La iluminación según George Harrison
(o cómo entrar a los Beatles sin manual)
Manjarrock en Amexi
A George Harrison lo aceptaron en los Beatles más por terquedad cósmica que por currículum. Tenía diecisiete años y la mirada de quien ya había visto demasiado para su edad: autobuses que olían a fritanga triste, patos con complejo de filósofos en el Mersey, y a John Lennon intentando afinar una guitarra como quien quiere hacerle un exorcismo a un radiotransistor.
Su primer día “oficial” en la banda empezó así: Paul lo llevó a un ensayo en la casa de la tía Mimi, que tenía reglas más estrictas que un monasterio tibetano. “No se toca después de las ocho”, “No se fuma”, “No se respira fuerte”. George, que venía mentalmente preparado para convertirse en el tercer mosquetero de un cuarteto incompleto, se sentó en la sala como quien entra a una embajada sin pasaporte.
—¿Y tú qué sabes hacer? —le preguntó Lennon, sin levantar la ceja porque la tenía ocupada sosteniendo su arrogancia.
—Pues… tocar —dijo George.
Y escuchar. Paul, siempre diplomático, sonrió como quien avala a un primo lejano en una boda para que no se sienta mal.
—Toca algo, para que te escuche John —dijo McCartney.
George tocó “Raunchy”, y ahí ocurrió el pequeño milagro: John dejó de parecer hooligan musical y se transformó en estatua de sal. Después diría John que lo aceptaron por su talento. La verdad es que lo aceptaron porque, por un minuto, los hizo sentir que tenían futuro.
Ser un Beatle recién adquirido
Venía con efectos secundarios: “Fama”, “fans”, “falta de sueño”, “Lennon”. Pero George Harrison desarrolló uno inesperado: un insomnio filosófico que le hacía preguntas extrañas, como si tuviera un gurú viviendo en el fondo del cráneo.
Una noche, mientras Paul tarareaba melodías que aún no existían y John discutía con la gravedad para no caerse de un sofá, George pensó: “Si todo esto se va al carajo —que es probable—, más vale que yo entienda el universo.”
Era un pensamiento peligroso. Un pensamiento que, si uno lo escucha con suficiente atención, suena a sitar antes de conocer la India.
Al principio, su “misticismo” consistía en mirar fijamente las lámparas, tratando de descubrir si tenían alma. Luego pasó a leer libros que parecían escritos por poetas borrachos del Himalaya. John decía que eso era idiotez. Paul decía que era lindo. George decía que ninguno entendía nada.
La espiritualidad según George Harrison (manual no autorizado)
- Capítulo 1: No creo en nada, pero igual lo intento.
- Capítulo 2: Cómo sobrevivir a John sin perder el alma (o perderla con estilo).
- Capítulo 3: Si un sitar aparece en tu vida, no lo ignores; probablemente sabe algo que tú no.
George adoptó el misticismo como quien adopta una mascota exótica: con amor, torpeza y un poco de miedo. Se volvió alumno de libros sagrados, meditaciones a medias, guitarras que querían sonar a templo y conversaciones con uno mismo que parecían salidas de un cuento raro:
—George, ¿tú crees que todo esto tiene sentido? —preguntaba George.
—No sé, pero al menos tiene ritmo —se respondía.
Así nació “el Beatle tranquilo”
No fue que George se volviera tranquilo. Lo que pasa es que los demás eran tan ruidosos que él parecía un monje, aunque estuviera pensando en incendiar el bajo de Paul con la mirada.
Su calma tenía filo. Era paz, pero con ironía; era meditación, pero con humor negro; era la serenidad del que sabe que el Universo es absurdo y por eso mismo respira hondo.
Para entonces, ya era Beatle por completo; para entonces, ya era místico por necesidad; para entonces, ya sabía que lo importante no era pertenecer a la banda más famosa del planeta, sino encontrar dentro de sí un rinconcito donde Lennon no entrara.
Años después
Cuando le preguntaron cómo se volvió espiritual, George dijo: “Estar rodeado de Beatles te obliga a buscar a Dios. Es eso o volverte loco.” Y por primera vez, Dios estuvo de acuerdo.







