
La Cuarta Transformación ha perfeccionado un método de control narrativo que combina recursos del Estado con las lógicas del mercado digital: la maquinaria oficial de la difamación. En su centro, no hay diálogo ni negociación previos, sino campañas de percepción diseñadas para disminuir, anular adversarios, disidentes o actores económicos incómodos. No importa el tema —salud, economía o justicia—, el patrón se repite: fabricar enemigos, degradar reputaciones, saturar redes con versiones manipuladas y sustituir la evidencia por emoción.
El episodio más reciente es la campaña contra Electrolit, el suero oral más vendido en México, producido por Laboratorios Pisa. En apariencia, una discusión sanitaria sobre azúcar y obesidad; en el fondo, una operación política con objetivos fiscales y disciplinarios. La historia revela cómo un gobierno que se dice del pueblo puede usar el aparato comunicativo estatal para moldear percepciones, castigar resistencias empresariales y desviar la atención de sus propios fracasos.
Del desabasto al desprestigio
Pisa no es una empresa cualquiera. Fundada en 1941, con catorce plantas y más de treinta mil empleados, es una de las principales proveedoras de medicamentos del país. Entre 2021 y 2024 obtuvo más de mil setecientos contratos públicos por unos 2,500 millones de pesos; en este año acumula otros trescientos noventa y cuatro por casi 20 mil millones. Su relación con el poder ha sido pendular: imprescindible y al mismo tiempo vilipendiada.
El conflicto escaló en 2019, cuando el gobierno centralizó las compras de medicamentos. Distribuidoras de productos de Pisa fueron vetadas por supuestos oligopolios; siete plantas fueron clausuradas tras denuncias fabricadas de contaminación bacteriana y la producción de fármacos oncológicos infantiles tuvo que ser suspendida. El resultado fue desabasto, atribuido por la autoridad a “chantajes empresariales”. Pisa respondió denunciando inspecciones arbitrarias y manipulación política.
Esa disputa marcó un precedente: el escándalo mediático sustituyó la rendición de cuentas técnica. En lugar de corregir la política de compras concentradas, se construyó un villano útil. Pisa se transformó en símbolo de la farmacéutica “antipueblo””, mientras la crisis sanitaria se profundizaba.
El suero de la discordia
Recientemente resurgió la rivalidad con una maquinaria oficial de ofensiva digital contra Electrolit. A finales de septiembre, miles de publicaciones inundaron TikTok, X e Instagram con el hashtag #Electrolitengaña. Los mensajes, calcados, acusaban al suero de ser “un refresco disfrazado de medicamento”, con azúcar comparable a un refresco y convocaban boicots.
La campaña, en apariencia espontánea, resultó organizada. Influencers médicos con audiencias masivas repitieron guiones que cuestionaban el registro sanitario, insinuaban evasión fiscal y promovían la reclasificación del producto como bebida azucarada. Esa reclasificación, propuesta por el diputado Ernesto Núñez Aguilar, implicaría IVA e IEPS, y una recaudación estimada de 3,500 millones de pesos anuales.
El 23 de septiembre, la narrativa encontró respaldo oficial en la conferencia matutina: el subsecretario Eduardo Clark criticó a Pisa por incumplimientos en entregas. La maquinaria discursiva completa estaba en marcha.

Influencers con guion
El 9 de octubre, el influencer Octavio Arroyo, conocido como Mr. Doctor, publicó capturas en las que una agencia le ofrecía 48,000 pesos por grabar un video con un libreto que demonizaba a Electrolit. Otros divulgadores admitieron haber aceptado pagos similares. Las evidencias confirmaron que la campaña era pagada, organizada y alineada con la agenda fiscal.
Analistas digitales detectaron el uso de cuentas coordinadas y bots para inflar tendencias. En horas, la estrategia se volteó: la exposición pública de pagos cambió el signo de la narrativa y desplazó el foco hacia la práctica del financiamiento oscuro.
Propaganda de laboratorio
Las coincidencias entre la ofensiva digital y la agenda oficial no son azarosas. La campaña operó como una extensión comunicativa del Estado. Los actores visibles eran influencers; los invisibles, operadores políticos y agencias de relaciones públicas con recursos.
Desde 2018, la 4T ha empleado tácticas de astroturfing y redes de apoyo para amplificar mensajes y hostigar críticos. No se trata solo de promover una idea, sino de construir consenso manufacturado. El proceso es simple: se define un enemigo, se fabrica una narrativa moral y se despliega en redes para lograr circulación masiva.
