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Los caminos de las mil y una vidas de Amandititita

Variaciones del Enano Feroz

Roberto E. Ponce Por Roberto E. Ponce
6 de abril de 2025
En Variaciones del Enano Feroz
Amandititita

Los recuerdos de Amanda Lalena en prosa y poesía, una vida intensa cual si fueran mil. AMEXI.

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Felina en constante vigilia contra la peste pululante de ratas urbanas que acechaban con violentar la paz de su cuerpo aparentemente frágil, Amanda Lalena Escalante Amandititita, sobrevivió así su infancia de orfandad y abandonos, donde una mínima sonrisa bastaba para aliviar los llantos cotidianos que su corazón masticó, acompañada de hambre y tristezas en la “vieja ciudad de hierro”, el otrora Distrito Federal, como cantó en Hurbanistorias su papá, el músico rupestre Rockdrigo González, fallecido en los sismos de 1985.

El 19 de septiembre de 2025 se conmemoran cuatro décadas de aquella catástrofe de México, y ella, Lamassu femenino, despliega su vuelo libertario con Un día contaré esta historia (Grijalbo, 261 páginas). Son los recuerdos de Amanda Lalena en prosa y poesía, de una vida intensa cual si fueran mil, con la veleidosa Fortuna transportándola desde las fosas del maltrato y el sufrimiento, hasta la senda de la gloria musical como La reina de la anarcumbia (su primer CD para Sony de 2008), prometiendo al final de su narrativa redactada entre las calles de San Francisco:

Estoy luchando cada día por ganarme el respeto de la vida. Elegí el amor, me quedé del lado del amor. (…) Sé que voy a terminar este relato, publicaré un libro y lo llevaré a la esquina de Bruselas y Liverpool, donde el edificio de mi padre colapsó en 1985. Me sentaré en la plaza de enfrente y diré: “Mira, papá, esto construí de lo que se destruyó. Nada respetó el fuego, solo el alma”.

Los ecos de Pablo Milanés con “Yo pisaré las calles” no son fortuitos. Lalena se identificó pronto con el rock urbano y rupestre; pero mejor con la música afrocaribeña, chun-cha-ca o “tropical”, introduciéndose al mundo de leyendas orales y los cuentos. Las alegrías de una niña nómada, sin sueños e insegura, quien a veces con su madre Mireya Escalante de la mano golpeaba puertas (“Hola, buenas tardes; somos de Tampico, su papá murió en el terremoto, no tenemos familia, ni casa, ¿tendrán algo de comer que les sobre?”), fueron las rolas de Luis Álvarez El Haragán, Nina Galindo, Armando Rosas, Arturo Meza y El Trolebús de Choluis; El Personal de Guadalajara, Cecilia Toussaint, Los Estrambóticos, Santa Sabina y La Maldita Vecindad de “su tío”, El Pato Montes.

Mientras mi mamá trabajaba, yo escuchaba el disco azul de Santa Sabina. Gracias a sus letras, llegué a la poesía de Adriana Díaz Enciso y Bertolt Brecht.

Tuvo su epifanía entre los libros del cuarto de azotea en cierta privada: un matrimonio benevolente les permitió a ambas, la Yeya y su Coshu, madre e hija, pasar allí una noche estrellada, en vez de la consabida terminal de autobuses. Fue el descubrimiento de La hojarasca, de Gabriel García Márquez, novela en la que Gabo bosqueja el mítico pueblo de Macondo.

A lo largo de sus memorias, Amandititita Lalena constata lecturas de Herman Hesse, Anaïs Nin, T. S. Eliot, Robert Walser, Julio Cortázar, José Agustín, Aldous Huxley, William Faulkner, Fiódor Dostoievski, Rainer María Rilke, Fernando Pessoa, Milan Kundera, Carson McCullers, William Shakespeare, John Fante, Mario Bellatin y Guillermo Fadanelli (su mentor). Asimismo, de modo fascinante, reluce su espiritualidad, las enseñanzas yoguis de Gurumayi Chidvilasananda en un ashram donde meditaba. Hay rezos a San Judas Tadeo (para que el novio de su mamá, Patricio Pérez, no le pegara). Sus pasos por la SOGEM, Doble A y las terapias. Además, una dislexia que le dictaminaron chiquitica, que un estrés postraumático y luego un trastorno obsesivo compulsivo; loa su amor a la moda, los gatitos, los dibujos, sus novios. Y escuchamos sus pensamientos suicidas y las letras salvadoras de El curso de milagros, citando:

“Nada real puede ser amenazado. Nada irreal existe. En esto radica la paz de Dios.”



Un día contaré esta historia consta de 77 capítulos breves, narrados en primera persona retrospectivamente y apoyados por apuntes de los diarios que Amandititita escribe, amén de poesía. De los múltiples puntos de quiebre, destaca el periodo en que vivió “la etapa más dolorosa y desesperante de mi vida”. Tiempos cuando su padrastro Patricio Pérez golpeaba a Mireya y a su medio hermano, otro hijito que su mamá tuvo y vivía con ellos en un departamento de la unidad habitacional Las Flores, en Ecatepec de Morelos, Estado de México. Cuenta en los apartados “Ecatepec” y “El infierno”, luego de cumplir 15 años:

