*Norberto Soto Sánchez.
Psicólogo y maestro en educación por la Universidad Autónoma de Sinaloa.
Candidato a doctor por la Universidad Pedagógica Nacional.
Recién acabo de ver la serie documental “El Culiacanazo: los herederos del narco” (“The Battle of Culiacán”, en inglés) de HBO Max. Una producción de cuatro episodios sobre las dos operaciones para capturar a Ovidio Guzmán López, hijo de Joaquín “El Chapo” Guzmán; la primera, acontecida el 17 de octubre de 2019 (que dio el nombre al “Culiacanazo”) y la segunda acaecida la noche del 5 y la mañana del 6 de enero de 2023 (que popularmente se conoció en Sinaloa como “Culiacanazo 2.0”).
El material, dirigido por la española Fátima Lianes y producido por PAR Producciones (la cual también produjo la docuserie “Los 43 de Ayotzinapa: Un Crimen de Estado”) se estrenó el pasado 13 de marzo, cuenta con entrevistas a ciudadanos y periodistas sinaloenses, mexicanos y extranjeros; a funcionarios y exfuncionarios del gobierno estadunidense y mexicano; a abogados de Joaquín Guzmán Loera, “El Chapo” y de sus hijos, los Chapitos (entre los que se cuenta a Ovidio); a elementos policiacos y de las Fuerzas Armadas mexicanas retirados y en activo; así como con supuestos integrantes de estructuras criminales de Sinaloa.
No comentaré de qué va la docuserie episodio por episodio. Me centraré en referir algunas conclusiones que, de conjunto, la producción plantea, las cuales me parecen sumamente problemáticas en aras de comprender lo que está sucediendo en México en el contexto del supuesto combate a la producción y trasiego de sustancias psicoactivas ilegalizadas, así como de la prevención de su consumo compulsivo, lo cual, nos remitiría, necesariamente, a dar un breve recorrido del marco histórico en el que, al menos desde finales del siglo XIX y principios del XX, se ha configurado un régimen internacional de prohibición de distintas drogas.
Lee: Rancho Izaguirre en Jalisco: una pedagogía del terror al servicio de la barbarie capitalista
Y esa es precisamente una de las dimensiones de las que adolece la docuserie: presenta los “Culiacanazos” como un problema vaciado de su contenido histórico, es decir, de las condiciones de posibilidad (geopolíticas, sociológicas, geográficas y económicas, entre otras) que han permitido que a lo largo de los años Sinaloa se haya convertido, precisamente, en el bastión de la estructura criminal que protagonizó los eventos abordados en la producción.
En vez de brindarnos esos antecedentes, así como el imprescindible papel que en ellos han jugado los estados mexicano y estadunidense, se dedican a invertir largos minutos en detallar aspectos incorroborables y nada útiles (para efectos de la comprensión del fenómeno) de las personalidades de los integrantes de la familia Guzmán que contribuyen a la reproducción de una mítica de la figura del narcotraficante ─como un personaje supuestamente “autónomo” de las instancias gubernamentales y cuasi invencible que doblega fácilmente a un supuesto “Estado Fallido”─ y de una exotización tanto de la entidad como de su población.
De igual forma, refuerza la idea de que el fentanilo es un arma de destrucción masiva ─con un agente especial de la DEA sosteniendo una bolsa de sal afirmando que el equivalente de ese material en fentanilo es capaz de matar a 150 mil personas─, vigorizando, mediante la presentación acrítica del planteamiento, la idea de que los llamados “cárteles” son organizaciones terroristas internacionales, con las consecuencias que ello imprime al debate en torno al tema y el favorecimiento de las posiciones intervencionistas del imperialismo yanqui.
Aunque el material retoma el problema de la adicción a las sustancias, no cuestiona las condiciones estructurales que llevan a las personas a consumirlas de manera recreativa o compulsiva, asunto que, si bien puede y de hecho afecta a todas las clases sociales, recae con mayor peso en la clase trabajadora y sectores populares. La adicción con su dimensión de compulsividad es, antes que nada, aflicción, sufrimiento.
Es verdad que el consumo de sustancias en las mencionadas modalidades ha acompañado a la humanidad a lo largo de toda su historia, no obstante, adquiere rasgos particulares en la sociedad capitalista, con el desarrollo de los medios de producción ─y sus consecuencias en materia de fabricación masiva de drogas sintéticas y el desarrollo de la técnica mediante la cual se han ido descubriendo sustancias psicoactivas cada vez más potentes─ y las relaciones sociales de producción que le caracterizan, donde el malestar y el hastío existencial se presentan como respuesta de las personas a un momento histórico específico.
Por otro lado, este material de HBO habla del tráfico de armas hacia México, pero deja de lado el desarrollo del fenómeno del paramilitarismo en nuestro país, elemento ineludible para abordar la violencia que ejercen las estructuras de la producción y trasiego de sustancias psicoactivas ilegalizadas actualmente.
Es verdad que su surgimiento no es reciente, pero su expansión y profundización en el país ha venido de la mano de la militarización como expresión de la subordinación de las administraciones de los gobiernos en México a las políticas securitarias yanquis desde finales de la década de 1980 a la fecha, proceso en el que se ha visto una modificación cualitativa de los cuerpos coercitivos de las industrias criminales, con una profesionalización y tecnificación de la violencia que se ha nutrido vía la capacitación de militares y exmilitares tanto nacionales como extranjeros en el marco de convenios de colaboraciones internacionales.
