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La regresión autoritaria

Signos y sentidos / Por Renán Martínez Casas

Renán Martínez Casas Por Renán Martínez Casas
10 de octubre de 2025
En Signos y Sentidos
La regresión autoritaria. Foto ibor Janosi Mozes en Pixabay

La regresión autoritaria. Foto: Tibor Janosi Mozes en Pixabay

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Renán Martínez Casas
Renán Martínez Casas

 

Vivimos en una era de regresión democrática, donde las formas institucionales se mantienen pero sus contenidos se vacían; donde se vota, pero no se elige; donde se opina, pero no se influye; donde el poder ya no teme a la democracia porque ha aprendido a simularla.

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El espejismo de la consolidación

Durante las primeras dos décadas tras la caída del muro de Berlín, el relato dominante celebraba el triunfo definitivo de la democracia liberal. El mundo parecía encaminarse hacia una consolidación de instituciones, libertades y elecciones libres. Se hablaba de una «tercera ola» de democratización y de una convergencia inevitable hacia sistemas plurales y representativos.

Fue un espejismo y duró poco. A partir de 2010, comenzaron a multiplicarse los signos de involución. Gobiernos electos en las urnas empezaron a desmontar por dentro los contrapesos institucionales, a debilitar a la prensa libre, a perseguir opositores con herramientas legales y a enrarecer el ambiente público con discursos polarizantes. Las democracias dejaron de morir con tanques en las calles; ahora morían en cámaras legislativas, en oficinas judiciales, en noticieros, en redes sociales.

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La democracia escenográfica

Lo primero que se degrada en una democracia en retroceso es su autenticidad. Se conserva la escenografía: hay elecciones, hay congresos, hay tribunales. Pero lo que ocurre dentro de ellos deja de estar al servicio de la ciudadanía. Los parlamentos se llenan de simulación, los jueces responden a pactos inconfesables, los institutos electorales son colonizados.

Se trata de una operación quirúrgica y prolongada: no se anulan las elecciones, se vacían de contenido. No se persigue a toda la oposición, se le fragmenta. No se cierra la prensa, se le ahoga económicamente o se le desacredita públicamente. El poder se vuelve experto en operar dentro de los límites legales, al mismo tiempo que los estira, los interpreta a su favor y los reforma cuando le es necesario. No hay ruptura, hay desgaste. No hay dictadura declarada, hay continuidad con otro nombre.

El resultado es una ciudadanía que vota pero no elige, que se informa pero no incide, que protesta pero no modifica. La democracia deviene en ritual vacío, en mecánica institucional sin horizonte emancipador.

Saturar para desmovilizar

La regresión democrática del siglo XXI no se sostiene sobre la censura directa o el control absoluto de los medios, sino sobre una estrategia mucho más eficaz: la saturación informativa y emocional.

Se trata de crear un ambiente en el que la opinión pública se vuelva inservible. Cada día hay una nueva polémica, una nueva declaración, un nuevo escándalo. La atención colectiva es arrastrada de un tema a otro como si estuviera en una cinta transportadora. La indignación se vuelve desechable, la memoria se fragmenta, el juicio se diluye.

En ese caos organizado, las decisiones importantes se toman sin escrutinio. La propaganda se disfraza de entretenimiento, la mentira se normaliza como “interpretación alternativa” y el ciudadano deja de saber en qué creer. La postverdad no es sólo una distorsión del hecho; es una estrategia de desgaste cognitivo. Si todo es relativo, nada es exigible. Si todos son iguales, nadie es responsable. Si nada importa lo suficiente, todo sigue igual.

El desencanto como recurso de poder

Uno de los pilares del autoritarismo contemporáneo es el cinismo cultivado en las sociedades democráticas. Durante décadas, millones de personas creyeron en la democracia como promesa de mejora. Pero los abusos, la corrupción, las exclusiones, las transiciones fallidas y las reformas fallidas produjeron frustración.

Ese desencanto fue aprovechado por liderazgos que ofrecieron orden, identidad, pertenencia. Ya no se trata de convencer con argumentos, sino de vincular emocionalmente a las masas con una figura, un relato, una causa. Se rehabilita el lenguaje del enemigo, la pureza, la traición. El pluralismo es visto como debilidad; la crítica, como deslealtad; la duda, como traición.

Así, el malestar social deja de traducirse en demandas democráticas. Se convierte en resignación o en adhesión a formas autoritarias de gobierno. La frustración con la democracia alimenta su destrucción. Y lo hace sin necesidad de violencia masiva, sin necesidad de proscribir partidos ni cerrar medios: basta con desprestigiarlo todo hasta hacerlo intolerable.