Deuda, presión y castigo
En el componente fiscal está la explicación de este caso. El gobierno mantiene deudas millonarias con Pisa por suministros entregados. Reclasificar Electrolit es una forma de recaudar sin tocar partidas delicadas, mientras se castiga a una empresa incómoda. Una versión vernácula del estilo Trump de presionar países con aranceles. La lógica de presión muestra que la comunicación también es un instrumento de coerción económica.
Las campañas de descrédito operan como advertencia para otros proveedores: cuestionar al Ejecutivo tiene un costo reputacional y comercial. Así, la difamación se convierte en herramienta de disciplinamiento.
El Estado como troll
Lo más grave es la normalización de la práctica. El gobierno, que prometió democratizar la comunicación, ha convertido las redes en extensión de su influencia. Las mañaneras marcan la agenda; portales oficiales amplifican mensajes; un ecosistema de voceros, influencers y bots actúa como eco de la maquinaria oficial.
La frontera entre política y manipulación informativa se ha borrado. La comunicación pública busca intimidar: la reputación es el nuevo campo de batalla. Recursos que deberían servir para informar se destinan a fabricar percepciones y criminalizar a adversarios.
El costo en salud pública
La ofensiva se justificó en nombre de la salud, pero sus efectos fueron adversos. Al convertir un debate técnico en una guerra política, se generó desinformación sanitaria. Sueros orales, útiles en deshidratación por diarrea o ejercicio, fueron demonizados. Médicos advirtieron que la desconfianza puede inducir conductas de riesgo: sustituir sueros por bebidas inadecuadas o negarlos en cuadros clínicos.
Además, la credibilidad de los divulgadores científicos se resintió, cuando monetizan su alcance para difundir mensajes partidarios. El espacio público de educación sanitaria se transformó en mercado de propaganda.
Contra la oscuridad informativa
El caso Electrolit también muestra fisuras en la maquinaria. La falsa denuncia pública pagada y los scripts demostraron que la mentira deja pistas. La transparencia de un influencer que exhibe proposiciones económicas por difamar quedó como señal de que la opacidad puede romperse.
La disputa obliga a repensar límites éticos en la comunicación digital y la responsabilidad de autoridades que, en nombre de la salud pública, pueden instrumentalizar la información. La democracia exige información veraz, no manufacturada.
Consecuencias legales, regulación y responsabilidades
Si la campaña fue financiada con recursos públicos o por orden gubernamental, las instancias de fiscalización y la Fiscalía General tienen el deber de investigar posibles delitos: uso indebido de recursos, difusión de publicidad ilícita o asociación para el daño reputacional. El Congreso, por su parte, no puede aprobar reclasificaciones fiscales sin evidencia técnica independiente que evalúe implicaciones sanitarias y económicas; las decisiones tributarias deben sustentarse en análisis rigurosos, no en narrativas virales.
Es urgente también reglamentar la transparencia en financiamientos de contenidos en redes. Contratos entre agencias y divulgadores deben exigir revelación de pagos y la identificación clara de mensajes pagados. Las plataformas digitales requieren obligaciones de diligencia para detectar y etiquetar campañas financiadas; la autorregulación de influencers ha mostrado límites y la salud pública no puede depender de códigos informales.
La comunidad científica y las sociedades médicas deben fortalecer protocolos de comunicación: códigos de conducta para profesionales con audiencias masivas, directrices sobre conflictos de interés y sanciones para quienes acepten difundir mensajes pagados que pongan en riesgo la salud. Revitalizar mecanismos públicos de información sanitaria, independientes y protegidos de interferencias políticas, es condición para restaurar confianza.
Además, corresponde revisar la gobernanza de la información pública: recuperar organismos autónomos de transparencia y fiscalización que velen por el uso responsable de recursos y por la veracidad en campañas oficiales. La democracia exige reglas claras para la publicidad política y comercial en redes, así como mecanismos eficaces de sanción cuando el Estado o sus agentes instrumentalicen la maquinaria oficial de comunicación para fines de recaudación o presión política.
El caso Electrolit muestra que el control del relato es un instrumento de poder. Sin controles institucionales, auditorías y un marco ético aplicado a la comunicación digital, la reputación será moneda de cambio y la verdad, una variable negociable.
La transparencia y la ética informativa son imperativos democráticos ineludibles.
Te recomendamos: El retroceso silencioso del derecho a saber