El ejemplo más emblemático de ello han sido Los Zetas, que inauguraron una nueva etapa en la violencia paramilitar como la que se vio en los “Culiacanazos”.
Y podrá haber quien diga “pero bueno, la docuserie habla solo del ‘Culiacanazo’… ¿Para qué hablar de todo lo demás?”. E indudablemente se puede prescindir de esos recorridos para hacer una producción audiovisual atractiva. De hecho, el material de HBO es sumamente atractivo en el plano audiovisual.
Pero, para efectos de entender la complejidad de lo que sucedió en Culiacán, del papel ambivalente que las agencias de seguridad mexicanas y estadunidenses han tenido en el surgimiento y desarrollo de las actuales organizaciones criminales que se dedican al rubro en cuestión ─y de su relación con intereses económicos legales pero antipopulares de distinto tipo─, es muy necesaria una perspectiva histórica y un profundo cuestionamiento político a las narrativas emanadas de los gobiernos de ambos países, de lo cual carece el material que aquí nos ocupa.
Si acaso hay algunas preguntas en torno al papel que han jugado las autoridades mexicanas, pero son muy superficiales y sin una perspectiva histórica.
En el caso de las autoridades estadunidenses, los interrogantes brillan por su ausencia; incluso parecería que se las retrata como las “buenas” de la película, que a lo mucho han cometido “errores”, pero cuyos objetivos de supuesto combate al narcotráfico y las adicciones son completamente transparentes.
Empero, la historia nos enseña que esto no es así, las “razones de Estado” ─al sur y al norte del río Bravo─ en el tema del narcotráfico han mostrado ser todo menos transparentes: el ejemplo más representativo de esto ─siempre insisto en él, pero no es el único─ es la Operación Irán-Contras (que debería incluir el nombre de México en ella), donde la administración del expresidente yanqui Ronald Reagan (1981-1989) utilizó, con la colaboración de los gobiernos mexicanos de José Luis López Portillo (1976-1982) y Miguel de la Madrid (1982-1988), el comercio de cocaína para financiar a contrarrevolucionarios nicaragüenses, empleando, para ello ─vía la CIA─, a la estructura que lideraron Ernesto Fonseca Carrillo, Rafael Caro Quintero y Miguel Ángel Félix Gallardo.
Todo esto mientras Reagan estaba a punto de firmar la Decisión Directiva 221 de Seguridad Nacional, el 8 de abril de 1986 (https://acortar.link/8ISdpH), tras la cual se declaró la lucha contra las drogas como un asunto de seguridad nacional prioritaria para el Departamento de Defensa de Estados Unidos. ¡Menuda hipocresía!
Hoy hay muchísimos trabajos y reflexiones que permitirían profundizar más en el tema, de los cuales la docuserie pudo echar mano: ahí están los de los académicos y periodistas Froylan Enciso, Bejamin Smith, Luis Astorga, Adela Cedillo, Oswaldo Zavala, Enrique Osorno y Juan Antonio Fernández, por mencionar algunos.
Y aunque los testimonios de ciudadan@s y periodistas de Culiacán son muy valiosos, al final lo que prevalece en “El Culiacanazo: los herederos del narco” es lo que Zavala (en su obra “La Guerra en las Palabras”, 2022, p. 39) ha denominado como narconarrativa, es decir, una plataforma epistémica, una forma de mediación discursiva que parte de una racionalidad de gobierno a través de la cual se construye cierto imaginario en torno a la “guerra contra el narco”, borrando su materialidad, su dimensión histórica.
Dicha narrativa, como instrumento mediador, moldea “la percepción colectiva que se tiene del tráfico de narcóticos en el campo de la producción cultural” (p. 115), enriqueciendo la idea de los “cárteles” como supuestos enemigos formidables que aparecieron y existen con autonomía total de los gobiernos, fortaleciendo perspectivas en pro de la expansión de la militarización del país como si fuera la única alternativa posible ante la vorágine de violencia que vivimos, sin señalar que esta última es efecto del proceso militarizador que tiene un subproducto paramilitarizador.
Con esto no busco soslayar la capacidad de fuego del paramilitarismo. Esa capacidad es muy real. Tienen toda la capacidad para aterrorizar a poblaciones civiles indefensas, para asesinarnos, desaparecernos y desplazarnos de manera forzada. Pero de eso a que haya un “Estado Fallido” o que configuren “poderes duales reaccionarios y fragmentarios” que prácticamente balcanicen a México (https://acortar.link/wo8bTY) es bastante discutible.
Desde mi punto de vista, lo que pasa es que aún no hemos podido descifrar con claridad la complejidad y las sutilezas de las “razones de Estado” capitalistas; aún estamos muy imbuidos de una perspectiva liberal-burguesa en torno al tema. Aunque un buen paso para romper con ello es cuestionar, siempre, la narconarrativa desde la perspectiva de la lucha de clases, más cuando sale de la boca de los propios militares, como es el caso de esta docuserie.
Cierro trayendo a colación una cita de Luis Astorga:
“El alto funcionario protege, domina, controla, promueve o extorsiona, pero jamás aparece como criatura traficante. En cambio, el traficante necesita de él para sobrevivir en el medio, pero también de funcionarios civiles o policiacos en niveles inferiores entre quienes reparte algo de sus ganancias, pero a los cuales no domina completamente y puede actuar en su contra cuando la superioridad jerárquica así se lo ordene. El traficante domina en su campo, pero a la vez su poder está subordinado a otro superior: el político”. (En “De Sinaloa para el Mundo. Economía política del narcotráfico”, de Froylan Enciso, 2024, p. 234.)