La tentativa del republicano Donald Trump de designar a los llamados “cárteles” mexicanos como organizaciones terroristas internacionales ha dado su primer paso con la orden que firmó el 20 de enero, a sólo unas horas de haber asumido la Presidencia de Estados Unidos.
Durante toda su última campaña agitó la amenaza. Terminó cumpliéndola. Sin embargo, la tentativa de ello no era reciente. Durante su anterior campaña, en 2016, amenazaba con hacerlo; en 2019, ya como presidente en su primera administración, volvió a referir que lo haría; sin embargo, tampoco lo llevó a cabo.
Las condiciones eran distintas. En aquel momento, su partido, el Republicano, no contaba con mayoría en el Senado y la Cámara de Representantes. Ahora sí la tiene, lo cual le da mejores condiciones políticas para este objetivo.
Empero, la medida aún no es vigente; requiere autorización del Departamento de Estado yankee. La Oficina de Contraterrorismo (CT), adscrita a dicho Departamento, es la responsable de identificar entidades para tal designación.
Antes de hacerlo, se tiene que demostrar que la entidad (organización) a la que se quiere designar cumple con los criterios de “#1.- ser una organización extranjera; #2.- participar o conservar la capacidad y la intención de participar en terrorismo; y #3.- amenazar la seguridad de los ciudadanos estadounidenses o la seguridad nacional, las relaciones exteriores o los intereses económicos de Estados Unidos”.
De acuerdo con la Ley de Autorización de Relaciones Exteriores, terrorismo se define como “violencia premeditada y motivada políticamente que es perpetrada por un grupo subnacional o agentes clandestinos contra objetivos no combatientes”. (https://acortar.link/mv0zRb).
Por otro lado, el documento que Trump firmó se basa, a su vez, en la Orden Ejecutiva 13224 (emitida el 23 de septiembre de 2001 por la administración de George Bush -hijo-, tras los atentados a las Torres Gemelas en Nueva York; (https://acortar.link/FS1MiQ), en la que se precisa “terrorismo” como: “aquella actividad que (I) implica un acto violento o un acto peligroso para la vida humana, la propiedad o la infraestructura; y (II) tiene por objeto: (A) intimidar o coaccionar a una población civil; (B) influir en la política de un gobierno mediante la intimidación o la coerción; o (C) afectar la conducta de un gobierno mediante destrucción masiva, asesinato, secuestro o toma de rehenes».
Algunos académicos especialistas en los temas de narcotráfico y terrorismo han sostenido que la designación tiene efectos sólo a nivel doméstico, es decir, dentro del territorio estadounidense y que está encaminada, principalmente, a evitar el apoyo financiero a las organizaciones en cuestión.
No obstante, la Orden Ejecutiva trumpista contiene claras consideraciones en el plano de las relaciones exteriores estadounidenses con nuestro país. Por ejemplo, afirma que “en ciertas partes de México, (los ‘cárteles’) funcionan como entidades cuasi gubernamentales, controlando casi todos los aspectos de la sociedad” y que “las actividades de los cárteles amenazan la seguridad del pueblo estadounidense, la seguridad de los Estados Unidos y la estabilidad del orden internacional en el hemisferio occidental” (https://acortar.link/97JSK2).
El documento además detalla que los “cárteles” son una “amenaza inusual y extraordinaria para la seguridad nacional, la política exterior y la economía de los Estados Unidos” que vuelve necesaria la declaración de “una emergencia nacional” para hacerles frente.
Mientras firmaba estas y otras órdenes en la Sala Oval de la Casa Blanca, el magnate daba una conferencia de prensa.
Ahí, un periodista lo cuestionó en torno a la posibilidad de que fuerzas especiales de la milicia estadounidense entraran a México para “combatir” a los llamados “cárteles”, a lo que Trump, sonriendo, respondió: “podría pasar… cosas más extrañas han ocurrido”.
Ese mismo día, el senador panista Marko Cortés aplaudió la decisión del mandatario yankee. Como si la firma fuera la expresión de una preocupación genuina por combatir la producción y trasiego de drogas.
En el caso particular de Donald Trump, no podría haber más hipocresía respecto al tema del narcotráfico. Tal como muestra una interesantísima investigación del periodista Oscar Balderas (https://acortar.link/UjYJg5), a finales de los 1980’s y principios de los 90, Trump se aprovechó de la crisis que provocó el alza del consumo de crack en Nueva York, provocada por la inundación de dicha droga en las calles de la gran manzana, generada por personajes como el capo colombiano José Santacruz Lodoño, alias “El Chepe” -en una red de connivencias con autoridades estadounidenses-, haciéndose de inmuebles a precios de remate para remodelarlos y venderlos a altísimos costos; un curioso método de gentrificación.
