ser una práctica crítica y persistente. Una forma de insumisión intelectual, emocional y política. La esperanza consiste en seguir pensando, incluso cuando el entorno empuja a no hacerlo. En seguir sintiendo, incluso cuando pensar y sentir implica dolor.
Esa esperanza se construye desde la conciencia de que votar no basta. Y que justificar cualquier voto con base en el miedo, la nostalgia o el desencanto, es abdicar de la responsabilidad democrática. La libertad, en tiempos oscuros, no se defiende desde el confort ni desde el cinismo. Se defiende desde la lucidez.
Lo que está en juego es la dignidad del pensamiento. No es el acto de votar lo que compromete la conciencia, sino el empeño por justificar todo lo que vino después. El verdadero dilema no es político, sino ético: cómo vivir consigo mismo en medio del derrumbe. Y la respuesta, aunque incomode, es clara.
Votar no fue el problema. Justificarlo todo después, sí lo es. Porque en esa justificación se consuma la derrota moral que permite al autoritarismo prosperar sin resistencia.