El periodismo ya no es simplemente incómodo para el poder: se ha vuelto intolerable. En regímenes democráticos debilitados, así como en sistemas abiertamente autoritarios, se ha perfeccionado una arquitectura de hostilidad que asfixia la función crítica de la prensa sin necesidad de censura formal. El objetivo no es silenciar, sino saturar; no desaparecer la verdad, sino diluirla entre ruido, desinformación y descrédito sistemático. El periodismo ha dejado de ser un contrapeso para convertirse en un obstáculo, y el poder ha aprendido a neutralizarlo no por la fuerza, sino por el desprestigio.
La figura del periodista ha sido convertida en blanco de sospechas, ataques digitales, estigmatización oficial y campañas de difamación. En muchas partes del mundo, ejercer el oficio con rigor es una actividad de alto riesgo, no solo por la amenaza directa, sino por el aislamiento simbólico. Se permite que la información circule, pero se le priva de impacto. La verdad, aun cuando se dice, llega tarde o es descartada por una ciudadanía fatigada, emocionalmente saturada, que ya no distingue entre el dato verificado y el discurso fabricado.
Los nuevos dispositivos de control no necesitan cerrar medios ni encarcelar periodistas para imponer su narrativa. Les basta con colapsar el valor social de la información verificada. La velocidad con que circulan los contenidos, el sensacionalismo algorítmico y la multiplicación de fuentes opacas han contribuido a disolver la autoridad del periodismo profesional. Se le acusa de parcialidad, se le reduce a una opinión entre muchas, se le iguala con el bullicio de las redes. En ese ambiente, todo es opinable, todo es disputado, todo es sospechoso. Y si todo es sospechoso, nada importa.
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Esta crisis no es sólo consecuencia de la tecnología. Es una estrategia política activa. El poder ha descubierto que no necesita perseguir la verdad: le basta con desprestigiar a quien la enuncia. La estigmatización del periodista como “enemigo del pueblo”, “vocero de intereses“ o “saboteador“ forma parte de una gramática global de la desconfianza. En muchos países, esta narrativa se institucionaliza desde el propio Estado: se desacredita a los medios críticos, se premia a los incondicionales, se utiliza el aparato público para montar canales oficiales de propaganda que simulan pluralismo y transparencia.
Este escenario ha generado un ecosistema informativo desequilibrado, donde el periodismo independiente lucha por sobrevivir entre el descrédito y la precariedad. La financiación se reduce, la publicidad se concentra en medios afines al poder, y la ciudadanía, confundida por la sobrecarga informativa, tiende a refugiarse en discursos afines a sus emociones o ideologías. La verdad pierde centralidad, y el dato se vuelve decorativo.
En paralelo, el lenguaje del poder se vuelve performático. Los gobernantes no comunican: actúan. Convierten cada declaración en un evento, cada conferencia en un show, cada desmentido en una confrontación teatral. Se apropian del lenguaje mediático para encubrir la ausencia de argumentos. De este modo, los gobiernos ya no necesitan responder a la prensa: les basta con sobrepasarla en espectáculo.
En este contexto, el periodismo se ve obligado a reinventar su función. Ya no basta con informar. Se requiere desmontar narrativas falsas, resistir la tentación del impacto fácil, construir audiencias críticas. Muchos medios han optado por el modelo colaborativo, por alianzas transnacionales, por la investigación de largo aliento. Otros han migrado a formatos nuevos, tratando de recuperar la atención del público sin renunciar al rigor.
Pero estas formas de resistencia tienen un alto costo. En países democráticos debilitados y en dictaduras abiertas, el periodista que no obedece es castigado. Se le persigue judicialmente, se le bloquea el acceso a la información, se le margina de los circuitos de legitimidad. En muchos casos, se le empobrece deliberadamente. La libertad de prensa sobrevive, pero a un precio cada vez más alto.
Frente a este sitio persistente, cabe preguntarse por el lugar de la verdad en el espacio público. La verdad ya no es una conquista social compartida, sino un campo de disputa. Decir la verdad implica desafiar narrativas oficiales, desafiar emociones dominantes, desafiar la inercia de la indiferencia. En un mundo donde el poder construye realidades paralelas, sostener los hechos es una forma de disidencia.
No se trata de idealizar al periodismo ni de negar sus fallas. Se trata de reconocer que, en este ciclo histórico, la verdad ha dejado de ser inofensiva. Se ha vuelto un obstáculo para quienes gobiernan desde el engaño. Por eso el periodismo está sitiado: porque donde hay verdad, hay posibilidad de resistencia.
El sitio no es solo institucional o económico. Es simbólico y moral. Se busca quebrar la voluntad del periodista, volverlo irrelevante, convertir su trabajo en un ruido más. Pero allí donde estorba, el periodismo se vuelve imprescindible. No por heroísmo, sino por necesidad democrática.
Porque cuando el periodismo incomoda, cumple su función. Cuando desafía, demuestra que la conciencia crítica no ha muerto. Y cuando resiste, recuerda que el poder no lo es todo. En ese gesto, aunque solitario, sobrevive la posibilidad de otro lenguaje: uno que no niegue la verdad, sino que la ponga de nuevo en el centro de lo público.