El miedo como control cotidiano

El nuevo autoritarismo ya no necesita torturar ni desaparecer a miles para disciplinar. Ahora utiliza el miedo como herramienta cotidiana: miedo a perder el trabajo, a ser exhibido, a quedar fuera de las redes de apoyo, a ser objeto de una campaña de desprestigio. El miedo se infiltra en la vida digital, en el entorno laboral, en las conversaciones familiares.

La represión selectiva cumple una doble función: castiga y ejemplifica. No se golpea a todos, pero se expone a unos cuantos con suficiente escándalo como para disuadir al resto. El juicio ya no se hace en tribunales, sino en redes sociales manipuladas, en portales financiados por el poder, en conferencias matutinas donde se nombra, se exhibe y se condena sin defensa posible.

La autocensura es el objetivo. Que los periodistas se cuiden, que los profesores se callen, que los ciudadanos se resignen. El silencio se convierte en forma de supervivencia. Y mientras tanto, el poder avanza con impunidad, protegido por un público intimidado y una oposición paralizada.

El vaciamiento institucional

No hay regresión democrática sin deterioro institucional. Los organismos autónomos, los tribunales constitucionales, las fiscalías, los institutos de transparencia o los entes reguladores son sistemáticamente debilitados. El objetivo no es eliminarlos, sino domesticarlos. Se recortan presupuestos, se colocan aliados, se reforman sus atribuciones.

La captura institucional es una forma de control silencioso. Desde fuera, todo parece seguir funcionando. Pero en la práctica, las decisiones clave están controladas. Las licitaciones favorecen a aliados, los jueces resuelven guión en mano, los órganos electorales operan bajo presión.

Y cuando alguna institución resiste, se le estigmatiza como instrumento del pasado. El discurso oficial convierte cualquier crítica en conspiración, cualquier objeción en obstrucción.

La narrativa contra la realidad

En las democracias regresivas el relato del poder importa más que la realidad. No se gobierna desde la gestión, sino desde la emoción. Se prometen cosas imposibles, se anuncian logros inexistentes, se reinventan datos, se niega la evidencia. Todo con el objetivo de mantener una base movilizada que crea, sienta y defienda, incluso contra sus propios intereses.

La comunicación se vuelve performativa. Lo importante no es resolver, sino aparecer como quien resuelve. No importa si baja la violencia, importa imponer la percepción de que se está combatiendo. No importa si hay escasez, importa si hay culpables externos a quienes responsabilizar. El relato es más real que los hechos, porque es lo que da sentido a la pertenencia.

Esto requiere un público dispuesto a creer. Y aquí la regresión democrática se apoya en un elemento fundamental: la desmoralización de la verdad como valor. Si todo puede ser verdad y mentira al mismo tiempo, entonces lo que queda es la fe, la identidad, la trinchera.

Lo que aún resiste

A pesar de todo, hay focos de resistencia. Medios independientes que se reinventan para sobrevivir, comunidades organizadas que defienden sus derechos, movimientos sociales que desafían la lógica del miedo. En muchos países, la sociedad civil ha sido capaz de frenar reformas regresivas, de denunciar violaciones, de crear redes de solidaridad que sostienen la dignidad frente a la propaganda.

La regresión democrática no es un proceso irreversible. Pero requiere de un esfuerzo constante de vigilancia ciudadana, de defensa de los valores democráticos, de recuperación del lenguaje de los derechos. Resistir es más que denunciar: es construir nuevas formas de esperanza, nuevos pactos sociales, nuevas pedagogías de la libertad.

Se trata de imaginar democracias más profundas, más inclusivas, más honestas. De no resignarse a que el autoritarismo tenga la última palabra. De no permitir que la simulación suplante a la convicción.

La simulación como victoria simbólica del poder

El poder ya no teme a la democracia porque ha aprendido a simularla. Esta es la victoria más inquietante del nuevo autoritarismo: no se presenta como ruptura, sino como continuidad. No se impone por la fuerza, sino por la adhesión simbólica de mayorías hastiadas. La regresión democrática no se viste de dictadura, sino de pueblo.

El riesgo es que lleguemos a acostumbrarnos. Que aceptemos la democracia vacía como lo más realista, lo menos dañino, lo que hay. Que confundamos pluralismo con desorden, crítica con odio, verdad con opinión.

Pero siempre hay una salida: volver a nombrar lo que sucede, a cuestionar lo que se impone, a defender lo que vale. Volver a creer que la democracia no es un ritual, sino una apuesta por la dignidad compartida. En tiempos de simulación, la lucidez es resistencia.

Etiquetas: contrapesosdemocraciaeleccionesopinionPortada 1
Renán Martínez Casas

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