Recuperar el diálogo para recuperar la democracia
En los últimos años hemos ido perdiendo algo más profundo que la tranquilidad pública o la estabilidad política: hemos perdido la capacidad de conversar. No me refiero únicamente a los debates en el Congreso, a los choques televisivos o a las trincheras de odio en redes sociales. Hablo de lo más cercano: de las charlas en la mesa familiar, de las conversaciones con amigos de toda la vida, de los espacios comunitarios donde antes era posible ponernos de acuerdo aunque pensáramos distinto.
Hoy, lo que antes era una plática difícil pero posible, se ha vuelto un campo de batalla. Nos cuesta escuchar, nos cuesta disentir sin rompernos. Y eso es mucho más grave de lo que parece.
Porque el diálogo no es un lujo de sociedades tranquilas: es la base misma de la pluralidad de pensamiento y, con ella, de la democracia. Sin diálogo no hay contraste de ideas, no hay aprendizaje colectivo, no hay posibilidad de imaginar un futuro común.
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La frontera borrada entre verdad y mentira
¿Por qué ocurre este deterioro? Porque en nuestro tiempo se ha desdibujado la frontera entre la verdad y la mentira. Hoy cualquiera reclama no sólo el derecho a tener una opinión, sino también el derecho a tener su propia versión de los hechos, aunque esa versión sea falsa, aunque esté construida con prejuicios, propaganda o manipulación.
Así, cuando alguien coloca sobre la mesa datos, evidencias o argumentos, con frecuencia lo que encuentra enfrente no es diálogo, sino consignas repetidas como dogma. No hay conversación posible entre quien busca comprender y quien sólo quiere imponer.
Las consecuencias son visibles: familias divididas, amistades que se enfrían, vecinos que dejan de saludarse. Hemos perdido la confianza, la escucha y el beneficio de la duda. Y esta no es una mera crisis de comunicación: es una crisis del lazo social.
Conviene decirlo con todas sus letras: esa fractura le conviene al poder. Cuando una sociedad está dividida, confundida y enfrentada, quienes gobiernan pueden hacer y deshacer con menor resistencia. El autoritarismo se alimenta de nuestro silencio, de nuestra desconfianza y de nuestro aislamiento.
El poder del aislamiento
El aislamiento es una de las herramientas más eficaces del poder en tiempos de polarización. No llega como orden directa, sino como un clima que poco a poco se va imponiendo: la sospecha, el recelo, el miedo a hablar. Nos convierte en individuos solitarios, más temerosos y menos capaces de actuar colectivamente.
Pero ahí, en medio del desgaste, aparecen los vínculos afectivos como trincheras silenciosas de resistencia. La familia, las amistades, las comunidades de barrio, de trabajo o de lucha, son lugares donde aún podemos respirar sin sentirnos vigilados, donde nos atrevemos a decir lo que pensamos sin miedo, donde el cuidado mutuo nos protege frente al veneno de la hostilidad cotidiana.
No son espacios perfectos. En ellos también se cuelan la polarización y las discusiones hirientes. A veces duele más un desencuentro con alguien querido que con un extraño en redes sociales. Pero el reto está precisamente ahí: aprender a cuidar los vínculos incluso bajo tensión.
Cuidar significa aceptar que puede haber diferencias y, al mismo tiempo, sostener la pertenencia. Significa poner límites cuando hay violencia, pero también sostener el desacuerdo con respeto. Significa recordar que, más allá de la confrontación, necesitamos del otro para no sentirnos solos en un mundo que parece diseñado para quebrarnos.
En ese sentido, la amistad, la escucha, el acompañamiento o el simple hecho de compartir un café no son gestos menores. En un contexto que nos quiere divididos y agotados, esas prácticas cotidianas se vuelven actos políticos. Son la manera más concreta de resistir el aislamiento: negarnos a que nos roben la confianza, la alegría de estar juntos, la certeza de que alguien nos respalda.
Diálogo o simulacro
No hay democracia sin diálogo. Escuchar, argumentar y disentir con respeto no son adornos: son la sustancia de la vida democrática. En un país tan diverso como el nuestro, la democracia no se limita a contar votos, sino a abrir espacios donde las diferencias puedan encontrarse.
El diálogo real no siempre logra acuerdos. Muchas veces terminamos sin convencer al otro. Pero incluso en esos casos, la simple conversación evita el aislamiento y abre la posibilidad de confianza. Una comunidad que habla, que discute, aunque no llegue siempre a consensos, es más fuerte que una comunidad que calla por miedo.
El riesgo está en aceptar el simulacro como si fuera diálogo. Gobiernos autoritarios suelen promover debates falsos donde todo está decidido de antemano, o alimentar la polarización de “ellos contra nosotros” para que nunca hablemos de lo que realmente importa: desigualdad, violencia, corrupción, impunidad.
El diálogo democrático exige otra cosa: claridad y respeto. Decir lo que uno piensa con firmeza, sin insultos, pero tampoco disfrazando la verdad para evitar incomodar.
Hablar con claridad, sin odio pero también sin concesiones, es un acto de resistencia frente a la mentira y el miedo.
Resistir desde lo cotidiano
La política autoritaria prospera en tres terrenos: el silencio, la división y la mentira. Frente a eso, la ciudadanía no puede limitarse a esperar los grandes gestos o las marchas multitudinarias. La resistencia también se juega en lo cotidiano.
Cada vez que cuidamos un vínculo, que escuchamos sin descalificar, que conversamos sin rompernos, estamos defendiendo algo más grande que nuestra vida privada: estamos defendiendo la posibilidad misma de una democracia viva.
No se trata de evadir los conflictos o callar las diferencias. Se trata de afrontarlas de otra manera: con escucha atenta, con respeto a la dignidad del otro, con la convicción de que incluso en el desacuerdo podemos seguir siendo comunidad.
Por eso, los afectos no son un asunto menor. Son el terreno estratégico para sostener tanto la vida como los movimientos sociales. Una comunidad que resiste desde el cuidado, el cariño y la solidaridad, es mucho más difícil de manipular por el miedo o la mentira.
Hacia una democracia de la palabra
Recuperar el diálogo significa recuperar la pluralidad de pensamiento. Y recuperar la pluralidad significa recuperar la democracia. Porque el diálogo abre horizontes, rompe el cerco de la mentira, debilita el aislamiento y fortalece el tejido social.
El silencio, en cambio, es claudicación. Frente a la mentira, callar no es prudencia: es rendirse. Y es precisamente eso lo que busca el poder: que no confiemos en nadie, que no nos reconozcamos entre nosotros, que terminemos creyendo que estamos solos.
Pero no estamos solos. Cada vez que compartimos la palabra, que construimos confianza, que defendemos el espacio común del diálogo, estamos tejiendo de nuevo la red que nos sostiene.
El autoritarismo se alimenta del silencio y la división. La democracia crece del diálogo y de los afectos. Defender la palabra compartida, aunque sea difícil, es la mejor manera de resistir y de reconstruir comunidad.
El día que nos quedemos sin diálogo, ese día habremos perdido algo más grande que una conversación: habremos perdido el tejido que nos mantiene juntos como sociedad.