Nunca me han apuntado con un arma, pero sé cómo se siente esperar el disparo. Jamás un auto se ha lanzado hacia mí, pero conozco el vértigo de las luces acercándose a toda velocidad. Nunca me he caído desde un tercer piso, pero comprendo la angustia de anticipar el impacto contra el pavimento. En ese lugar supe lo que era el miedo (…) Experimentaba un dolor agudo en el estómago, me desmayaba, vomitaba sangre. El baterista de Los Estrambóticos, Toño Lozano (fallecido en junio de 2019), era doctor, me revisó y me diagnosticó colitis nerviosa. Me preguntó qué me tenía así. No le dije, no hablé con nadie (…)

Patricio había recaído en el alcohol y las drogas. Les reclamé por dejarme sola tantos días. Patricio se paró frente a mí y me gritó: “¡Cállate, pendeja! A mí no me vas a decir qué hacer”. Su mirada me aniquiló. Ese grito era la antesala de un golpe. Me paralicé y no volví a decir nada. Para no detonar la granada, no había que caminar, no había que hablar, me quedé muda (…) si, a pesar de todo, continuaba con vida, era para un día volverme escritora. “Un día contaré esta historia, y ese día estaré bien”.

Genoveva “La Veva” González, hermana de su padre Rockdrigo, la “Vainilla” en esta autobiografía, acercaría a Amandititita a los mantras de Gurumayi:

Fascinada por esa manera de ver la vida, subía las escaleras del edificio cuando escuché los gritos de mi madre, quien suplicaba: “Ya no me pegues, por favor”.

Mi corazón se detuvo. Sentí terror, pero recordé que no estaba sola. Sabía que dentro de mí había una fuerza que me protegía. Abrí la puerta despacito. La mano de Patricio estaba preparada para dar otro golpe. La palma firme como una tabla. La boca de mi madre sangraba. Caminé hacia él, lo abracé por la espalda y le dije: “No hagas eso. No tienes por qué hacer eso… Amor con amor se paga”.

Patricio era un monstruo, un maldito abusador, y yo le tenía pavor, pero en ese momento se volvió muy pequeño, bajó la mano como un ladrón descubierto. Yo permanecí firme y calmada (…) empezó a temblar, estaba avergonzado. Me pidió veinte pesos para su pasaje. Se los di y tan pronto como salió de la casa, me senté en el comedor con mi madre y le dije: “Nos tenemos que ir. No te estoy preguntando. Vámonos de aquí” (…) Eran las diez de la noche, el microbús estaba vacío (…) Sonaba “Los caminos de la vida” a todo volumen. Puse la mano en mi pecho mientras decía una y otra vez: “Gracias, Dios, gracias”.



Aquel vallenato colombiano de Omar Geles, “Los caminos de la vida”, significó otra revelación para Amanda Lalena hacia 1996, marcando la madurez de atreverse contra la maligna oscuridad y una posibilidad de que su escritura fuese a la par amuleto y “ansiolítico”. La diosa Euterpe destiló su alianza angelical en 2006 y la naciente Amandititita se propuso componer un disco. Frente a la estación del Metro Copilco, yendo rumbo a cristalizar sus sueños, ese vallenato retumbó como describe su tinta de “Las canciones”:

En el pesero sonaba “Los caminos de la vida”. Mi mente volvió a aquel día en que salí del infierno junto a mi mamá. Durante el tiempo que viví en las unidades habitacionales, escuché cumbia involuntariamente; sonaba en todos lados, en cada canción, en los peseros, en los tianguis, atravesaba puertas y ventanas de los vecinos. Me gustaban sus historias (…) Pensé que para escribir canciones no tenía que inventar historias, solo tenía que recordarlas.
La cumbia siempre me dibujó una sonrisa. La cumbia y sus historias de amor. La cumbia, poesía en acción. Cumbia, manos que construyen edificios, que cargan costales y se entrelazan con manos que lavan ropa a mano, se unen para bailar. Admiro a los que escuchan cumbia porque están más contentos con la vida.

Rockdrigo no le dio su apellido González a Amanda Lalena Escalante Pimentel cuando nació el 3 de agosto de 1979, por lo que ella debió pelear su derecho a recibir regalías de las Hurbanistorias del legendario creador de “Metro Balderas”. En el libro, ella traza varios conflictos con la amada tía “Vainilla” por demostrar su parentesco vía pruebas de ADN. El crisol de sucesos nunca decae en suspense. Al tratar los vericuetos de su ascenso a la fama (“un perfume que atrae a muchos imbéciles”), elogia el papel que jugó el brillante guitarrista de La Lupita, Lino Nava (fallecido el 7 de mayo del año pasado). Los linchamientos racistas tras sus presentaciones televisivas son tema que aborda no sin molestia. Más relajantes son las páginas acerca de su esposo Ulises Lozano, tecladista de Kinky, con quien vive en California.

La portada de Un día contaré esta historia es la foto de escombros de concreto enmarañado por un edificio gris en ruinas, quizá del sismo de 2017. A la par de las varillas, Amanda Lalena Escalante Amanditita ha pintado unas hojas verdes creciendo. Esperemos que Amandititita dé a conocer próximamente sus dibujos y trabajos pictóricos. Sin duda no faltará algún cineasta que desee plasmar sus memorias tremebundas en la pantalla grande.
Por supuesto, la protagonista debe ser una actriz leona: ella misma.



Lee: Al maestro amigo Hernán Lara Zavala, con cariño

Etiquetas: AmanditititaAnarcumbiabiografías mexicanasRockdrigo González

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