Rizando el Rizo
Boris Berenzon Gorn
Robert Francis Prevost representa una de esas figuras que, desde el ámbito religioso, comienzan a ejercer una influencia sutil pero profunda en las estructuras sociales, culturales y políticas del mundo contemporáneo. Estadounidense de origen y formado en la tradición agustiniana, Prevost ha sido llamado a desempeñar uno de los papeles más significativos dentro de la Iglesia católica actual: prefecto del Dicasterio para los Obispos, un cargo desde el cual se define, de facto, el rostro del liderazgo eclesiástico global. La relevancia de este rol no se reduce al ámbito interno del catolicismo. Alcanza también a los campos de la diplomacia moral, la geopolítica religiosa y la ética pública. En este sentido, su figura merece ser observada no sólo con lentes teológicas, sino también desde una perspectiva laica, crítica y social.
Prevost ha asumido su cargo en un momento de profunda transformación de la Iglesia impulsada por el Papa Francisco. Su tarea no es únicamente administrativa; implica una reconfiguración del perfil de los obispos que liderarán las comunidades católicas del siglo XXI. Su historial misionero en el Perú, su sensibilidad hacia los pueblos indígenas, y su defensa de una Iglesia cercana a los pobres lo colocan en la línea de una pastoral comprometida más con el servicio que con la autoridad. No es casual que su elección haya sido celebrada como una señal de continuidad con el proyecto sinodal, que busca una Iglesia menos clerical, más participativa y más enraizada en las realidades sociales concretas.
Un liderazgo basado en la escucha y la cercanía
Desde una mirada laica, Robert Prevost simboliza la emergencia de un tipo de liderazgo que trasciende los moldes tradicionales del poder religioso. Su figura remite a un nuevo tipo de autoridad moral que no se impone por el dogma, sino que convence por la escucha, el discernimiento y el acompañamiento. En una época marcada por la desafección hacia las instituciones, su estilo austero y su retórica de diálogo representan un contramodelo frente a la estridencia de los populismos y la rigidez de los fundamentalismos. La Iglesia, a través de él, parece intentar recuperar relevancia social no por imposición, sino por cercanía.
Importa, por tanto, al mundo porque su trabajo tiene impacto sobre la configuración de los discursos morales en temas urgentes: la migración, el medio ambiente, los derechos humanos, la economía de la exclusión. Los obispos que él elige son voces que dialogan con los gobiernos y acompañan procesos comunitarios. En muchos casos, sostienen la esperanza en territorios donde el Estado está ausente. La Iglesia que Prevost ayuda a moldear se convierte así en una institución que todavía tiene algo que decir a una humanidad fragmentada.
La historia de la Iglesia ha conocido múltiples figuras de poder, muchas de ellas construidas en torno al carisma, la ortodoxia o la confrontación. Sin embargo, el ascenso de Robert Prevost no se inscribe en esos moldes. Más bien, responde a un momento en que se busca autoridad sin autoritarismo, tradición sin nostalgia y reforma sin ruptura. Su perfil encarna una transición sutil, pero significativa, hacia una eclesiología más descentralizada, donde el centro ya no dicta, sino orienta. Esta transformación también nos habla de una Iglesia que, por primera vez en siglos, parece escuchar más de lo que proclama.
De la periferia al centro: la globalización eclesial
Culturalmente, su figura encierra una paradoja interesante: es estadounidense, pero con una trayectoria profundamente latinoamericana. Esa tensión —entre norte y sur, entre institución y periferia, entre centro y frontera— lo convierte en un símbolo de la globalización eclesial. Ya no es Roma el único centro del poder religioso; ahora, la periferia comienza a modelar el rostro de la Iglesia. Esta hibridación cultural, visible en su experiencia pastoral y en su sensibilidad política, lo aleja de los perfiles tecnocráticos de la Curia de antaño y lo acerca más a los desafíos reales de las comunidades.
