Libertad literaria frente al juicio ideológico
Hoy en AMEXI presentamos este texto de nuestro colaborador Boris Berenzon, quien, a propósito de la muerte de Mario Vargas Llosa, reabre un debate que trasciende el obituario y toca uno de los nervios más expuestos de la cultura contemporánea: ¿qué lugar ocupa la obra literaria cuando el autor incomoda políticamente? En tiempos en que la ideología se impone como filtro de lectura, este articulo propone una mirada más compleja y más libre sobre el legado de uno de los escritores fundamentales del siglo XX. A través del concepto de «la dictadura perfecta» –acuñado por el propio Vargas Llosa para denunciar el simulacro democrático–, se revisita su pensamiento y se reivindica la literatura como un espacio de disidencia y lucidez crítica. No se trata de canonizar, sino de comprender; no de rendir culto, sino de leer con profundidad. Leer a Vargas Llosa con una mirada crítica, libre y profundamente literaria.
Murió Mario Vargas Llosa y, con él, no solo se apagó una de las voces más lúcidas del siglo XX; también resurgió —como una brasa que nunca termina de extinguirse— el juicio sumario sobre la relación entre literatura e ideología.
¿Qué hacer con la obra de un autor que pensó distinto? ¿Es posible admirar sus novelas sin adherir a sus posturas políticas? ¿Hasta qué punto puede separarse la estética del pensamiento?
La tentación es inmediata: convertir al escritor en un personaje juzgable bajo las reglas morales —que no éticas— del presente. Pero Vargas Llosa nunca fue un autor cómodo, ni pretendió serlo. Fue, ante todo, un hombre incómodo: para la izquierda latinoamericana, para los nostálgicos del realismo mágico, para los liberales de ocasión, para los lectores que exigen pureza ideológica.
Incomodó porque no se prestó al silencio ni a la obediencia, porque pensó y escribió con la obstinación de quien no busca agradar, sino comprender. Y eso, en estos tiempos de unanimidades feroces, es un gesto profundamente literario.
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A diferencia de otros escritores del Boom que hicieron de la revolución un mito estético, Vargas Llosa fue perdiendo la fe. Lo que comenzó como entusiasmo por Cuba terminó en desencanto. La cárcel del poeta Heberto Padilla marcó su punto de no retorno. A partir de entonces, emprendió un camino solitario: el del liberalismo crítico, la defensa sin matices de la democracia representativa, incluso cuando ésta se mostraba torpe, mediocre o disfuncional.
El encarcelamiento de Padilla provocó una reacción internacional, con protestas de reconocidos intelectuales como Julio Cortázar, Simone de Beauvoir, Marguerite Duras, Carlos Fuentes, Juan Goytisolo, Alberto Moravia, Octavio Paz, Juan Rulfo, Jean-Paul Sartre, Susan Sontag y el propio Vargas Llosa.
De ese desencanto político nació una de sus ideas más poderosas y menos comprendidas: la «dictadura perfecta». No la del militar con charreteras, sino la del populismo democrático: ese régimen donde se vota sin elegir, donde los medios se pliegan al poder, donde la corrupción es sistémica pero se disfraza de justicia social.
Vargas Llosa vislumbró —antes que muchos— el modelo híbrido que hoy impera en América Latina: gobiernos que se legitiman en las urnas y se perpetúan en el control del relato.
Una dictadura también narrativa
La «dictadura perfecta» no es solo una categoría política, sino también narrativa: es el relato único, el monopolio de la verdad, la exaltación sentimental del líder que cancela toda crítica. Y es ahí donde su literatura se vuelve urgente.
Porque su obra, en el fondo, es una lucha constante contra esa simplificación. En sus novelas no hay héroes puros ni causas sagradas; hay hombres frágiles, sociedades heridas, dilemas sin redención. Lo político no es escenario, sino fisura moral. El poder, siempre, como deformación del deseo.
Por eso resulta paradójico que se le sancione por sus ideas cuando su literatura está atravesada por la sospecha hacia toda forma de poder. Vargas Llosa escribió contra la servidumbre voluntaria, contra el culto al caudillo, contra el automatismo ideológico. Su liberalismo —tan reducido al cliché económico— fue, ante todo, una afirmación radical de la libertad individual frente al dogma colectivo.
Vargas Llosa, entre la herejía y la disidencia
La crítica contemporánea parece más interesada en castigar al autor que en leer su obra. Se le niega un lugar en el canon por no encajar en el guion político correcto. Se olvida que La ciudad y los perros renovó la narrativa en español; que La guerra del fin del mundo es una monumental reflexión sobre la insurrección y el fanatismo; que Conversación en La Catedral sigue siendo uno de los diagnósticos más agudos sobre el fracaso político latinoamericano.
En fin, se olvida que su literatura no es la expresión de un programa ideológico, sino de una inquietud radical por entender cómo se tuerce el alma humana ante el poder.
En una época en la que la corrección política y la moral de trinchera dictan la lectura, Vargas Llosa representa otra cosa. Es la desobediencia del estilo. Su escritura no pretende educar ni redimir, sino narrar —con la violencia del lenguaje bien pensado— aquello que no tiene consuelo.
Y eso incomoda, porque nos recuerda que el escritor no está para confirmar nuestras creencias, sino para perturbarlas.
No se trata de canonizarlo. Tampoco de absolverlo. Se trata, más bien, de dejar de juzgar la literatura como si fuera una hoja de vida ideológica. Leerlo —ahora que ya no puede defenderse— es también defender una idea más amplia y arriesgada de la literatura: aquella que no busca premios morales, sino libertad. La que no se deja domesticar por los bandos. La que se permite la herejía.
Mario Vargas Llosa entendió que escribir era una forma de disentir. Que la literatura no debía ser obediente ni útil ni amable. Y si hoy su figura sigue dividiendo, quizás sea porque su obra sigue viva. Y como toda obra viva, sigue incomodando.
Mario Vargas Llosa: “La corrección política es enemiga de la libertad” https://t.co/YM1xmXiF0X pic.twitter.com/Xu8S0CN61k
— EL PAÍS (@el_pais) February 25, 2018