Como muestra Balderas, Trump explotó la figura del adicto a las drogas y del criminal instrumentalizando un trágico suceso de una violación que a la postre fue conocido como el caso de “Los Cinco de Central Park” en el que inculparon artificiosamente a cinco jóvenes afroamericanos y latinos de entre 14 y 16 años para quienes el multimillonario pedía la pena de muerte mediante una ejecución pública en el emblemático parque neoyorkino a la vez que pagaba desplegados en prensa donde, con tono alarmista, decía “abandonen la ciudad o prepárense para ser las siguientes víctimas”.
Beneficiado por esos “bad hombres” (traficantes) contra los que ahora dice luchar considerándolos terroristas, Trump hizo “compras estratégicas que consolidaron su imagen como un hombre de negocios visionario. Un rey midas que convertía el crack en oro”. (https://acortar.link/UjYJg5).
Esa plasticidad en la instrumentalización y redituabilidad del régimen de ilegalidad internacional de la producción y trasiego de drogas, así como de la criminalización del consumidor y el adicto, refleja muy bien el interés de clase tras el prohibicionismo.
A nivel geopolítico, que la administración de Trump declare a “cárteles” como organizaciones terroristas extranjeras, es decir, como una “amenaza” global, a la vez que difumina el papel que las agencias de seguridad estadounidense históricamente han jugado y siguen jugando en el surgimiento y desarrollo de dichas organizaciones -demostrada fehacientemente en los casos de la Operación Irán/Contras en los 80 y en la capacitación militar que se le dio en los 90 a Los Zetas en el Fuerte Hood en Texas-, evidencia que tras todo esto lo que hay es una intencionalidad imperialista de asegurar objetivos estratégicos, así como la permanencia y expansión de megaproyectos de distinto tipo.
Una intervención militar a escalas considerables es improbable, más no imposible. Intervenciones militares más acotadas, mediante comandos de fuerzas especiales y/o drones supuestamente para neutralizar tanto objetivos humanos como tácticos parecería ser más factible. En cualquiera de los dos hipotéticos escenarios -favorecidos en caso de terminar de consolidarse la designación, lo cual es casi un hecho, pero lo terminaremos de averiguar en estos días- habrá graves violaciones a derechos humanos de civiles inocentes, así como una profundización en fenómenos como los de desapariciones y desplazamientos forzados.
La “guerra contra las drogas” comenzó a popularizarse en los discursos políticos estadounidenses durante la campaña a la presidencia de Richard Nixon, en septiembre de 1968. Su elevación a asunto de seguridad nacional vendría hasta 1986 durante la administración del republicano Ronald Reagan, periodo en el cual, irónicamente, la propia Agencia Central de Inteligencia (CIA) empleó a los capos Rafael Caro Quintero (aprehendido un año antes, en 1985), Ernesto Fonseca Carrillo y Miguel Ángel Félix Gallardo en un esquema de financiamiento ilegal a los contrarrevolucionarios nicaragüenses, con la subordinación de la Dirección Federal de Seguridad y, posteriormente (desde 1986), de la Dirección General de Investigación y Seguridad Nacional mexicanas.
La narrativa implícita en la Orden que firmó Trump contiene una perspectiva supremacista donde Estados Unidos se asume como el supuesto protector de la civilización occidental frente a una amenaza que ellos mismos han creado. Tras esto se esconde, además, una doctrina imperialista a lo “lebensraum”, palabra alemana que en español quiere decir “espacio vital”, idea que expresaba la política exterior expansionista del nazismo (https://acortar.link/l62Jhg).
Empero, Estados Unidos, desde su nacimiento, tiene su propia doctrina, la del “destino manifiesto”, en la cual se considera desde el siglo XIX a dicha nación como supuestamente llamada a llevar la civilización primero a la costa occidental y hoy a otras partes del mundo. Puras falacias.
La posibilidad de una intervención militar estadounidense en suelo mexicano siempre debe pensarse a la luz de objetivos geopolíticos velados en detrimento de la clase trabajadora, sectores populares y comunidades indígenas.
De igual manera, esta designación va a ser un factor de presión política en caso de cualquier indicador de que el gobierno de Claudia Sheinbaum quiera cambiar la estrategia de combate militar al narcotráfico. Aunque no hay absolutamente nada que indique esto último, pues la militarización de México -en subordinación a los lineamientos imperialistas estadounidenses- está garantizada, al menos, hasta 2031 (https://acortar.link/vU16CY). De todas formas, con esta medida, esa ficha está puesta sobre el tablero geopolítico.