No es fácil etiquetar su ideología. Prevost no parece ser un doctrinario ni un progresista, sino más bien un reformador pragmático. Cree en la estructura, pero no en su rigidez; en la tradición, pero no en el inmovilismo. Se muestra cercano a la visión del Papa Francisco, pero evita los excesos mediáticos o los gestos que lo conviertan en una figura carismática. En ese sentido, su estilo también es un símbolo: su sotana sencilla, su tono mesurado, su preferencia por el diálogo antes que por la confrontación. Todo en él parece evocar una autoridad que se gana en el tiempo, más que una influencia que se impone de inmediato.
Otra forma de ejercer el poder
¿Qué podemos esperar de él? Tal vez no grandes titulares ni discursos incendiarios, sino más bien una obra de largo aliento, tejida con decisiones que, aunque discretas, pueden moldear el futuro. Si logra consolidar un episcopado más comprometido con la realidad, más sensible a la justicia social y menos preocupado por los privilegios eclesiales, su legado será inmenso. No por lo que diga, sino por lo que logre hacer desde la sombra.
Los símbolos que rodean a Prevost no son los del poder tradicional: no hay báculos dorados ni mitras ornamentales, sino el peso de una responsabilidad silenciosa que puede marcar un nuevo rumbo. En él, quizá, se encarne la posibilidad de que la Iglesia vuelva a dialogar con el mundo sin imponerle su verdad, pero sin renunciar a su vocación ética. Su papel, aunque muchas veces inadvertido, puede ser una de las claves del futuro religioso, político y cultural de nuestro tiempo.
Lo que viene para la cultura y la sociedad en los próximos años no se construirá en el estruendo de los grandes discursos, sino en los gestos silenciosos que transforman estructuras desde adentro. La figura de Robert Francis Prevost, discreta pero decisiva, es emblema de esta nueva sensibilidad: una que no pretende dominar el mundo desde el púlpito, sino acompañarlo desde lo humano. En una época donde las instituciones tiemblan ante la pérdida de credibilidad, donde la autoridad es sospechada y la verdad parece fragmentada, emergen líderes como él que encarnan otra forma de ejercer el poder: sin espectáculo, sin soberbia, sin nostalgia.
Una nueva alianza entre espiritualidad y compromiso social
La cultura, entendida como el modo en que una sociedad se representa a sí misma, está ingresando en una fase de transición. Las verdades rígidas ceden terreno ante la complejidad y los relatos únicos son reemplazados por una polifonía de voces. El valor ético ya no se impone desde arriba, sino que se negocia en el contacto con la realidad. La Iglesia, lejos de ser ajena a este proceso, se ve forzada a adaptarse, a revisar su lenguaje, su jerarquía y su función. En este contexto, figuras como Prevost —híbridas, interculturales, sensibles al sufrimiento humano— se convierten en indicios de lo que puede ser una religión al servicio de la cultura, no en competencia con ella.
La sociedad contemporánea no necesita pastores que condenen desde la altura, sino intérpretes que acompañen desde el llano. Requiere referentes éticos que comprendan la fragilidad sin aprovecharse de ella, que reconozcan la necesidad de símbolos sin absolutizarlos. Si algo anticipa la trayectoria de Robert Prevost es una posible nueva alianza entre espiritualidad y compromiso social, entre tradición y renovación, entre escucha y acción. El porvenir no vendrá definido por las viejas dicotomías —laicismo contra fe, progreso contra religión—, sino por la capacidad de generar síntesis creativas en un mundo herido, cansado, pero aún lleno de preguntas.
Ese es, quizás, el mayor aporte de Prevost: mostrarnos que la autoridad puede volver a tener sentido cuando se despoja de privilegios y se convierte en servicio. Lo que viene para la cultura y la sociedad no es un nuevo dogma, sino un nuevo modo de habitar el mundo. Y en ese horizonte, el símbolo más poderoso no es ya el trono, sino el oído. No el poder de mandar, sino la capacidad de escuchar.
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