
Reconstruir la confianza
La polarización no es solo un clima emocional ni una consecuencia espontánea del desencuentro; es una estrategia política que se ha convertido en una de las fuerzas más corrosivas de la vida democrática contemporánea. La lógica que divide a la sociedad entre “nosotros” y “ellos” se normalizó al grado de presentarse como inevitable, incluso natural. Pero no lo es. La polarización se construye, se cultiva y se administra porque es útil para quienes buscan consolidar poder sin rendición de cuentas. Cuando la ciudadanía se quiebra y la conversación pública se reduce a sospechas y descalificaciones, se vuelve más fácil imponer decisiones desde arriba, sofocar el escrutinio y gobernar mediante la manipulación emocional.
La polarización opera en varios niveles. En el plano ideológico, representa diferencias legítimas que son parte de cualquier democracia plural. No es problema que existan opiniones divergentes sobre el papel del Estado, el modelo económico o las prioridades en política social. El problema comienza cuando esas diferencias dejan de ser tratadas como argumentos y se convierten en identidades políticas rígidas. La sospecha hacia la postura del otro se transforma en sospecha hacia la persona misma. La discusión pública deja de girar en torno a propuestas y se desplaza hacia la descalificación moral: no se debate si la postura del otro es correcta o incorrecta, se declara simplemente que es inadmisible porque proviene de alguien considerado enemigo.
Ese salto, de la diferencia al desprecio, es lo que se denomina polarización afectiva. Y es aquí donde la democracia se vuelve frágil. No hay convivencia posible cuando se considera que quienes piensan distinto no merecen derechos, voz ni presencia en la esfera pública. Esta deshumanización es la puerta de entrada para la violencia política, la erosión de las instituciones, la censura moral y el abandono deliberado de cualquier compromiso con la verdad.
La investigación reciente sobre este fenómeno muestra que la polarización no se sostiene únicamente por el conflicto ideológico, sino por la arquitectura mediática y comunicativa que filtra la realidad. La mayor parte de la información que recibimos sobre quienes piensan distinto proviene de intermediarios: políticos, medios corporativos y redes sociales. Todos esos actores tienen incentivos claros para simplificar, exagerar, manipular o caricaturizar al otro campo. Las plataformas digitales maximizan interacción, y la interacción más rentable es la que enciende la irritación, el miedo y la indignación. La política, así, deja de ser deliberación y se convierte en espectáculo de lucha permanente.
Sin embargo, el diagnóstico no debe confundirse con resignación. En distintos países y contextos, han surgido esfuerzos sistemáticos para contrarrestar la polarización desde la base de la vida comunitaria. Estos esfuerzos no son grandes campañas nacionales ni pactos entre élites. Se trata, más bien, de prácticas de diálogo estructurado que buscan restituir lo que el conflicto político ha roto: la posibilidad de escucharse sin la urgencia de vencer.
Un mecanismo destacado es el de las asambleas ciudadanas. Países como Irlanda, Canadá, Bélgica y Francia han utilizado este recurso para enfrentar controversias profundas, desde reformas constitucionales hasta políticas climáticas. La lógica es sencilla: seleccionar aleatoriamente un grupo de personas que representen la diversidad demográfica del país, ofrecerles información clara y verificada, y facilitar espacios donde puedan deliberar con apoyo de moderadores neutrales. No se busca unanimidad, sino comprensión. Lo que se observa de manera consistente es que la exposición directa a la experiencia del otro reduce la hostilidad y aumenta la disposición a negociar. La diferencia ideológica permanece, pero se atenúa la carga emocional que alimenta el odio.
En Estados Unidos, organizaciones comunitarias como Down Home North Carolina han mostrado que la despolarización también puede comenzar desde lo local. Su trabajo no parte del debate electoral, sino del encuentro cara a cara mediante el método del “sondeo profundo”: escuchar con atención la historia de vida del otro antes de formular cualquier discusión política. La conversación no se orienta a convencer, sino a comprender. Este enfoque permite desactivar la identificación automática con bandos nacionales y regresar la atención a problemas concretos: el deterioro de las escuelas, la precariedad laboral, la pérdida de servicios públicos. Cuando la conversación se reubica en lo cotidiano, la identidad política deja de ser un muro y se convierte en un punto de partida compartido.
En Turquía, donde la polarización es uno de los pilares del sistema político contemporáneo, grupos como la campaña Arayüz buscan crear vínculos entre jóvenes militantes de partidos distintos. No se les pide abandonar sus lealtades ni modificar sus convicciones: se les pide reconocer al otro como sujeto político legítimo. La apuesta es mínima y decisiva: sin reconocimiento mutuo, no existe democracia posible. Este enfoque se ha traducido en cambios estratégicos dentro de partidos opositores, que han comenzado a colocar el respeto y el vínculo comunitario como eje comunicativo frente a la retórica del enemigo.
También existen experiencias que provienen de territorios marcados por conflictos más profundos y violentos. El proceso impulsado por la organizadora comunitaria Othe Patty en Ambon, Indonesia, tras una guerra sectaria, demuestra que el restablecimiento de la convivencia puede comenzar con acciones simples, pero intencionalmente diseñadas. Su iniciativa consistió en acompañar a mujeres cristianas a comprar alimentos a mercados musulmanes para reactivar vínculos cotidianos que la violencia había cortado. La acción no buscaba reconciliación inmediata ni acuerdos políticos; buscaba recordar que la vida compartida todavía era posible. Las pequeñas prácticas crean hábitos, y los hábitos pueden reconstruir comunidad.
No obstante, estas experiencias no deben romantizarse. Las causas profundas de la polarización están vinculadas a estructuras de desigualdad, abandono estatal y desconfianza acumulada. La deliberación y el diálogo no sustituyen la urgencia de corregir esas estructuras; la acompañan. La lucha contra la polarización requiere una doble estrategia: escucha y reforma. Sin escucha, la reforma se percibe como imposición. Sin reforma, la escucha se vuelve un ritual vacío.
El reto central es la reconstrucción de la confianza pública. La confianza no se decreta: se produce con prácticas constantes, con instituciones que cumplen lo que prometen, con liderazgos que no usan el miedo como herramienta de gobierno. La despolarización no será dirigida por figuras carismáticas ni por discursos nacionales de unidad. Se sostendrá, si ocurre, en redes pequeñas pero persistentes de ciudadanos que se rehúsan a aceptar la fractura como destino.
La alternativa democrática no es la homogeneidad ni el silencio; es la pluralidad con reconocimiento mutuo. No es necesario pensar igual para sostener un pacto común. Lo que sí es indispensable es mantener abierta la posibilidad de la palabra. Cuando la conversación se rompe, lo siguiente es la imposición. Y donde hay imposición, la democracia deja de ser comunidad para convertirse en dominio.
La polarización no se desarma con llamados abstractos a la tolerancia, sino con instituciones que garanticen condiciones de escucha, con políticas que atiendan agravios reales y con ciudadanos que se reconozcan en la vulnerabilidad compartida de existir juntos. Somos distintos, pero vivimos aquí, ahora, en un mismo territorio político. La pregunta es si queremos habitarlo como adversarios permanentes o como sociedad capaz de sostener sus diferencias sin destruirse.
La democracia no está garantizada. Se cuida o se pierde. Y su cuidado comienza en un gesto básico: escuchar sin convertir la diferencia en amenaza. Construir un “nosotros” más amplio no significa renunciar a lo que somos, sino reconocer que la vida en común requiere más que votos y más que leyes. Requiere voluntad de convivencia. Sin esa voluntad, cualquier institución es frágil. Con ella, incluso las estructuras más dañadas pueden comenzar a repararse.
Ese es el desafío político de nuestro tiempo. Y es uno que no podemos delegar.







